(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)
La sierva del padre (2006)
Todas las familias felices (2006);
Cuentos naturales (2007)
1
Este pueblo es irrespirable. Uno diría que a la altura de más de tres mil metros el aire sería el más puro. No es así y uno lo entiende. El volcán es un sacerdote de cabeza blanca y túnica negra. Vomita lo mismo que come: soledad cenicienta. La proximidad del cielo lo oprime a uno aquí en la tierra.
La leyenda se empeña en repetir que el Popocatépetl es un guerrero alerta que protege el cuerpo vecino de la mujer dormida, Iztaccíhuatl. A Mayalde no le contaron ese cuento que uno conoce desde la niñez. A Mayalde el padre la trajo a vivir acá arriba, en las estribaciones del Popocatépetl, el mismo día en que la chica tuvo su primera menstruación y él le dijo:
—Mira. Es la mancha sacrílega. Tenemos que irnos lejos de aquí.
—¿Por qué, padre?
—Para que no peques.
—¿Por qué he de pecar?
—Porque te has hecho mujer. Vámonos.
Dejaron la sacristía de Acatzingo con su hermoso convento franciscano y se vinieron a vivir aquí, donde se mira la nieve y se respira la ceniza. Era la soledad más cercana a Puebla y como nadie quería venir a donde uno estaba, con gusto lo mandaron a él.
—¿Va usted con su sobrina, señor cura?
—Cómo creen que la voy a abandonar. Depende de mí. Sin mí, sería una huerfanita. Me lo debe todo.
—¡Ah!
—Aunque le aclaro, señor obispo. No es mi sobrina. No me cargue ese cuento viejo.
—¡Ah! ¿Su hija? —dijo con las cejas arqueadas el obispo.
El cura le dio la espalda y salió del obispado.
—Ese hombre se está quedando solo —comentó el prelado—. No sabe llevarse con la gente. Mejor que se vaya al monte.
No es que el padre Benito Mazón hubiese buscado una parroquia aislada, en las faldas de un volcán, para aislarse de la gente. El hecho es que la gente se apartó de él y a él esto le cayó de perlas. Al cabo, él salía ganando. Por muy antipático que fuese don Benito, Dios era no sólo simpático sino indispensable. Sólo el padre Mazón, con sus ojos de lobo inquieto, su perfil de iguana y su hábito de ala de mosca poseía la facultad de administrar los sacramentos, bautizar, cantar un réquiem y certificar una defunción. La gente del lugar dependía de él a fin de vivir con la conciencia tranquila. Y él dependía menos de uno. Aunque nadie acudiese a la miserable iglesita de adobes a orillas del volcán, Benito recibiría su estipendio y claro, el mismo pueblo que desconfiaba de él por antipático no lo dejaría morir de hambre. Uno.
Bueno, lo cierto es que los feligreses —uno— vivimos rencorosos del padre Benito Mazón. Él parece vivir indiferente a uno. Uno le recrimina la hipocresía de presentar a la niña Mayalde, de dieciséis años, como su ahijada. Uno sabe que las ahijadas suelen ser hijas del señor cura. ¿Hay que regatearle la caridad que él ha mostrado dándole techo a la niña? ¿O debe uno mostrarse indignado ante la hipocresía?
Uno no tiene respuestas fáciles. Al cabo, las costumbres toman su rumbo, con o sin explicaciones cabales. Se sospecha. Se intuye. Se teme. Al cabo, se encoge uno de hombros. Uno.
—Es peor tener malas costumbres que no tener costumbres —le susurró, con escándalo, el padre Mazón a nuestra más devota mujer, doña Altagracia Gracida, durante el acto de la confesión.
—¿Y dónde duerme la niña, señor cura?
—Eche ojo, mujer.
El curato en la montaña era apenas una casa de adobes con cocina de leños, una salitacomedor, una recámara y un baño a la intemperie. La iglesia era igualmente modesta. En cambio, la capilla adjunta era una pequeña gloria barroca de ricos adornos, casi tan espléndida (casi) como la lamentada Acatzingo. Así debía ser. El padre Benito adora a Dios porque cree que Dios tiene horror del mundo.
La belleza de Mayalde creaba una pequeña tormenta de indecisión en el pueblo. Era una muchacha fresca, hermosa, comparable en su aspecto de pureza a esa nieve que corona la montaña antes de extraviarse en la ceniza. Morena clara de ojos negros muy largos, como si quisiera ver más allá del marco de su rostro ovalado y en seguida, como consciente de la vanidad que significa aprovechar la belleza para ganar la felicidad, los baja para atender los menesteres de la humilde casa que rasca al cielo. Está acostumbrada. No espera otra cosa de la vida. Uno puede pensar que el señor cura siempre la trató mal para tratarla bien. Es lo que él siempre le decía:
—Si Nuestro Señor Jesucristo sufrió, ¿por qué no has de sufrir tú?
Luego la sentaba sobre sus rodillas.
—¿Crees que yo no sufro, Mayalde, viéndote sufrir?
Todos los quehaceres físicos le correspondían a ella. Cuando el padre Mazón pasaba y la veía lavando ropa, tendiendo la cama o sacudiendo policromos de la iglesia, le decía cosas como:
—¿Te gustaría ser una dama, verdad?
—Te mimé demasiado de niña. Ahora te voy a quitar lo mimado.
—Limpia la iglesia. Más te vale. Voy a revisar cada copón como si en él bebieras mi leche.
Luego la volvía a sentar sobre sus rodillas. Ella temía estos momentos de cariño porque el padre Benito se angustiaba mucho de ser tan bueno y luego le daba malos tratos para compensar la debilidad de la ternura.
—Eres una mula. Un monstruo estéril. Pero trabajas mucho y aguantas el frío de la montaña.
Ella no sonreía abiertamente por temor a ofender al padre. Por dentro, le daba risa el condenado cura y se burlaba de él atendiendo a los pájaros en sus frías jaulas, juntando las raras flores de la montaña en un vaso de agua, yendo al mercado y regresando, canturreando, con las canastas bien provistas de verduras, manitas de cerdo, tortillas tibias y chiles serranos.
—Esta muchacha es una simple —comentábamos en el pueblo.
Ella sabía que de esta manera, tan servicial, picaba al padre Benito. Ella no era inútil. Tampoco era una bestia de carga. Uno, cuando ella bajaba al mercado, admiraba su andar cadencioso, la ligereza de su vestido floreado, las formas femeninas adivinadas, duras, redondas. Mayalde era, para uno, la magia esquiva del pueblo. A todos les sonreía.
—Es una simple.
Uno piensa, más bien, que su coquetería era su fidelidad al padre Benito Mazón. Eso se decía uno.
Un día, el padre Benito rompió las macetas y liberó a los canarios. Ella se quedó muy quieta mirando fijamente al padre e imaginando que ella misma, si se lo propusiera, podría convertirse en flor o volar como un ave…
El padre Benito no quería admitir que a Mayalde no la derrotaba nada. Le daban ganas de decirle, «Anda, hijita. Regresa con tu madre. Dile que te trate bien y que la recuerdo. Pero ya sabes, para ser tu padre no sirvo. A ver si ella se digna recibirte. Aunque lo dudo. Vieras con qué alborozo se desprendió de ti».
Ella por su parte pensaba, «Le doy coraje porque yo siento amor por las cosas, amo las flores, los pájaros, los mercados, y él no. Yo lo sirvo pero él no lo goza. Es un viejo agriado con vinagre en la sangre».
Que el padre Benito quería gozar le constaba a Mayalde. Ella se bañaba afuera de la casa en la regadera improvisada en un patiecillo y sabía que el padre la espiaba. Ella se divertía jugando con los horarios. A veces se bañaba al amanecer. Otras, se bañaba de noche. El cura la espiaba siempre y ella se enjabonaba el sexo y los senos antes de fingir la alarma de ser sorprendida, cubriéndose rápidamente con las manos y riendo sin parar imaginando la confusión del cura con ojitos de lobo inquieto y perfil de iguana.
—Aleja de ti los malos pensamientos —le decía el padre cuando la confesaba.
Y añadía con creciente exaltación:
—Repite conmigo, hija. Soy un saco de porquerías hediondas. Mis pecados son abominables. Soy perniciosa, escandalosa e incorregible. Merezco ser encerrada en un calabozo a pan y agua hasta que me muera.
Y mirando con los ojos en blanco al cielo:
—Mi culpa, mi culpa, mi grandísima culpa.
Mayalde lo observaba con una sonrisa, convencida de que se había vuelto loco. La muchacha se encogía de hombros y se quedaba pasmada, contando santos.
El padre Mazón cantaba estas aleluyas malditas que se vienen repitiendo en las iglesias mexicanas desde hace quinientos años y se acababa alejando de Mayalde, el objeto de su recriminación, para terminar alabándose a sí mismo, recordando lo que le dijeron en su casa cuando reveló su vocación eclesiástica:
—Benito, tú no tienes nada de teológico.
—Benito, tú más bien tienes cara de pícaro.
—Benito, no nos digas que no eres bien cachondo.
Él dijo que sí a las dos últimas proposiciones pero decidió ponerlas a prueba sujetándose a las disciplinas de la primera de ellas: asumir el sacerdocio.
La relación con la bella Mayalde reunió sus tres tentaciones: la divina, la mundana y la erótica. ¿Qué tan lejos llegó? Uno, en el pueblo, no sabía con certeza. La situación misma —cura con supuesta ahijada o sobrinita que resulta a la postre hija secreta— se había dado tantas veces que ya no resistía una versión más. La fuerza de la tradición lo obliga a uno a pensar ciertas cosas. También nos permite, a uno que otro, proponer la excepción.
—Eso sólo pasa en películas viejas, doña Altagracia. Quién quita y ésta sea en verdad sobrina o recogida o lo que ustedes gusten y manden y el cura simple y llanamente la explota como criada sin gozarla como concubina…
Algunos decían que sí, otros que no. Uno, que trata de ser equitativo, no daba entrada a chismes sin base ni a sospechas sin prueba. Pero cuando Mayalde bajaba del monte al mercado, la rodeaba un silencio triste. El pueblo olía a perro mojado, a brasero encendido, a comida tatemada, a excremento de burro, a humo de ocote, a nieve intocable, a sol imperdonable. Ella se desplazaba como si no pisara el suelo. La perseguían los malos pensamientos de algunos, el silencio sospechoso de otros, la soledad equívoca de todos… ¿Era Benito Mazón un hombre de Dios o un pecador maldito? En todo caso, sólo él distribuía los sacramentos en este pueblo perdido. Y si nos daba la hostia y los santos óleos, ¿qué no le daría a la linda muchacha que vivía con él?
Uno que otro, entre nosotros, era instruido y no creía en las patrañas de la Iglesia. Pero ninguno —ni siquiera uno, que es ateo, para qué es más que la verdad— se atrevía a poner en entredicho la pesada tradición religiosa de los pueblos. Se nos caería encima el cielo. Siglos y siglos de proclamarnos católicos tiene su peso. Ser ateo es casi una falta de cortesía. Pero uno piensa que lo que deben compartir el creyente y el indiferente es la caridad, la compasión. Y no es la justicia lo que nos une. Uno conoce a cada cristiano que se desvive por ser injusto. Con los inferiores. Con los niños. Con las mujeres. Con los animales. Y que golpeándose el pecho, se proclaman cristianos y van a misa los domingos.
Uno no es de ésos. Uno trata de sincerarse con el mundo y consigo mismo. Uno quiere ser justo aunque no sea creyente. Uno piensa que aunque no sea católica, la justicia es lo más cristiano que existe. Por justicia uno ayuda a los demás y la misericordia es sólo una medallita que nos cuelgan más tarde.
Por simple caridad, entonces, uno se hace de la vista gorda y deja pasar de noche, observando desde la ventana sin luz, al joven rengueante que mira atribulado hacia todas partes sin saber a dónde dirigirse hasta que uno sale en medio de las campanadas silenciosas del ángelus y lo orienta:
—Sube un poco al monte. Sigue a las campanas.
—¿Cuáles campanas?
—Óyelas bien. Allí te recibirán con caridad.
Lo alejé del pueblo porque uno sabe bien quiénes son sus vecinos. El muchacho herido de una pierna, con vendas sucias a la altura de la rodilla, ropa rasgada y botas lodosas, iba a resultar sospechoso, fuese quien fuese, viniese de donde viniese. Uno no está acostumbrado a la repentina aparición de gente que no conoce. Uno está predispuesto contra el forastero. Más aún en un pueblo de menos de cien almas perdido en las alturas volcánicas de México, pueblo de ceniza y nieve, hálito helado y manos engarrotadas. Un pueblo envuelto en un gigantesco sarape gris como en un sudario prematuro aunque permanente.
En cambio, si el extraño busca refugio en la casa del señor cura, es que no tiene nada que ocultar. La Iglesia bendice a quienes recibe. Ya podría bajar este muchacho de la iglesia al pueblo sin suscitar sospechas de nadie. Lo que no podría hacer era aparecer así, herido, desconcertado y exhibiendo una belleza juvenil tan sombría y deslumbrante como la de un sol negro.
—Sube la colina. Acógete a la caridad cristiana. Pregunta por el señor cura. Busca una razón.
—Es que hacía montañismo y me caí —dijo con simpleza Félix Camberos, que así dijo llamarse el muchacho cuando el padre Benito Mazón le abrió la puerta al despuntar el alba.
—Es muy de mañana —dijo agrio el cura.
—Las montañas se conquistan de madrugada —sonrió, mal que bien, Félix Camberos—. Igual que la piedad…
—A ver, Mayalde, atiende al forastero —dijo el cura, sintiéndose extrañamente atrapado en una contradicción que no comprendía.
Benito Mazón había visto la figura del muchacho y en su corazón tendría las razones de la caridad y las de la desconfianza. Ambas se fundieron en la figura de Mayalde. ¿Quién iba a atender al chico herido? El sacerdote, ¿por qué no? Porque tendría que hincarse ante el herido en una postura que su arrogancia rechazaba. Tendría que mostrarse humilde ante un hombre más joven que él. Y sobre todo, más guapo. El padre recogió la mirada de Mayalde cuando apareció Félix. Era el rostro de una luna sin voz expresándolo todo a través de movimientos crecientes y menguantes, como si una marea del cielo hubiese traído hasta este desolado lugar al extraño.
Mayalde no había controlado su propio rostro al ver a Félix. El padre Benito lo notó y decidió entregar al joven al cuidado de la muchacha. ¿Por qué? La razón le pareció tan aparente al cura como ahora a uno mismo. El perfil de iguana y los ojos de lobo de Benito Mazón eran el reverso del perfil de estatua y los ojos de cachorro de Félix.
El padre Mazón sintió un impulso irrefrenable de poner a la niña Mayalde en manos de Félix para exponerla a la tentación. Saboreó la decisión. Lo exaltó. Se sintió un misionero del Señor que primero nos ofrece la felicidad del pecado a fin de imponernos, en seguida, la dificultad de la virtud y arrogarse, confesión de por medio, el derecho de perdonar. Entre una cosa y otra, entre el pecado y la virtud (Mazón se regocijaba), transitaba una culebra hecha de tentación. El padre no tendría que vencerla. La joven mujer, sí. Bastaba esta posibilidad para asegurarle al alma muchas horas de martirio, de acoso, de exigencia cuando él y Mayalde volvieran a estar solos y él pudiese arrinconarla con el goce de humillarla, acusarla y al fin, con suerte, la muchacha vencida no resistiría más…
Salió el padre Mazón a sus oficios divinos y Mayalde permaneció sola con Félix. La moza fue muy discreta.
—Quítate los pantalones. Si no no te puedo curar la rodilla.
Félix obedeció con seriedad aunque sonrió con tantito sonrojo cuando se sentó frente a Mayalde exhibiendo sus calzoncillos breves y apretados. Ella lo miró sin curiosidad y procedió a limpiar la herida de la pierna.
—¿Qué haces aquí?
—Alpinismo.
—¿Qué es eso?
—Subir por la montaña.
—¿Hasta dónde?
—Bueno, hasta la nieve, si se puede…
—¿Y te caíste?
No escapó a la concentrada atención de la niña secreta la voz vacilante de Félix.
—Bueno, me resbalé —rió al cabo el muchacho.
—Ah —ella lo miró con malicia—. Un resbalón.
Le dio un golpecito cariñoso en la pierna.
—Pues está usted listo, don Resbaloso.
Esa tarde el volcán lanzó unos copos de fuego pero las cenizas fueron pronto apagadas por la lluvia vespertina del verano.
—Qué raro que viniste en agosto —le dijo Mayalde a Félix—. Es cuando la nieve se va. En enero llega hasta nuestra puerta.
—Por eso —sonrió Félix con algo de estrella lejana en la mirada—. Me gusta intentar lo más difícil.
—Ah qué caray —dijo en voz baja Mayalde y tocó la mano de Félix—. Ya estaría de Dios.
Ella también tenía un deseo, igual que el padre Benito.
—¿Qué caray? —sonrió Félix—. ¿Qué cosa estaría de Dios?
—Los malos pensamientos —alzó los ojos Mayalde.
Cuando el padre Benito bajó al pueblo a darle los santos óleos al panadero, ya Mayalde le entregaba su virtud a Félix. El panadero tardó en morirse y la pareja de jóvenes pudo quererse con holganza, ocultos los dos detrás del altar de la Pacificadora. Las ropas eclesiásticas servían de mullido lecho y el olor pertinaz del incienso los excitaba a ambos —a él por exótico, a ella por acostumbrado, a ambos por sacrílego.
—¿No te sientes muy encerrada aquí?
—Qué va. ¿Por qué?
—Esto es como el techo del mundo.
—Tú llegaste a subir, ¿no es cierto?
—No sé. Hay otro mundo fuera de aquí.
—¿Qué hay?
—El mar, por ejemplo. ¿Nunca has ido al mar?
Ella negó con la cabeza.
—¿Sabes de qué color es el mar? Quisiera llevarte conmigo.
—El padre dice que el agua no tiene color.
—Él no sabe nada. O te engaña. El mar es azul. ¿Sabes por qué?
Ella volvió a negar.
—Porque refleja al cielo.
—Hablas muy bonito. No sé si será verdad. Yo nunca he visto el mar.
Él la besó con las manos sosteniendo la cabeza de Mayalde. Luego ella dijo:
—Antes quería irme de la vida. Entonces llegaste tú.
2
El que llegó al caer la noche fue el padre Benito Mazón. Trepó la colina con esfuerzo, jadeando bajo la lluvia, con los ojos de lobo más inquietos que nunca. Había retrasado el regreso. Quería darle todas las oportunidades a la joven pareja. Había soportado la tolerancia que uno le daba devolviéndole a uno su propia intolerancia. Regresaba armado de una indiferencia caída en la trampa de sus amarguras agrestes. Los feligreses requieren sacramento, les repugna que sea él quien se los da y él sabe que ellos no tienen más remedio.
Regresó tarde porque en el pueblo habló amablemente con las autoridades civiles y militares. Uno se admiró de tanta cortesía en alguien tan seco y altanero como el padre Mazón.
El padre Mazón mira otra vez, caminando de regreso, la desolación del volcán cenizo, lo compara de nuevo al abandono de Dios y quisiera ver las cosas con claridad, no con estos ojos encapotados…
El hombre de Dios llegó y se quitó el sombrero de paja revelando sus cabellos de estopa. El agua le escurría por el tapado de hojas de elote.
Miró con frialdad pero sin sospecha a la pareja.
—¿Cómo va esa pierna?
—Mejor, señor cura.
—¿Cuándo nos abandonas?
—Cuando usted mande. No me quedaré ni un minuto más de lo que usted diga. Le agradezco la hospitalidad.
—Ah, pero primero la pones a prueba.
Félix no pudo evitar una sonrisa.
—Su hospitalidad excede mis esperanzas.
El cura dejó que le escurriera el agua por el gabán y le dijo, sin mirarla, a Mayalde:
—¿Qué esperas?
Ella acudió a retirarle el improvisado impermeable.
—Es una muchacha obediente —dijo severamente el cura.
Ella no dijo nada.
—Anda, prepara la cena.
Comieron sin hablar y ya de sobremesa el padre Benito Mazón le preguntó a Félix Camberos si era estudiante o montañista.
—Bueno —rió Félix—. Se puede ser las dos cosas.
Pero el cura insistió:
—¿Estudiante?
—No muy bueno —Félix moduló la sonrisa.
—Cada cual escoge su vida. Mira a Mayalde. Está loca por hacerse monja. Te lo aseguro por los clavos de Cristo.
Esto le causó gran hilaridad al cura, indiferencia al joven y estupor a la muchacha.
—Padre, no diga usted cosas falsas. Es un pecado…
—Ah —se asombró Mazón—. ¿Te me andas rebelando, chamaquita? ¿No quieres irte al convento para huir de mí?
Ella no dijo nada pero el padre Mazón ya estaba en el carril que uno le conoce.
—Pues te juro que tu rebeldía no durará mucho. ¿Y sabes por qué? Porque eres sumisa. Sumisa de alma. Sumisa ante los hombres. Porque es más fuerte en ti la sumisión que la rebelión.
Félix intervino.
—Pero el cariño es más fuerte que la sumisión o la rebelión, ¿no le parece?
—Cómo no, joven. Aquí lo comprueba usted. En esta casa sólo hay amor…
Hizo una pausa y jugueteó con la taza azul y blanca de Talavera que siempre traía consigo, dizque para no olvidar su origen poblano, antes de levantar la vista lobuna.
—¿No lo has comprobado ya, muchacho?
—Creo que sí —Félix se decidió por la ironía para contrarrestar las trampas del cura.
—¿No te ha bastado?
—El cariño es cosa buena —dijo Félix—. Pero hace falta también el conocimiento.
El cura sonrió con agrura.
—Eres estudiante, ¿no es cierto?
—Estudiante y montañista, ya le dije.
—¿Crees que sabes mucho?
—Trato de aprender. Sé que sé muy poco.
—Yo conozco a Dios.
El cura se incorporó sorpresivamente.
—Yo me tuteo con Dios.
—¿Y qué le dice, Dios, señor cura? —siguió en tono simpático Félix.
—Que el Diablo entra a las casas por la puerta trasera.
—Usted me invitó a pasar por la puerta principal —contestó con dureza exigente Félix.
—Porque no sabía que irías a robarte las hostias de mi templo.
—Señor cura —Félix también se puso de pie aunque carecía de respuesta que no fuese mentira—. Hay que controlarse para hacerse respetar.
—Yo ni me controlo ni me respeto…
—Padre —se acercó Mayalde—. Acuéstese ya. Está cansado.
—Acuéstame tú, muchacha. Desvísteme y arrúllame… Demuestra que me quieres.
Lo dijo como si quisiera transformar la mirada de lobo en mirada de cordero. Félix giró un poco en torno a la silla del comedor, como si ese mueble le diese equilibrio o como si frenase, como una barrera, las ganas de estrellar la silla en la cabeza del cura.
—Señor cura, mídase por favor.
—¿Medirme? —respondió con un gruñido nasal el padre Mazón—. ¿Aquí arriba? ¿En esta soledad? ¿Aquí donde nada crece? ¿Aquí vienes a pedirme que me mida? ¿Alguien se ha medido conmigo? ¿Me entiendes? ¿Qué piensas que es el conocimiento del que te ufanas, estudiante?
—Es lo que ustedes han negado toda la vida —exclamó Félix.
—Te voy a explicar lo único que vale la pena saber —contestó el cura dejando caer los brazos—. Yo vengo de una familia en la que cada miembro dañaba de algún modo a los demás. Luego, arrepentido, cada uno se dañaba a sí mismo.
Miró al estudiante con una intensidad salvaje.
—Cada uno construía su propia cárcel. Cada uno, mi padre, mi madre, sobre todo mis hermanas, nos azotábamos en nuestras recámaras hasta sangrar. Luego, reunidos, cantábamos loas a María, la única mujer sin pecado concebida. ¿Me oyes, señor don sabio universitario? Te hablo de un misterio. Te hablo de la fe. Te digo que la fe es cierta aunque sea absurda.
El cura se tomó de la cabeza como para estabilizar un cuerpo que tendía a trotar.
—La Virgen María, la única mujer dulce, protectora y pura en medio del podrido harén de la Madre Eva. ¡La única!
Mayalde se había retirado a un rincón, como quien se protege de una borrasca que no acaba de agotarse porque sólo anuncia la que sigue. Mazón se volvió a mirarla.
—Además de mujer, india. Raza dañada durante siglos. Por eso la tengo de criada.
Miró con desprecio insultante a Félix.
—Y tú, ladrón de honras, aprende. La vida no es una chamarra.
—Tampoco es una sotana.
—¿Crees que soy un castrado? —murmuró, entre desafiante y dolido, Benito Mazón—. Pregúntale a la niña.
—No sea usted vulgar. Lo que creo es que no hay límite físico para el deseo —replicó Félix Camberos—. Sólo hay límite moral.
—¡Ah, vienes a darme clases de moral! —gritó el cura—. ¿Y mis ganas, qué?
—Contrólese, señor cura —Félix estuvo a punto de abrazar a Mazón.
—¿Crees que no me la vivo luchando contra mi propia maldad, mi bajeza sórdida? —gritó el cura, fuera de sí.
—Yo no lo acuso de nada —Félix se retiró dos pasos—. Respétese a sí mismo.
—Soy un mártir —exclamó con ojos de loco el padre.
3
Ya a solas los dos, esa misma tarde, el cura sentó en sus rodillas a la dócil y burlona Mayalde y le dijo que Dios maldice a los que a sabiendas nos llevan por el camino errado. Le acarició las rodillas.
—Piensa, hija. Te salvé de la tentación y también de la ingratitud. ¿No me dices nada?
—No, padre. No digo nada.
—Sácate de la cabeza las quimeras que te metió ese chico.
—No eran quimeras, padre. Otra cosa me metió Félix, para que se lo sepa.
El cura arrojó a la muchacha lejos de su regazo. Él no se incorporó.
—Olvídalo, nena. Él ya se fue. No te quería. No te liberó de mí.
—Se equivoca, padre. Ahora me siento libre.
—Estate sosiega.
—Usted es un hombre muy triste, padre. Apuesto que la tristeza lo persigue hasta cuando sueña.
—Qué hablantina te has puesto. ¿Te dio lecciones el prófugo?
Mayalde calló. Miró con odio al cura y se sintió manoseada. El padre no tenía a nadie más a quien humillar. ¿Qué le iba a pedir ahora? ¿La humillaría más que antes de la visita de Félix Camberos?
Quizás había una cierta finura en el alma del padre Benito Mazón. No maltrató a Mayalde. Todo lo contrario. Uno sabe que dijo cosas como que pensara bien si la vida con él la favorecía o no.
—¿Quieres bajar conmigo al pueblo? Cuando hace sol, dan ganas de salir de este encierro. Deja que te vista, deja que te arregle. Te trajeo.
—¿Para que no hable, padre?
—Eres la máxima idiota —el cura silbó entre dientes—. No conoces tu propio bienestar. Yo soy un hombre de Dios. Tú eres menos que una criada.
Comenzó a pegarle gritando ¡quimeras, quimeras!
La funda negra del cuerpo parecía una bandera del demonio mientras el padre gritaba ¡hombre de Dios, hombre de Dios! y Mayalde en el suelo no decía palabra, se protegía de los golpes, sabía que al poco rato la furia del cura se iría apagando como el aire de un fuelle viejo y roto, ¿quimeras, quimeras, qué te metió ese chico en la cabeza…?
Y al cabo, ya sin aliento, con la cabeza baja, le diría (uno lo sabe):
—Eres la máxima idiota. Nadie te quiere ver. Sólo yo. Dame las gracias. Desnúdate. ¿A nadie más le has dicho «papacito»?
Cuando apenas dos años después Mayalde bajó de la montaña a avisarle a uno que el padre Benito había muerto accidentalmente cayéndose a un precipicio, a uno no le sorprendió que las facciones y la actitud de la muchacha de dieciocho años hubieran cambiado tanto. A uno le consta que el sacerdote la tenía prisionera después del incidente con el estudiante Félix Camberos. La joven mujer que ahora se acercaba a uno se veía más fuerte, entera, probada, capaz de cualquier cosa. Todo menos una prisionera.
—¿Qué le pasó al señor cura?
—Nada. Un resbalón. Dio un mal paso.
—¿Dónde quieres enterrarlo?
—Allá arriba. En la ceniza. Junto a donde enterraron a Félix Camberos.
Allí están los dos juntos, lado a lado, en una caída abrupta de la montaña que parece empujada hacia el cielo. Desde ese punto se puede ver muy lejos a la ciudad generalmente oculta por la masa volcánica. La ciudad es extensa pero desde aquí apenas se le adivina. Uno puede imaginarla como una conflagración. Aunque en medio de la hoguera, hay un remanso de paz. La contienda urbana se concentra en sí misma y lo olvida a uno si uno se acoge a un rincón apartado, una isla en la multitud.
Descendimos un día, ella y yo, de las faldas del volcán a la gran ciudad que nos esperaba sin rumores, maledicencias, sospechas. Recuerdos, empero, sí.
Ella no podía olvidar y me contagió la memoria.
Desde que me casé con ella al morir el cura, decidí llevármela lejos del pueblecito de la montaña. Dejé de hablar enmascarado por ese «uno» que me mantenía lejos del deseo de hacerla mía. Me convertí en un «yo» empeñado en demostrarle que los usos de la vida no son pecados de los que hay que huir refugiándose en la montaña, que el falso santo se complace humillándose para luego infligirnos su soberbia, que la humildad esconde a veces un gran orgullo y que la fe, la esperanza y la caridad no son cosa del otro mundo. Deben ser realidades de este mundo nuestro.
Por estas cosas, le dije, luchaba Félix Camberos.
No sé muy bien si la bella Mayalde se resignó a abandonar las tumbas vecinas del padre Benito y de Félix el estudiante. Había un sentimiento de culpa fugitiva en su mirada que yo intenté aplacar con mi amor.
Al cabo sólo quedaron estas palabras de mi mujer, dichas años después:
—Todo aquello ocurrió en el funesto año de 1968.
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