Álvaro Cepeda Samudio
(Barranquilla, Colombia, 1926 - Nueva York, 1972)
Sabanilla es un pueblo fantasma, de casas abandonadas
Los cuentos de Juana
(Con dibujos de Alejandro Obregón)
(Barranquilla: Aco, 1972, 76 págs.)
Sabanilla es un pueblo fantasma, de casas abandonadas y en ruinas. En mitad del viento que sopla incesante y quema hasta los cardones, se debaten los postigos de las ventanas, los tableros de las puertas atascadas, los barandales precarios, los peldaños de las escalerillas que conducen a las terrazas resquebrajadas, las vigas que sostienen los techos desportillados: toda la madera del pueblo se aferra como puede a los clavos que enflaquecen y se despedazan bajo el peso del salitre y de la misma madera. Por las noches, sobre todo en enero, si se pone mucha atención y el oído está entrenado para pasar sobre el ruido del viento, pueden oírse cómo se desarman las obras de madera: cómo se inclina más una puerta hacia la caída, cómo cede un escalón, cómo se despatarra un caballete, o cómo se va definitivamente al suelo una baranda. Este desbaratarse de Sabanilla no es súbito. El mismo viento que lo desbarata todo parece sustentar las estructuras y complacerse en deshacerlas lentamente, sin prisa, sin afanes, sin estrépito pero sin sosiego. A Juana que nació en Tucson, Sabanilla le recuerda los pueblos fantasmas del oeste, tan pintorescos en las postales y en las películas.
Sabanilla es importante por tres razones: porque aquí tiene Juana una casa; porque aquí está el mar de Juana; y porque a la tía de Lucho se la comieron un día sus propios perros.
La historia es así: Lucila Ariza fue uno de los primeros pobladores de Sabanilla. Se vino de Puerto Colombia a principios del siglo cuando, según sus propias palabras, “los vaporinos convirtieron el pueblo en un burdel”. Lucila Ariza vivía, en Puerto Colombia, en la Loma de la Risota, aislada un poco de la vida del puerto por lo difícil de la subida: un camino casi vertical que su marido había abierto a pico sobre la roca calichosa. Pero con la llegada de las francesas, primero las casetas de madera machiembrada que venía de Noruega y luego los salones de ladrillo y de techo de tejas rojas que traía el tres desde Barranquilla, fueron ascendiendo la loma hasta que «el burdel de Madama Fachola me quedó casi al fondo del patio; sin salir, solo con empinar un poco la cabeza podía ver a las putas monas, albinadas, digo yo, como ranas plataneras, agachadas debajo de los trupillo». Lucilo Ariza metió sus sayas de calicó, sus corpiños de percal y los retratos de San Expedito y del General Herrera, en un mismo baúl de madera labrada que tenía su nombre puesto en la tapa combada, y se vino a Sabanilla.
Un día, para no distraerse porque no era tan bruta como para aburrirse sola, sino tal vez por una inexplicable compulsión maternal, inexplicable en una mujer que como Lucila Ariza no había tenido hijos porque, “uno de los dos está seco”, comenzó lo de los perros. Nunca fue un plan trazado de antemano, no obedeció a una idea preconcebida que tenía su razón y que debía desarrollarse y terminar en algo. No, nada de eso. Simplemente comenzó a ir a Salgar, a Puerto Colombia, a Mallorquín y a robarse los perros. No fue muy difícil porque nadie notaba la falta de los perros flacuchentos y lucios por el sol y el salitre que desaparecían sin ningún ladrido en las primeras horas de la madrugada.
Después, sin mucho interés todavía, algún grupo de pescadores que volvía de las cienagueras le gritaba: “robaperros” y Lucila Ariza corría hacia las lomas, seguida de sus perros.
Cuando el ferrocarril se acabó Lucila Ariza comenzó a pasar trabajos. A su marido lo había espachurrado el tren en la Vuelta del Nisperal y mensualmente le daban en las oficinas de Puerto Colombia un sobre impreso con unos números, un dibujo de una rueda de locomotora y unos billetes dentro. Lucila Ariza tenía ya la mitad del baúl lleno de sobres vacíos. Al principio, mientras quedaban los rieles, todavía le entregaron algunos sobres más. Un día cuando llegó a la estación encontró que estaba cerrada y no había nadie ya de la compañía. Caminando sobre la carrilera, de regreso a Sabanilla, sintió que desaparecía el asomo de desasosiego que le había quitado la sed cuando vio la ventanilla cerrada. Mientras estén los rieles, pensó, tiene que haber tren. Esta idea debió ocurrírsele a las tiendas y a esperar, todos los 30, que abrieran otra vez la ventanilla de la estación en la que le entregaban sus sobres.
Un día, un 30, al desembocar sobre la carrilera se dio cuenta de que se habían llevado los rieles. Las traviesas, desordenadas sobre la vía, se extendían desguarnecidas hasta la loma de Salgar, desde donde se devolvió, ya convencida de que nunca más habría tren. Hasta los clavos cabezones se los llevaron, debió pensar.
Después de este día 30 todo es suposición. Lucho dice que hasta en Salgar se oían los aullidos y que cuando él llegó ya olían. Los encontró muertos a todos. En los rincones del cuarto donde su tía se había encerrado con los perros, dice él que había pedazos de calicó y de percal, como si hubieran desgarrado la saya y el corpiño de Lucila Ariza. Ella no estaba por ninguna parte y el catre, el piso y hasta parte de las paredes parecía lamidos y casi brillaban.
Lucho vive ahora en Sabanilla, en la misma casa de Lucila Ariza; vive solo también y tiene un perro.
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