(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)
Primeros poemas
Summa de Maqroll el Gaviero (Poesía 1948-1970)
[Primeros poemas]
(Barcelona. Seix Barral, 1973, 173 págs.)
La creciente
Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Me levanto y bajo hasta el puente. Recostado en la baranda de metal rojizo, miro pasar el desfile abigarrado. Espero un milagro que nunca viene.
Tras el agua de repente enriquecida con dones fecundísimos se va mi memoria.
Transito los lugares frecuentados por los adoradores del cedro balsámico, recorro perfumes, casas abandonadas, hoteles visitados en la infancia, sucias estaciones de ferrocarril, salas de espera.
Todo llega a la tierra caliente empujado por las aguas del río que sigue creciendo: la alegría de los carboneros, el humo de los alambiques, la canción de las tierras altas, la niebla que exorna los caminos, el vaho que despiden los bueyes, la plena, rosada y prometedora ubre de las vacas.
Voces angustiadas comentan el paso de cadáveres, monturas, animales con la angustia pegada en los ojos.
Los murciélagos que habitan la Cueva del Duende huyen lanzando agudos gritos y van a colgarse a las ramas de los guamos o a prenderse de los troncos de los cámbulos. Los espanta la presencia ineluctable y pasmosa del hediondo barro que inunda su morada. Sin dejar de gritar, solicitan la noche en actitud hierática.
El rumor del agua se apodera del corazón y lo tumba contra el viento. Torna la niñez...
¡Oh juventud pesada como un manto!
La espesa humareda de los años perdidos esconde un puñado de cenizas miserables.
La frescura del viento que anuncia la tarde, pasa velozmente por encima de nosotros y deja su huella opulenta en los árboles de la “cuchilla”.
Llega la noche y el río sigue gimiendo al paso arrollador de su innúmera carga.
El olor a tierra maltratada se apodera de todos los rincones de la casa y las maderas crujen blandamente.
De cuando en cuando, un árbol gigantesco que viajara toda la noche, anuncia su paso al golpear sonoramente contra las piedras. Hace calor y las sábanas se pegan al cuerpo. Con el sueño a cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra.
Tres imágenes
Para Luis Cardoza y Aragón
I
La noche del cuartel fría y señera
vigila a sus hijos prodigiosos.
La arena de los patios se arremolina
y desaparece en el fondo del cielo.
En su pieza el Capitán reza las oraciones
y olvida sus antiguas culpas,
mientras su perro orina
contra la tensa piel de los tambores.
En la sala de armas una golondrina vigila
insomne las aceitadas bayonetas.
Los viejos húsares resucitan para combatir
a la dorada langosta del día.
Una lluvia bienhechora refresca el rostro
del aterido centinela que hace su ronda.
El caracol de la guerra prosigue su arrullo interminable.
II
Esta pieza de hotel donde ha dormido un asesino,
esta familia de acróbatas con una nube azul en las pupilas,
este delicado aparato que fabrica gardenias,
esta oscura mariposa de torpe vuelo,
este rebaño de alces,
han viajado juntos mucho tiempo
y jamás han sido amigos.
Tal vez formen en el cortejo de un sueño inconfesable
o sirvan para conjurar sobre mí
la tersa paz que deslíe los muertos.
III
Una gran flauta de piedra
señala el lugar de los sacrificios.
Entre dos mares tranquilos
una vasta y tierna vegetación de dioses
protege tu voz imponderable
que rompe cristales,
invade los estadios abandonados
y siembra la playa de eucaliptos.
Del polvo que levantan tus ejércitos
nacerá un ebrio planeta coronado de ortigas.
Ángela Gambitzi
I
Sin temor a equivocaciones se puede afirmar de ciertos barcos a los que rodea un agua amarilla de alcoba sin ventilar que sirven para llevar a esta mujer un mensaje de alta sangre un signo de magna pasión como vendaval seco y sin origen y sin embargo, en ellos no habría cabida para tantos días de infancia sin vigilia ni sueño y en los cuales se sembró la memoria de esta hembra magnífica entre blancas baldosas y gorgoteo de aguas y precipitadas angustias. ¡Lepra de una soledad de lloroso centinela que destruye el camino de las hormigas y abandona a lo lejos la eficacia de su guardia para verificar el alcance de las luces que encienden en el bosque las mujeres de los comerciantes!
II
VANGELIO, VANGELIO, VANGELIO,
martes de amargura
cañoneo al puerto de Salónica,
apresuradas carreras en los pasillos del hospital,
asesinato de Archidiácono en las rosadas escaleras
del Altar de Nuestra Señora de las Lanzas.
Mujeres que alzan sus vestidos
para gemir con su sexo desnudo
y la luz de sus nalgas
la eficacia de la Conquista.
El viaje
No sé si en otro lugar he hablado del tren del que fui conductor. De todas maneras, es tan interesante este aspecto de mi vida, que me propongo referir ahora cuáles eran algunas de mis obligaciones en ese oficio y de qué manera las cumplía.
El tren en cuestión salía del páramo el 20 de febrero de cada año y llegaba al lugar de su destino, una pequeña estación de veraneo situada en tierra caliente, entre el 8 y el 12 de noviembre. El recorrido total del tren era de 122 kilómetros, la mayor parte de los cuales los invertía descendiendo por entre brumosas montañas sembradas íntegramente de eucaliptos. (Siempre me ha extrañado que no se construyan violines con la madera de ese perfumado árbol de tan hermosa presencia. Quince años permanecí como conductor del tren y cada vez me sorprendía deliciosamente la riquísima gama de sonidos que despertaba la pequeña locomotora de color rosado, al cruzar los bosques de eucaliptos).
Cuando llegábamos a la tierra templada y comenzaban a aparecer las primeras matas de plátano y los primeros cafetales, el tren aceleraba su marcha y cruzábamos veloces los vastos potreros donde pacían hermosas reses de largos cuernos. El perfume del pasto “yaraguá” nos perseguía entonces hasta llegar al lugarejo donde terminaba la carrilera.
Constaba el tren de cuatro vagones y un furgón, pintados todos de color amarillo canario. No había diferencia alguna de clases entre un vagón y otro, pero cada uno era invariablemente ocupado por determinadas gentes. En el primero iban los ancianos y los ciegos; en el segundo los gitanos, los jóvenes de dudosas costumbres y, de vez en cuando, una viuda de furiosa y postrera adolescencia; en el tercero viajaban los matrimonios burgueses, los sacerdotes y los tratantes de caballos; el cuarto y último había sido escogido por las parejas de enamorados, ya fueran recién casados o se tratara de alocados muchachos que habían huido de sus hogares. Ya para terminar el viaje, comenzaban a oírse en este último coche los tiernos lloriqueos de más de una criatura y, por la noche, acompañadas por el traqueteo adormecedor de los rieles, las madres arrullaban a sus pequeños mientras los jóvenes padres salían a la plataforma para fumar un cigarrillo y comentar las excelencias de sus respectivas compañeras.
La música del cuarto vagón se confunde en mi recuerdo con el ardiente clima de una tierra sembrada de jugosasguanábanas, en donde hermosas mujeres de mirada fija y lento paso escanciaban el guarapo en las noches de fiesta.
Con frecuencia actuaba de sepulturero. Ya fuera un anciano fallecido en forma repentina o se tratara de un celoso joven del segundo vagón envenenado por sus compañeros, una vez sepultado el cadáver permanecíamos allí tres días vigilando el túmulo y orando ante la imagen de Cristóbal Colón, Santo Patrono del tren.
Cuando estallaba un violento drama de celos entre los viajeros del segundo coche o entre los enamorados del cuarto, ordenaba detener el tren y dirimía la disputa. Los amantes reconciliados, o separados para siempre, sufrían los amargos y duros reproches de todos los demás viajeros. No es cualquier cosa permanecer en medio de un páramo helado o de una ardiente llanura donde el sol reverbera hasta agotar los ojos, oyendo las peores indecencias, enterándose de las más vulgares intimidades y descubriendo, como en un espejo de dos caras, tragedias que en nosotros transcurrieron soterradas y silenciosas, denunciando apenas su paso con un temblor en las rodillas o una febril ternura en el pecho.
Los viajes nunca fueron anunciados previamente. Quienes conocían la existencia del tren, se pasaban a vivir a los coches uno o dos meses antes de partir, de tal manera que, a finales de febrero se completaba el pasaje con alguna ruborosa pareja que llegaba acezante o con un gitano de ojos de escupitajo y voz pastosa.
En ocasiones sufríamos, ya en camino, demoras hasta de varias semanas debido a la caída de un viaducto. Días y noches nos atontaba la voz del torrente, en donde se bañaban los viajeros más arriesgados. Una vez reconstruido el paso, continuaba el viaje. Todos dejábamos un ángel feliz de nuestra memoria rondando por la fecunda cascada, cuyo ruido permanecía intacto y, de repente, pasados los años, nos despertaba sobresaltados, en medio de la noche.
Cierto día me enamoré perdidamente de una hermosa muchacha que había quedado viuda durante el viaje. Llegado que hubo el tren a la estación terminal del trayecto me fugué con ella. Después de un penoso viaje nos establecimos a orillas del Gran Río, en donde ejercí por muchos años el oficio de colector de impuestos sobre la pesca del pez púrpura que abunda en esas aguas.
Respecto al tren, supe que había sido abandonado definitivamente y que servía a los ardientes propósitos de los veraneantes. Una tupida maraña de enredaderas y bejucos invade ahora completamente los vagones y los azulejos han fabricado su nido en la locomotora y el furgón.
Programa para una poesía
Terminada la charanga, los músicos recogen adormilados sus instrumentos y aprovechan la última luz de la tarde para ordenar sus papeles.
Antes de perderse en la oscuridad de las calles, algunos espectadores dicen su opinión sobre el concierto. Unos se expresan con deliberada y escrupulosa claridad. Los hay que se refieren al asunto con un fervor juvenil que guardaron cuidadosamente toda la tarde, para hacerlo brillar en ese momento con un fuego de artificio en el crepúsculo. Otros hay que opinan con una terrible certeza y convicción, dejando entrever, sinembargo, en su voz, fragmentos del gran telón de apatía sobre el cual proyectan todos sus gestos, todas sus palabras.
La plaza se queda vacía, inmensa en la oscuridad sin orillas. El agua de una fuente subraya la espera y la ansiedad que con paulatina tersura se van apoderando de todo el ambiente.
A lo lejos comienza a oírse la bárbara música que se acerca. Del fondo más profundo de la noche surge este sonido planetario y rugiente que arranca de lo más hondo del alma las palpitantes raíces de pasiones olvidadas.
Algo comienza.
Programa
Todo está hecho ya. Han sonado todas las músicas posibles. Se han ensayado todos los instrumentos en su mezquino papel de solistas. A la gran noche desordenada y tibia que se nos viene encima hay que recibirla con un canto que tenga mucho de su esencia y que esté tejido con los hilos que se tienden hasta el más delgado filo del día que muere, con los más tensos y largos hilos, con los más antiguos, con los que traen aún consigo, como los alambre del telégrafo cuando llueve el fresco mensaje matinal ya olvidado hace tanto tiempo.
Busquemos las palabras más antiguas, las más frescas y pulidas formas del lenguaje, con ellas debe decirse el último acto. Con ellas diremos el adiós a un mundo que se hunde en el caos definitivo y extraño del futuro.
Pero tiñamos esas palabras cnn la sombra provechosa y magnífica del caos. No del pequeño caos de entrecasa usado hasta ahora para asustar a los poetas niños. No de esas pesadillas ad hoc producidas en serie para tratar ingenuamente de vacunarnos contra el gran desorden venidero.
No. Unjámonos con la desordenada especie en la que nos sumergiremos mañana.
Como los faraones, es preciso tener las más bellas palabras listas en la boca, para que nos acompañen en el viaje por el mundo de las tinieblas. ¿Qué habrían hecho ellos con sus untuosas fórmulas cotidianas en tan terrible y eterno trance? Les hubieran pesado inútilmente retardando la marcha y desvistiéndola de grandeza.
Para prevenir cualquier posibilidad de que esto nos suceda ahora, es bueno poner al desnudo la esencia verdadera de algunos elementos usados hasta hoy con abusiva confianza y encerrados para ello en ingenuas recetas que se repiten por los mercados.
La muerte
No inventemos sus aguas. Ni intentemos adivinar torpemente sus cauces deliciosos, sus escondidos remansos. De nada vale hacerse el familiar con ella. Volvámosla a su antigua y verdadera presencia. Venerémosla con las oraciones de antaño y volverán a conocerse sus rutas complicadas, tornará a encantarnos su espesa maraña de ciudades ciegas en donde el silencio desarrolla su líquida especia. Las grandes aves harán de nuevo presencia sobre nuestras cabezas y sus sombras fugaces apagarán suavemente nuestros ojos. Desnudo el rostro, ceñida la piel a los huesos elementales que sostuvieron las facciones, la confianza en la muerte volverá para alegrar nuestros días.
El odio
De todas las vendas con las cuales hemos tratado de curar sus heridas hagamos un sucio montón a nuestro lado. Que vibren los labios desnudos de la llaga al sol purificador del mediodía. Que los vientos desgarren la piel y se lleven pedazos de nuestro ser en su desordenado viaje por las extensiones. Sembremos la alta flor palpitante del odio. Arrojemos a los cuatro vientos su semilla. Con la cosecha en los brazos entraremos por las primeras puertas de blancos soportales.
No más falsificaciones del odio: el odio a la injusticia, el odio a los hombres, el odio a las formas, el odio a la libertad, no nos han dejado ver la gran máscara purificadora del odio verdadero, del odio que sella los dientes y deja los ojos fijos en la nada, a donde iremos a perdernos algún día. El dará las mejores voces para el canto, las palabras que servirán para sostener en lo más alto su arquitectura permanente.
El hombre
De su torpeza esencial, de sus gestos vanos y gastados, de sus deseos equívocos y tenaces, de su “a ninguna parte”, de su clausurado anhelo de comunicarse, de sus continuos y risibles viajes, de su levantar los hombros como un simio hambriento, de su risa convencional y temerosa, de su paupérrima letanía de pasiones, de sus saltos preparados y sin riesgo, de sus entrañas tibias y estériles, de toda esta pequeña armonía de entre casa, debe hacer el canto su motivo principal.
No temáis el esfuerzo. A través de los siglos hay quienes lo han logrado hermosamente. No importa perderse por ello, tornarse extraño, separarse del camino y sentarse a mirar pasar la tropa con un espeso alcohol en la mirada. No importa.
Las bestias
Cread las bestias! Inventad su historia. Afilad sus grandes garras. Acerad sus picos curvados y tenaces. Dadles un itinerario calculado y seguro.
¡Ay de quienes no guardan un bestiario para enriquecer determinados momentos y para que nos sirva de compañía en el futuro!
Extendamos el dominio de las bestias. Que comiencen a entrar en las ciudades, que hagan su refugio en los edificios bombardeados, en las alcantarillas reventadas, en las torres inútiles que conmemoran fechas olvidadas. Entremos al reino de las bestias. De su prestigio depende nuestra vida. Ellas abrirán nuestras mejores heridas.
Los viajes
Es menester lanzarnos al descubrimiento de nuevas ciudades. Generosas razas nos esperan. Los pigmeos meticulosos. Los grasientos y lampiños indios de la selva, asexuados y blandos como las serpientes de los pantanos. Los habitantes de las más altas mesetas del mundo, asombrados ante el temblor de la nieve. Los débiles habitantes de las heladas extensiones. Los conductores de rebaños. Los que viven en mitad del mar desde hace siglos y que nadie conoce porque siempre viajan en dirección contraria a la nuestra. De ellos depende la última gota de esplendor.
Faltan aún por descubrir importantes sitios de la Tierra: los grandes tubos por donde respira el océano, las playas en donde mueren los ríos que van a ninguna parte, los bosques en donde nace la madera de que está hecha la garganta de los grillos, el sitio en donde van a morir las mariposas oscuras de grandes alas lanudas con el color acre de la hierba seca del pecado.
Buscar e inventar de nuevo. Aún queda tiempo. Bien poco, es cierto, pero es menester aprovecharlo.
El deseo
Hay que inventar una nueva soledad para el deseo. Una vasta soledad de delgadas orillas en donde se extienda a sus anchas el ronco sonido del deseo. Abramos de nuevo todas las venas del placer. Que salten los altos surtidores no importa hacia dónde. Nada se ha hecho aún. Cuando teníamos algo andado, alguien se detuvo en el camino para ordenar sus vestiduras y todos se detuvieron tras él. Sigamos la marcha. Hay cauces secos en donde pueden viajar aún aguas magníficas.
Recordad las bestias de que hablábamos. Ellas pueden ayudarnos antes de que sea tarde y torne la charanga a enturbiar el cielo con su música estridente.
Fin
El pito sordo de un tren que cruza por regiones nocturnas. El humo lento de las fábricas que sube hasta el cielo color manzana. Las primeras luces que enfrían extrañamente las calles. La hora cuando se desea caminar hasta caer rendido al borde de la noche. El viajero soñoliento en busca de un hotel barato. Los golpes de las ventanas que se cierran con un ruido de cristales retenidos por la pasta oleosa del verano. Un grito que se ahoga en la garganta dejando un sabor amargo en la boca muy semejante al de la ira o el intenso deseo. Los tableros de la clase con palabras obscenas que borrarán las sombras. Toda esta cáscara vaga del mundo ahoga la música que desde el fondo profundo de la noche parecía acercarse para sumergirnos en su poderosa materia.
Nada ocurre.
(1952)
No hay comentarios:
Publicar un comentario