4/03/20

La pasajera de primera clase (1969)/Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

La pasajera de primera clase (1969)
Originalmente publicado en el periódico La Prensa (26 de octubre de 1969);
Historias fantásticas
(Buenos Aires: Emecé, 1972, 339 págs.), págs. 337-339.


      En aquella ciudad tropical, modesto emporio al que llegaban ocasionales compradores enviados por compañías tabacaleras, la vida se deslizaba monótonamente. Cuando algún barco fondeaba en el puerto, nuestro cónsul festejaba el acontecimiento con un banquete en el salón morisco del hotel Palmas. El invitado de honor era siempre el capitán, a quien el negrito del consulado llevaba la invitación a bordo, con el ruego que la extendiera a un grupo, elegido por él, de oficiales y pasajeros. Aunque la mesa descollaba por lo magnífica, el calor húmedo volvía desabridos, y hasta sospechosos, los más complicados productos del arte culinario, de modo que únicamente mantenía allí su atractivo la fruta, mejor dicho, la fruta y el alcohol, según lo prueban los testimonios de viajeros que no olvidan un prestigioso vino blanco, ni las expansiones, presuntamente divertidos, que suscitaba. En el curso de uno de esos almuerzos, nuestro cónsul oyó, de los propios labios de la turista —una acaudalada señora, entrada en años, de carácter firme, aspecto desenvuelto y holgada ropa inglesa— la siguiente explicación o historia:
       —Yo viajo en primera clase, pero reconozco sin discusión que hoy todas las ventajas favorecen al pasajero de segunda. Ante todo, el precio del pasaje, que es un capítulo importante. Las comidas, quién lo ignora, salen de la misma cocina, preparadas por los mismos cocineros, para primera y segunda, pero sin duda por la preferencia de la tripulación por las clases populares, los manjares más exquisitos y los más frescos invariablemente se encaminan al comedor de segunda. En cuanto a la referida preferencia por las clases populares, no se llame a engaño, no tiene nada de natural; la inculcaron escritores y periodistas, individuos a los que todo el mundo escucha con incredulidad y desconfianza, pero que a fuerza de tesón a la larga convencen. Como la segunda clase lleva el pasaje completo y la primera va prácticamente vacía, usted casi no encuentra camareros en primera y, por lo mismo, la atención es tan superior en segunda.
       Me creerá si le aseguro que yo no espero nada de la vida; de todos modos me gusta la animación, la gente linda y joven. Y ahora le confiaré un secreto: por más que porfiemos en contra, la belleza y la juventud son la misma cosa; no por nada las viejas como yo, si un muchacho entra en juego, perdemos la cabeza. La gente joven —para volver a esta cuestión de las clases— viaja toda en segunda. En primera, los bailes, cuando los hay, parecen de cadáveres resucitados, que se han echado encima la mejor ropa y todo el alhajero, para celebrar debidamente la noche. Lo más lógico sería que a las doce en punto cada cual se volviera a su tumba, ya medio pulverizado. Es claro que nosotros podemos asistir a las fiestas de segunda, aunque para eso había que prescindir de toda sensibilidad, porque los que viven allá abajo nos miran como si nos creyéramos otras tantas testas coronadas, de visita en los barrios pobres. Los de segunda se presentan, cuando se les da la gana, en primera y nadie, ninguna autoridad, les opone una barrera odiosa, que la sociedad unánimemente descartó, hace algún tiempo. Estas visitas de la gente de segunda son bien recibidas por nosotros, los de primera, que moderamos nuestros agasajos y efusividad para que los ocasionales huéspedes no descubran que los identificamos, en el acto, como de la otra clase —una clase que mientras dura el viaje constituye su más auténtico orgullo— y tomen ofensa. Nos alegran menos con su visita cuando se trata de las incursiones o irrupciones que por lo general ocurren antes del amanecer, verdaderas indiadas en que los invasores empedernidamente se dedican a buscar algún pasajero, ¡a cualquiera de nosotros!, que no cerró bien la puerta de su camarote, o que se demoró afuera, en el bar, en la biblioteca o en el salón de música; le juro, señor, que esos muchachos lo agarran sin mayores miramientos, lo llevan al puente o promenade y lo arrojan por la borda a la negra inmensidad del mar, iluminada por la impasible Luna, como dijo un gran poeta, y poblado por los terroríficos monstruos de nuestra imaginación. Todas las mañanas los pasajeros de primera nos miramos con ojos que están a las claras comentando: “Así que a usted todavía no le ha tocado”. Por decoro nadie menciona a los desaparecidos; también por prudencia, ya que según versiones, tal vez infundadas —hay un agrado truculento en asustarse, en suponer que la organización del adversario es perfecta—, los de segunda mantendrían una red de espías entre nosotros. Como le dije hace un rato, nuestra clase perdió todas las ventajas, incluso las del snobismo (que a semejanza del oro, conserva su valor), pero yo, por algún defecto, a lo mejor incurable en gente de mi edad, no me avengo a convertirme en pasajera de segunda.

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