4/02/20

Los emisarios/Álvaro Mutis

Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


Los emisarios
(México: Fondo de Cultura Económica [Tierra Firme], 1984, 117 págs.)


Los Emisores que tocan a tu puerta,
tú mismo los llamaste y no lo sabes.
      AlMutamarIbn al Farsi
       Poeta sufí de Córdoba
       (1118-1196)


Para Alistair Reid

Razón del extraviado

Vengo del norte,
donde forjan el hierro, trabajan las rejas,
hacen las cerraduras, los arados,
las armas incansables,
donde las grandes pieles de oso
cubren paredes y lechos,
donde la leche espera la señal de los astros,
del norte donde toda voz es una orden,
donde los trineos se detienen
bajo el cielo sin sombra de tormenta.
Voy hacia el este,
hacia los más tibios cauces
de la arcilla y el limo,
hacia el insomnio vegetal y paciente
que alimentan las lluvias sin medida;
hacia los esteros voy, hacia el delta
donde la luz descansa absorta
en las magnolias de la muerte
y el calor inaugura vastas regiones
donde los frutos se descomponen
en una densa siesta
mecida por los élitros
de insectos incansables.
Y, sin embargo, aún me inclinaría
por las tiendas de piel, la parca arena,
por el frío reptando entre las dunas
donde canta el cristal
su atónita agonía
que arrastra el viento
entre túmulos y signos
y desvía el rumbo de las caravanas.
Vine del norte,
el hielo canceló los laberintos
donde el acero cumple
la señal de su aventura.
Hablo del viaje, no de sus etapas.
En el este la luna vela
sobre el clima que mis llagas
solicitan como alivio
de un espanto tenaz y sin remedio.


Hija eres de los Lágidas

Hija eres de los Lágidas.
Lo proclaman la submarina definición de tu rostro,
tu piel salpicada por el mar en las escolleras,
tu andar por la alcoba
llevando la desnudez como un manto que te fuera debido.
En tus manos también está esa señal de poder,
ese aire que las sirve y obedece
cuando defines las cosas y les indicas su lugar en el mundo.
En un recodo de los años,
de nuevo, intacto,
sin haber rozado siquiera
las arenas del tiempo,
ese aroma que escoltaba tu juventud
y te señalaba ya como auténtica heredera
del linaje de los Lágidas.
Me pregunto cómo has hecho
para vencer el cotidiano uso
del tiempo y de la muerte.
Tal vez éste sea el signo cierto
de tu origen, de tu condición de heredera
del fugaz Reino del Delta.
Cuando mis brazos se alcen
para recibir a la muerte
tú estarás allí, de nuevo, intacta,
haciendo más fácil el tránsito,
porque así serás siempre,
porque hija eres del linaje de los Lágidas.


Cádiz

Para María Paz y Manolo

Después de tanto tiempo, vastas edades,
siglos, migraciones allí sorprendidas
frente al vocerío de las aguas sin límite
y asentadas en su espera
hasta confundirse con el polvo calcáreo,
v hasta no dejar otra huella que sus muertos
vestidos con abigarrados ornamentos
de origen incierto, escarabajos egipcios,
pomos con ungüentos fenicios,
armas de la Hélade, coronas etruscas,
después de todo esto y mucho más
transfigurado en la substancia misma
que el sol trabaja sin descanso
después de tales cosas, la piedra
ha venido a ser una presencia
de albas porosidades, laberintos minúsculos,
ruinas de minuciosa pequeñez,
de brevedad sin término,
y así las paredes, los patios, las murallas,
los más secretos rincones, el aire mismo
en su labrada transparencia también
horadado por el tiempo, la luz y sus criaturas.
Y llego a este lugar y sé que desde siempre
ha sido el centro intocado del que manan
mis sueños, la absorta savia
de mis más secretos territorios,
reinos que recorro, solitario destejedor
de sus misterios, señor de la luz que los devora,
herencia sobre la cual los hombres
no tienen ni la más leve noticia,
ni la menor parcela de dominio.
Y en el patio donde jugaron mis abuelos,
con su pozo modesto y sus altos muros
labrados como madréporas sin edad,
en la casa de la calle de Capuchinos
me ha sido revelada de nuevo y para siempre
la oculta cifra de mi nombre,
el secreto de mi sangre, la voz de los míos.
Yo nombro ahora este puerto que el sol
y la sal edificaron para ganarle al tiempo
una extensa porción de sus comarcas
y digo Cádiz para poner en regla mi vigilia
para que nada ni nadie intente en vano
desheredarme una vez más de lo que ha sido
“el reino que estaba para mí”.


Funeral in Viana

In memoriam Ernesto Volkening

Hoy entierran en la iglesia de Santa María de Viana
a César, Duque de Valentinois. Preside el duelo
su cuñado Juan de Albret, Rey de Navarra.
En el estrecho ámbito de la iglesia
de altas naves de un gótico tardío,
se amontonan prelados y hombres de armas.
Un olor a cirio, a rancio sudor, a correajes
y arreos de milicia, flota denso en la lluviosa
madrugada. Las voces de los monjes llegan
desde el coro con una cristalina serenidad sin tiempo:

Parce mihi, Dómine;
Nihil enim sunt dies mei.
¿Qui est homo, quia magníficas eum?
¿Aut quid appónis erga eum cor tuum?

César yace en actitud de leve asombro,
Chocan las armas y las espuelas en las losas del piso,
se acomoda una silla con un apagado chirrido
de madera contra el mármol, una tos contenida
por el guante ceremonial de un caballero.
Cómo sorprende este silencio militar y dolorido
ante la muerte de quien siempre vivió
entre la algarabía de los campamentos,
el estruendo de las batallas y las músicas
y risas de las fiestas romanas. Inconcebible
que calle esa voz, casi femenina, que con el acento
recio y pedregoso de su habla catalana,
ordenaba la ejecución de prisioneros,
recitaba largas tiradas de Horacio
con un aire de fiebre y sueño o murmuraba
al oído de las damas una propuesta bestial.
Qué mala cita le vino a dar la muerte a César,
Duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI
Pontífice romano y de Donna Vanozza Cattanei.
Huyendo de la prisión de Medina del Campo
había llegado a Pamplona para hacer fuerte
a su cuñado contra Fernando de Aragón.
En el palacio de los Albret, en la capital de Navarra,
se encargó de dirigir la marcha de los ejércitos,
el reclutamiento y pago de mercenarios,
la misión de los espías y la toma de las plazas fuertes.
No estaba la muerte en sus planes.
La suya, al menos. A los treinta y dos años
muy otras eran sus preocupaciones y vigilias.
Frente a Viana acamparon las tropas de Navarra.
Los aragoneses comenzaban a mostrar desaliento.
Sin razón aparente, sin motivo ni fin explicables,
el Duque salió al amanecer, en plena lluvia,
hacia las avanzadas. Le siguió su paje Juanito Grasica.
En un recodo perdió de vista a César.
Una veintena de soldados del Duque de Beaumont,
aliado de Fernando, cayó sobre el de Valentinois;
la lluvia les había permitido acercarse.
El sólo pudo verlos cuando ya los tenía encima.
Entre los presentes en la iglesia de Santa María,
persiste aún la extrañeza y el asombro
ante muerte tan ajena a los astutos designios de César.
Los oficiantes oran ante el altar y el coro responde:


Deus cui propius est miseréri,
semper et párcere, te súpplices
exorámus pro ánima fámuli tui
quam hódie de hoc século migráre jussisti.

Los altos muros de piedra, las delgadas columnas
reunidas en haces que van a perderse
en la obscuridad de la bóveda, dan al canto
una desnudez reveladora, una insoslayable evidencia.
Sólo Dios escucha, decide y concede.
Todos los presentes parecen esfumarse
ante las palabras con las que César, por boca
de los oficiantes, implora al Altísimo un don
que en vida le hubiera sido inconcebible: la misericordia.
El perdón de sus errores y extravíos, no fue asunto
para ocupar ni el más efímero instante de sus días.
Sin sosiego los días de César, Duque de Valentinois,
Duque de Romaña, Señor de Urbino.
¿De qué fuente secreta manaba la ebria energía
de sus pasiones y la helada parsimonia de sus gestos?
Los hombres habían comenzado a tejer la leyenda
de su vida sin esperar a su muerte. Algo de esto
llegó alguna vez a sus oídos. No se marcó
el más leve interés en sus facciones.
Una humedad canina se demora dentro de la iglesia
y entumece los miembros de los asistentes.
El desnudo acero de las espadas
y de las alabardas en alto, despide una luz pálida,
un nimbo impersonal y helado. Los arreos de guerra
exhalan un agrio vaho de resignado cansancio.

Réquiem aeterna dona eis Dómine:
et lux perpétua lúceat eis.
In memoria aeterna erit justus:
ab auditione mala non timébit.

El Rey Juan de Navarra mira absorto
las yertas facciones de su cuñado
por las que cruza, en inciertas ráfagas,
la luz de los cirios. Vuelven a su memoria
los consejos que días antes le daba César
para vencer las fortificaciones aragonesas;
la precisión de su lenguaje, la concisa sabiduría
de su experiencia, la severa moderación de sus gestos,
tan ajenas al febril desorden de su rostro
en las interminables orgías de la corte papal.
Hoy cuelgan a Ximenes García de Agredo,
el hombre que lo derribó del caballo con su lanza.
Su rostro conserva todavía el pavor
ante la felina y desesperada defensa del Duque.
Ya en el suelo y a tiempo que lo acribillaban
las lanzas de sus agresores, aún tuvo alientos
para increparlos: “¡No sou prous, malparits!”.
Hoy parte Juanito Grasica para llevar la noticia
a la corte de Ferrara. Imposible imaginar el dolor
de Donna Lucrezia. Se amaban sin medida.
Desde niños, comentaba César en días pasados
al recibir en Pamplona un recado de su hermana.
Termina el oficio de difuntos. El cortejo
va en silencio hacia el altar mayor,
donde será el sepelio. Gente del Duque
cierra el féretro y lo lleva en hombros
al lugar de su descanso.
Juan de Albret y su séquito asisten
al descenso a tierra sagrada de quien en vida
fue soldado excepcional, señor prudente y justo
en sus estados, amigo de Leonardo da Vinci,
ejecutor impávido de quienes cruzaron su camino,
insaciable abrevador de sus sentidos
y lector asiduo de los poetas latinos:
César, Duque de Valentinois, Duque de Romaña,
Gonfaloniero Mayor de la Iglesia,
digno vástago de los Borja, Milá y Montcada,
nobles señores que movieron pendón
en las marcas de Cataluña y de Valencia
y augustos prelados al servicio de la Corte de Roma.
Dios se apiade de su alma.


La visita del Gaviero

Para Gilberto Aceves Navarro


      Su aspecto había cambiado por completo. No que se viera más viejo, más trabajado por el paso de los años y el furor de los climas que frecuentaba. No había sido tan largo el tiempo de su ausencia. Era otra cosa. Algo que se traicionaba en su mirada, entre oblicua y cansada. Algo en sus hombros carentes ahora de toda movilidad de expresión y que se mantenían rígidos como si ya no tuvieran que sobrellevar el peso de la vida, el estímulo de sus dichas y miserias. La voz apagada tenía un tono aterciopelado y neutro. Era la voz del que habla porque le sería insoportable el silencio de los otros.
       Llevó una mecedora al corredor que miraba a los cafetales de la orilla del río y se sentó en ella con una actitud de espera, como si la brisa nocturna, que no tardaría en venir, pudiera traer un alivio a su profunda pero indeterminada desventura. La corriente de las aguas al chocar contra las grandes piedras acompañó a lo lejos sus palabras, agregando una opaca alegría al repasar monótono de sus asuntos, siempre los mismos, pero ahora inmersos en la indiferente e insípida cantilena que traicionaba su presente condición de vencido sin remedio, de rehén de la nada.
       “Vendí ropa de mujer en el vado del Guásimo. Por allí cruzaban los días de fiesta las hembras del páramo y como tenían que pasar el río a pie y se mojaban las ropas a pesar de que trataran de arremangárselas hasta la cintura, algo acababan comprándome para no entrar al pueblo en esas condiciones.
       “En otros años, ese desfile de muslos morenos y recios, de nalgas rotundas y firmes y de vientres como pecho de paloma, me hubiera llevado muy pronto a un delirio insoportable. Abandoné el lugar cuando un hermano celoso se me vino encima con el machete en alto, creyendo que me insinuaba con una sonriente muchacha de ojos verdes, a la que le estaba midiendo una saya de percal floreado. Ello lo detuvo a tiempo. Un repentino fastidio me llevó a liquidar la mercancía en pocas horas y me alejé de allí para siempre.
       “Fue entonces cuando viví unos meses en el vagón de tren que abandonaron en la vía que, al fin, no se construyó. Alguna vez le hablé de eso, Además, no tiene importancia.
       “Bajé, luego, a los puertos y me enrolé en un carguero que hacía cabotaje en parajes de niebla y frío sin clemencia. Para pasar el tiempo y distraer el tedio, descendía al cuarto de máquinas y narraba a los fogoneros la historia de los últimos cuatro grandes Duques de Borgoña. Tenía que hacerlo a gritos por causa del rugido de las calderas y el estruendo de las bielas. Me pedían siempre que les repitiera la muerte de Juan sin Miedo a manos de la gente del de Orléans en el puente de Montereau y las fiestas de la boda de Carlos el Temerario con Margarita de York. Acabé por no hacer cosa distinta durante las interminables travesías por entre brumas y grandes bloques de hielo. El capitán se olvidó de mi existencia hasta cuando, un día, el contramaestre le fue con el cuento de que no dejaba trabajar a los fogoneros y les llenaba la cabeza con historias de magnicidios y atentados inauditos. Me había sorprendido contando el fin del último Duque en Nancy y vaya uno a saber lo que el pobre llegó a imaginarse. Me dejaron en un puerto del Escalda, sin otros bienes que mis remendados harapos y un inventario de los túmulos anónimos que hay en los cementerios del Alto Roquedal de San Lázaro.
       “Organicé por entonces una jornada de predicaciones y aleluyas a la salida de las refinerías del Río Mayor. Anunciaba el advenimiento de un nuevo reino de Dios en el cual se haría un estricto y minucioso intercambio de pecados y penitencias en forma tal que, a cada hora del día o de la noche, nos podría aguardar una sorpresa inconcebible o una dicha tan breve como intensa. las que se resumía lo esencial de la doctrina en cuestión. Ya las he olvidado casi todas aunque en sueños recuerdo, a veces tres invocaciones:
riel de la vida suelta tu escama
ojo de agua recoge las sombras
ángel del cieno corta tus alas

      “A menudo me vienen dudas sobre si en verdad estas sentencias formaron parte de la tal letanía o si más bien nacen de alguno de mis fúnebres sueños recurrentes. Ya no es hora de averiguarlo ni es cosa que me interese”.
       Suspendió El Gaviero en forma abrupta el relato de sus cada vez más precarias andanzas y se lanzó a un largo monólogo, descosido y sin aparente propósito, pero que recuerdo con penosa fidelidad y un vago fastidio de origen indeterminado. Continuó:
       “Porque, al fin de cuentas todos estos oficios, encuentros y regiones han dejado de ser la verdadera substancia de mi vida. A tal punto que no sé cuáles nacieron de mi imaginación y cuáles pertenecen a una experiencia verdadera. Merced a ellos, por su intermedio, trato, en vano, de escapar de algunas obsesiones, éstas sí reales, permanentes y ciertas, que tejen la trama última, el destino evidente de mi andar por el mundo. No es fácil aislarlas y darles nombre, pero serían, más o menos, esto:
       “Transar por una felicidad semejante a la de ciertos días de la infancia, a cambio de una consentida brevedad de la vida.
       “Prolongar la soledad sin temor al encuentro con lo que en verdad somos, con el que dialoga con nosotros y siempre se esconde para no hundirnos en un terror sin salida.
       “Saber que nadie escucha a nadie. Nadie sabe nada de nadie. Que la palabra, ya, en sí, es un engaño, una trampa que encubre, disfraza y sepulta el edificio de nuestros sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo incomunicable.
       “Aprender, sobre todo, a desconfiar de la memoria. Lo que creemos recordar es por completo ajeno y diferente a lo que en verdad sucedió. Cuántos momentos de un irritante y penoso hastío nos los devuelve la memoria, años después, como episodios de una espléndida felicidad. La nostalgia es la mentira gracias a la cual nos acercamos más pronto a la muerte. Vivir sin recordar sería, tal vez, el secreto de los dioses.
       “Cuando relato mis trashumancias, mis caídas, mis delirios lelos y mis secretas orgías, lo hago únicamente para detener, ya casi en el aire, dos o tres gritos bestiales, desgarrados gruñidos de caverna con los que podría más eficazmente decir lo que en verdad siento y lo que soy. Pero, en fin, me estoy perdiendo en divagaciones y no es a esto a lo que vine”.
       Sus ojos adquirieron una fijeza de plomo como si se detuvieran en un espeso muro de proporciones colosales. Su labio inferior temblaba ligeramente. Cruzó los brazos sobre el pecho y comenzó a mecerse lentamente, como si quisiera hacerlo a ritmo con el rumor del río. Un olor a barro fresco, a vegetales macerados, a savia en descomposición, nos indicó que llegaba la creciente.
       El Gaviero guardó silencio por un buen rato, hasta cuando cayó la noche con esa vertiginosa tiniebla con la que irrumpe en los trópicos. Unas luciérnagas impávidas danzaban en el tibio silencio de los cafetales. Comenzó a hablar de nuevo y se perdió en otra divagación cuyo sentido se me iba escapando a medida que se internaba en las más oscuras zonas de su intimidad. De pronto comenzó de nuevo a traer asuntos de su pasado y volví a tomar el hilo de su monólogo:
       “He tenido pocas sorpresas en la vida -decía y ninguna de ellas merece ser contada, pero, para mí, cada una tiene la fúnebre energía de una campanada de catástrofe. Una mañana me encontré, mientras me vestía en el sopor ardiente de un puerto del río, en el cubículo destartalado de un burdel de mala muerte, con una fotografía de mi padre colgada en la pared de madera. Aparecía en una mecedora de mimbre, en el vestíbulo de un blanco hotel del Caribe. Mi madre la tenía siempre en su mesa de noche y la conservó en el mismo lugar durante su larga viudez. ¿Quién es?, pregunté a la mujer con la que había pasado la noche y a quien sólo hasta ahora podía ver en todo el desastrado desorden de sus carnes y la bestialidad de sus facciones. Es mi padre contestó con penosa sonrisa que descubría su boca desdentada, mientras se tapaba la obesa desnudez con una sábana mojada de sudor y miseria. No lo conocí jamás, pero mi madre, que también trabajaba aquí, lo recordaba mucho y hasta guardó algunas cartas suyas como si fueran a mantenerla siempre joven. Terminé de vestirme y me perdí en la ancha calle de tierra, taladrada por el sol y la algarabía de radios, cubiertos y platos de los cafés y cantinas que comenzaban a llenarse con su habitual clientela de choferes, ganaderos y soldados de la base aérea. Pensé con desmayada tristeza que ésa había sido, precisamente, la esquina de la vida que no hubiera querido doblar nunca. Mala suerte.
       “En otra ocasión fui a parar a un hospital de la amazonía, para cuidarme un ataque de malaria que me estaba dejando sin fuerzas y me mantenía en un constante delirio. El calor, en la noche, era insoportable pero, al mismo tiempo, me sacaba de esos remolinos de vértigo en los que una frase idiota o el tono de una voz ya imposible de identificar, eran el centro alrededor del cual giraba la fiebre hasta hacerme doler todos los huesos. A mi lado, un comerciante picado por la araña pudridora se abanicaba la negra pústula que invadía todo su costado izquierdo. Ya se me va a secar comentaba con voz alegre, ya se me va a secar y saldré muy pronto para cerrar la operación. Voy a ser tan rico que nunca más me acordaré de esta cama de hospital ni de esta selva de mierda, buena sólo para micos y caimanes. El negocio de marras consistía al parecer en un complicado canje de repuestos para los hidroplanos que comunicaban la zona, por licencias preferenciales de importación pertenecientes al ejército, libres de aduana y de impuestos. Al menos eso es lo que torpemente recuerdo, porque el hombre se detenía, la noche entera, en los más nimios detalles del negocio y éstos, uno a uno, se iban integrando a la vorágine de mis crisis de malaria. Al alba, finalmente, lograba dormir, pero siempre en medio de un cerco de dolor pánico que me acompañaba hasta avanzada la noche. Mire, aquí están los papeles. Se van a joder todos. Ya lo verá. Mañana salgo; sin falta. Esto me dijo una noche y lo repitió con insistencia feroz mientras blandía un puñado de papeles de color azul y rosa, llenos de sellos y con la leyendas en tres idiomas. Lo último que le escuché, antes de caer en un largo trance de fiebre, fue: ¡Ay qué descanso, qué dicha. Se acabó esta mierda! Me desperté al estruendo de un disparo que sonó como si fuera el fin del mundo. Volví a mirar a mi vecino: su cabeza deshecha por el balazo temblaba aún con la fofa consistencia de un fruto en descomposición. Me trasladaron a otra sala y allí estuve entre la vida y la muerte hasta la estación de las lluvias cuya brisa fresca me trajo de nuevo a la vida.
       “No sé por qué estoy contando estas cosas. En realidad vine para dejar con usted estos papeles. Ya verá qué hace con ellos si no volvemos a vernos. Son algunas cartas de mi juventud, unas boletas de empeño y los borradores del libro que ya no terminaré. Es una investigación sobre los motivos ocultos que tuvo César Borgia, Duque de Valentinois, para acudir a la corte de su cuñado el Rey de Navarra y apoyarlo en la lucha contra el Rey de Aragón y de cómo murió en la emboscada que unos soldados le hicieron, al amanecer, en las afueras de Viana. En el fondo de esta historia hay meandros y zonas oscuras que creía hace muchos años, dignos de esclarecer. También le dejo una cruz de hierro que encontré en un osario de Almogávares levantado en el jardín de una mezquita abandonada en los suburbios de Anatolia. Me ha traído siempre mucha suerte pero creo que ya llegó el tiempo de andar sin ella. También quedan con usted las cuentas y comprobantes, pruebas de mi inocencia en el asunto de la fábrica de explosivos que tuve en las minas del Sereno. Con su producto nos íbamos a retirar a Madeira la médium húngara que entonces era mi compañera y un socio paraguayo. Ellos huyeron con todo y sobre mí cayó la responsabilidad de entregar cuentas. El asunto está ya prescrito hace muchos años, pero cierto prurito de orden me ha obligado a guardar estos recibos que ya tampoco quiero cargar conmigo.
       “Bueno, ahora me despido. Bajo para llevar un planchón vacío hasta la Ciénaga del Mártir y, si río abajo consigo algunos pasajeros, reuniré algún dinero para embarcarme de nuevo”.
       Se puso de pie y me extendió la mano con ese gesto, entre ceremonial y militar, que era tan suyo. Antes de que pudiera insistirle en que se quedara a pasar la noche y a la mañana siguiente emprendiera el descenso hasta el río, se perdió por los cafetales silbando entre dientes una vieja canción, bastante cursi, que había encantado nuestra juventud. Me quedé repasando sus papeles y en ellos encontré no pocas huellas de la vida del Gaviero, sobre las cuales jamás había hecho mención. En eso estaba cuando oí, allá abajo, el retumbar de sus pisadas sobre el puente que cruza el río y el eco de las mismas en el techo de cinc que lo protege. Sentí su ausencia y empecé a recordar su voz y sus gestos cuyo cambio tan evidente había percibido y que ahora me volvían como el aviso aciago de que jamás lo vería de nuevo.


Una calle de Córdoba

Para Leticia y Luis Feduchi

En una calle de Córdoba, una calle como tantas, con sus tiendas de postales y
artículos para turistas,
una heladería y dos bares con mesas en la acera y en el interior chillones
carteles de toros,
una calle con sus hondos zaguanes que desembocan en floridos jardines con su
fuente de azulejos
y sus jaulas de pájaros que callan abrumados por el bochorno de la siesta,
uno que otro portón con su escudo de piedra y los borrosos signos de una
abolida grandeza;
en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o quizá nunca supe,
a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria sombra de la vereda.
Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una tienda vecina las
hermosas chilabas que regresan
después de cinco siglos para perpetuar la fresca delicia de la medina en los
tiempos de AlAndaluz,
en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de Cartagena de Indias, de
Antigua, de Santo Domingo o de la derruida Santa María del Darién,
aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la ebria certeza de estar en
España.
En España, a donde tantas veces he venido a buscar este instante, esta
devastadora epifanía,
sucede el milagro y me interno lentamente en la felicidad sin término
rodeado de aromas, recuerdos, batallas, lamentos, pasiones sin salida,
por todos esos rostros, voces, airados reclamos, tiernos, dolientes ensalmos;
no sé cómo decirlo, es tan difícil.
Es la España de AbulHassan AlHusri, “El Ciego”, la del bachiller
Sansón Carrasco,
la del príncipe Don Felipe, primogénito del César, que desembarca en Inglaterra
todo vestido de blanco,
para tomar en matrimonio a María Tudor, su tía, y deslumbrar con sus maneras y
elegancia a la corte inglesa,
la del joven oficial de albo coleto que parece pedir silencio en Las lanzas de
Velázquez;
la España, en fin, de mi imposible amor por la Infanta Catalina Micaela, que
con estrábico asombro
me mira desde su retrato en el Museo del Prado,
la España del chofer que hace poco nos decía: “El peligro está donde está
el cuerpo”.
Pero no es sólo esto, hay mucho más que se me escapa.
Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando,
esta certeza que ahora me invade como una repentina temperatura, como un sordo
golpe en la garganta,
aquí en esta calle de Córdoba, recostado en la precaria mesa de latón mientras
saboreo el jerez
que como un ser vivo expande en mi pecho su calor generoso, su suave vértigo
estival.
Aquí, en España, cómo explicarlo si depende de las palabras y éstas no son
bastantes para conseguirlo.
Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un instante de espléndido
desorden,
que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Córdoba,
quizá porque ayer oré en el Mihrab de la Mezquita, pidiendo una señal que me
entregase, así, sin motivo ni mérito alguno,
la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en los interminables
olivares quemados al sol,
en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades, los pueblos, los
caminos, en España, en fin,
estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde todo se cumpliría para

con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias, del olvido y del
turbio comercio de los hombres.
Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como tantas otras, con sus tiendas
para turistas, su heladería, sus bares, sus portalones historiados,
en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así, de pronto, como cosa de
todos los días,
como un trueque del azar que le pago gozoso con las más negras horas de miedo y
mentira,
de servil aceptación y de resignada desesperanza,
que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de mi vida.
Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital de los Omeyas pavimentada
por los romanos,
en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de catorce jardines y una alcoba
regia para albergar a los reyes nuestros señores.
Concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden.
Al terminar este jerez continuaremos el camino en busca de la pequeña sinagoga
en donde meditó Maimónides
y seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el mismo pero rescatado y
dueño, desde hoy, de un lugar sobre la tierra.


El Novgorod la Grande

En el Monasterio del Diezmo, en Novgorod la Grande,
la muy santa, la tres veces bendita capital de Rúrik,
vive, en la oscura celda que por cerca de un siglo
ha presenciado sus mortificaciones y cilicios,
la que se hace llamar “muy humilde pecadora María Mihailovna”.
La dorada leyenda que narra sus visiones,
sus asombrosas profecías y sus hechos milagrosos,
menciona que su edad pasó hace mucho los cien años
y que despide un suave perfume
a pesar de las llagas sin sosiego
y de los sucios harapos que cubren su cuerpo
no tocado por el agua desde los tiempos del hambre en Kazán.

Largas peregrinaciones guiadas por los “hombres de Dios”
visitan el Monasterio del Diezmo, en la antigua capital
de la Santa Rusia, para recibir la bendición
y escuchar las revelaciones de la venerable María Mihailovna,
grata a los santos y escogida por la Trinidad Sacrosanta.
El día de Navidad del año de 1916,
después de una intensa nevada que sepultó la ciudad
bajo un espeso y soñoliento manto de nieve,
el tren imperial se detuvo en la estación.
Una sotnia de cosacos escolta el flamante desfile
de funcionarios en uniforme de gran gala,
de oficiales del regimiento Preobrajenski de la Guardia Imperial
con sus corazas relucientes y sus altas botas charoladas
y damas de la vieja nobleza ataviadas
con las joyas de sus antepasados.

Los archidiáconos, diáconos y monjes
de la capilla de TzarskoiéTseló, con sus amplias
dalmáticas bordadas de oro, plata y piedras preciosas,
entonan el Hospody pomilui de la liturgia ortodoxa,
en melodioso ronroneo sostenido por los bajos
y subrayado, de pronto, por la cristalina voz del tenor.
Un aroma de incienso, nieve seca y ceniza sube
hacia las blancas murallas del monasterio fortaleza
que se destaca en la transparente mañana invernal
como una celeste fábrica de las Dominaciones.
El Monasterio del Diezmo levantado por los descendientes
de Rúrik en acción de gracias por la victoria
contra el tártaro infiel, profanador
de la santa tierra bendecida por los apóstoles.
En la tiniebla de su celda de techo bajo
y espesas arquerías ahumadas por las oraciones y los siglos,
la “muy humilde pecadora María Mihailovna”
murmura con voz débil y quebrada
como el agónico quejido de una bestezuela en acoso,
la monocorde letanía indescifrable
en la que agota los últimos signos de su existencia terrena.
El cortejo imperial avanza por el helado laberinto
de capillas, pasadizos, claustros y oratorios,
apenas iluminados por la vacilante luz de los cirios.
Al llegar frente a la celda
en la que ora la escogida del Cristo,
todo el mundo se hinca de rodillas y entona
el himno de acción de gracias de la Pascua de Navidad.
Una monja corcovada, con el rostro devastado
por la rutina de las penitencias,
abre con dificultad la puerta y se postra sollozante
a un lado del dintel. El cántico se va apagando
hasta convertirse en una atónita espera.
Una mujer alta, con el rostro bañado
por la luz del cirio que lleva en su pálida mano temblorosa,
se destaca del grupo en ademán hierático
y penetra en la oscuridad de la celda.
El traje blanco ciñe la esbelta estatura
de altivez un tanto rígida que perturba
la hermosa regularidad de las facciones.
La diadema de la Gran Catalina
luce esplendorosa sobre la cabellera
recogida con ascética sencillez. Ningún otro
adorno rompe la intencionada sobriedad del atavío.
Avanza hacia el camastro del que parten
los gemidos de la monja centenaria
que se incorpora de repente ante la augusta presencia.
La esqluelétiea forma se yergue con inesperada energía.
Los ojos desorbitados y febriles se fijan
en la torturada belleza del rostro de la visitante
y, de súbito, una voz timbrada y vigorosa
sale de la boca informe de la venerable
, resuena en los espesos muros de la celda, en los corredores
y salas del sagrado edificio y se le oye exclamar:
“¡Veo que avanza hacia mí la Tzarina Mártir Alejandra
Feodorovna!”
Un silencio de muerte flota sobre la regia comitiva
que escucha de rodillas el profético anuncio
que va a perderse en los rincones del Monasterio del Diezmo
en Novgorod la Grande, recinto de los Santos Evangelios,
joya de los apostóles, cuna de la estirpe de Rúrik.


Tríptico de La Alhambra

Para Santiago Mutis Durán

I

En el Portal

Hace tanto la música ha callado.
Sólo el tiempo
en las paredes, en las leves columnas,
en las inscripciones de los versos
de Ibn Zamrak
que celebran la hermosura del lugar,
sólo el tiempo
cumple su tarea
con leve,
sordo roce
sin pausa ni destino.
Al fondo,
ajenos a toda mudanza,
el Albaicín
y las pardas colinas de olivares.
Carmen lanza migas de pan
en el estanque
y los peces acuden en un tropel
de escamas desteñidas por los años.
Inclinada sobre el agua,
sonríe al desorden que ha creado
y su sonrisa,
con la tenue tristeza que la empaña,
suscita la improbable maravilla:
en un presente de exacta plenitud
vuelven los días de Yusuf,
el Nasrí,
en el ámbito intacto de la Alambra.


II

Un Gorrión entra al Mexuar

Entre un tropel y otro de turistas
la calma ceremoniosa vuelve al Mexuar.
El sol se demora en el piso y un tibio silencio
se expande por el ámbito donde embajadores, visires,
funcionarios, solicitantes, soplones y guerreros
fueron oídos antaño por el Comendador de los Creyentes.
Por una de las ventanas que dan al jardín
entra un gorrión que a saltos se desplaza
con la tranquila seguridad de quien se sabe
dueño sin émulo de los lugares.
Vuelve hacia nosotros la cabeza
y sus ojos “dos rayos de azabache”
nos miran con altanero descuido.
En su agitado paseo por la sala
hay una energía apenas contenida,
un dominio de quien está más allá
de los torpes intrusos que nada saben
de la teoría de reverencias, órdenes, oraciones,
tortuosos amores y ejecuciones sumarias,
que rige en estos parajes en donde la ajena incuria,
propia de la triste familia de los hombres,
ha impuesto hoy su oscuro designio, su voluntad de olvido.
Vuela el gorrión entre el laborioso artesonado
y afirma, en la minuciosa certeza de sus desplazamientos,
su condición de soberano detentador
de los más ocultos y vastos poderes.
Celador sin sosiego de un pasado abolido
nos deja de súbito relegados al mísero presente
de invasores sin rostro, sin norte, sin consigna.
Irrumpe el rebaño de turistas. Se ha roto el encanto.
El gorrión escapa hacia el jardín.
Y he aquí que, por obra de un velado sortilegio
los severos, autoritarios gestos del inquieto centinela
me han traído de pronto la pálida suma
de encuentros, muertes, olvidos y derogaciones,
el suplicio de máscaras y mezquinas alegrías
que son la vida y su agria ceniza segadora.
Pero también han llegado,
en la dorada plenitud de ese instante,
las fieles señales que, a mi favor,
rescatan cada día el ávido tributo de la tumba:
mi padre que juega billar en el café “Lion DÆOr” de Bruselas,
las calles recién lavadas camino del colegio en la mañana,
el olor del mar en el verano de Ostende,
el amigo que murió en mis brazos cuando asistíamos al circo,
la adolescente que me miró distraída mientras
colgaba a secar la ropa al fondo de un patio de naranjos,
las últimas páginas de “Victory” de Joseph Conrad,
las tardes en la hacienda de Coello con su cálida tiniebla
repentina,
el aura de placer y júbilo que despide la palabra marianao,
la voz de Ernesto enumerando la sucesión de soberanos
sálicos,
la contenida, firme, inmensa voz de Gabriel en una sala
de Estocolmo,
Nicolás señalando las virtudes de la prosa de Taine,
la sonrisa de Carmen ayer en el estanque del Partal;
éstas y algunas otras dádivas que los años
nos van reservando con terca parsimonia
desfilaron convocadas por la sola maravilla
del gorrión de mirada insolente y gestos de monarca,
dueño y señor en el Mexuar de la Alhambra.


III

En la Alcazaba

El desnudo rigor castrense de estos muros,
tintos de herrumbre y llaga, sin inscripciones
que celebren su historia, mudos
en el adusto olvido de anónimos guerreros,
sólo consigue evocar la rancia rutina
de la guerra, esa muerte sin rostro,
ese cansado trajín de las armas,
las mañanas a la espera de las huestes
africanas, cuya algarabía ensordece
y abre paso a un pánico que pronto
ha de tornarse vértigo de ira sin esclusas
y así hasta cuando llega la noche
sembrada de hogueras, relinchos y susurros
que prometen para el alba un nuevo
y fastidioso trasiego con la sangre
que escurre en el piso como una savia
lenta, como un torpe y viscoso camino
de infortunio. Y un día un aroma de naranjos,
las voces de mujeres que bajan al río
para lavar sus ropas y bañarse,
el vaho que sube de las cocinas y huele
a cordero, a laurel y a especies capitosas,
el sol en las almenas y el jubiloso restallar
de las insignias, anuncian el fin de la brega
y el retiro de los imprevisibles sitiadores.
Y así un año y otro año
y un siglo y otro siglo,
hasta dejar en estos aposentos,
donde resuena la voz del visitante
en la húmeda penumbra sin memoria
, en estos altos muros oxidados de sangre
y liquen y ajenos también e indescifrables,
esa vaga huella de muchas voces,
de silencios agónicos, de nostalgias
de otras tierras y otros cielos,
que son el pan cotidiano de la guerra,
el único y ciego signo del soldado
que se pierde en el vano servicio de las armas,
pasto del olvido, vocación de la nada.


El Cañón de Aracuriare

      Para entender las consecuencias que en la vida del Gaviero tuvieron sus días de permanencia en el Cañón de Aracuriare, es necesario demorarse en ciertos aspectos del lugar, poco frecuentado por hallarse muy distante de todo camino o vereda transitados por gentes de las Tierras Bajas y por gozar de un sombrío prestigio, no del todo gratuito, pero tampoco acorde con la verdadera imagen del sitio.
       El río desciende de la cordillera en un torrente de aguas heladas que se estrellan contra grandes rocas y lajas traicioneras dejando un vértigo de espumas y remolinos y un clamor desacompasado y furioso de la corriente desbocada. Existe la creencia de que el río arrastra arenas ricas en oro y a menudo se alzan en su margen precarios campamentos de gambusinos que lavan la tierra de la orilla, sin que hasta hoy se sepa de ningún hallazgo que valga la pena. El desánimo se apodera muy pronto de estos extranjeros y las fiebres y plagas del paraje dan cuenta en breve de sus vidas. El calor húmedo y permanente y la escasez de alimentos agotan a quienes no están acostumbrados a la abrasadora condición del clima. Tales empresas suelen terminar en un rosario de humildes túmulos donde descansan los huesos de quienes en vida jamás ronocieron la pausa y el reposo. El río va amainando su carrera al entrar en un estrecho valle y sus aguas adquieren una apacible tersura que esconde la densa energía de la corriente, libre ya de todo obstáculo. Al terminar el valle se levanta una imponente mole de granito partida en medio por una hendedura sombría. Allí entra el río en un silencioso correr de las aguas que penetran con solemnidad procesional en la penumbra del cañón. En su interior, formado por paredes que se levantan hacia el cielo y en cuya superficie una rala vegetación de lianas y helechos intenta buscar la luz, hay un ambiente de catedral abandonada, una penumbra sobresaltada de vez en cuando por gavilanes que anidan en las escasas grietas de la roca o bandadas de loros ruyos gritos pueblan el lugar con instantánea algarabía que destroza los nervios y reaviva las más antiguas nostalgias.
       Dentro del cañón el río ha ido dejando algunas playas de un color de pizarra que rebrilla en los breves intermedios en que el sol llega hasta el fondo del abismo. Por lo regular la superficie del río es tan serena que apenas se percibe el tránsito de sus aguas. Sólo se escucha de vez en cuando un borboteo que termina en un vago suspiro, en un hondo quejarse que sube del fondo de la corriente y denuncia la descomunal y traicionera energía oculta en el apacible curso del río.
       El Gaviero viajó allí para entregar unos instrumentos y balanzas y una alcuza de mercurio encargados por un par de gambusinos con los que había tenido trato en un puerto petrolero de la costa. Al llegar se enteró que sus clientes habían fallecido hacía varias semanas. Un alma piadosa los enterró a la entrada del cañón. Una tabla carromida tenía escritos sus nombres en improbable ortografía que El Gaviero apenas pudo descifrar. Penetró en el cañón y se fue internando por entre playones en cuya lisa superficie aparecían de vez en cuando el esqueleto de un ave o los restos de una almadía arrastrada por la corriente desde algún lejano caserío valle arriba.
       El silenrio conventual y tibio del paraje, su aislamiento de todo desorden y bullicio de los hombres y una llamada intensa, insistente, imposible de precisar en palabras y ni siquiera en pensamientos, fueron suficientes para que El Gaviero sintiera el deseo de quedarse allí por un tiempo, sin otra razón o motivo que alejarse del trajín de los puertos y de la encontrada estrella de su errancia insaciable.
       Con algunas maderas recogidas en la orilla y hojas de palma que rescató de la corriente, construyó una choza en una laja de pizarra que se alzaba al fondo del playón que escogió para quedarse. Las frutas que continuamente bajaban por el río y la carne de las aves que conseguía cazar sin dificultad, le sirvieron de alimento.
       Pasados los días El Gaviero inició, sin propósito deliberado, el examen de su vida, un catálogo de sus miserias y errores, de sus precarias dichas y de sus ofuscadas pasiones. Se propuso ahondar en esta tarea y lo logró en forma tan completa y desoladora que llegó a despojarse por entero de ese ser que lo había acompañado toda su vida y al que le ocurrieron todas estas lacerias y trabajos. Avanzó en el empeño de encontrar sus propias fronteras, sus verdaderos límites y cuando vio alejarse y perderse al protagonista de lo que tenía hasta entonces como su propia vida, quedó sólo aquel que realizaba el escrutinio simplificador. Al proseguir en su intento de conocer mejor al nuevo personaje que nacía de su más escondida esencia, una mezcla de asombro y gozo le invadió de repente: un tercer espectador le esperaba impasible y se iba delineando y cobraba forma en el centro mismo de su ser. Tuvo la certeza de que ése, que nunca había tomado parte en ninguno de los episodios de su vida, era el que de cierto conocía toda la verdad, todos los senderos, todos los motivos que tejían su destino ahora presente con una desnuda evidencia que, por lo demás, en el mismo instante supo por entero inútil y digna de ser desechada de inmediato. Pero al enfrentarse a ese absoluto testigo de sí mismo, le vino también la serena y lenificante aceptación que hacía tantos años buscaba por los estériles signos de la aventura.
       Hasta llegar a ese encuentro, El Gaviero había pasado en el cañón por arduos períodos de búsqueda, de tanteos y de falsas sorpresas. El ámbito del sitio, con su resonancia de basílica y el manto ocre de las aguas desplazándose en lentitud hipnótica, se confundieron en su memoria con el avance interior que lo llevó a ese tercer impasible vigía de su existencia del que no partió sentencia alguna, ni alabanza ni rechazo, y que se limitó a observarlo con una fijeza de otro mundo que, a su vez, devolvía, a manera de un espejo, el desfile atónito de los instantes de su vida. El sosiego que invadió a Maqroll, teñido de cierta dosis de gozo febril, vino a ser como una anticipación de esa parcela de dicha que todos esperamos alcanzar antes de la muerte y que se va alejando a medida que aumentan los años y crece la desesperanza que arrastran consigo.
       EI Gaviero sintió que, de prolongarse esta plenitud que acababa de rescatar, el morir carecería por entero de importancia, sería un episodio más en el libreto y podría aceptarse con la sencillez de quien dobla una esquina o se da vuelta en el lecho mientras duerme. Las paredes de granito, el perezoso avanzar de las aguas, su tersa superjicie y la sonora oquedad del paraje, fueron para él como una imagen premonitoria del reino de los olvidados, del dominio donde campea la muerte entre la desvelada procesión de sus criaturas.
       Como sabía que las cosas en adelante serían de muy diferente manera a como le sucedieron en el pasado, El Gaviero tardó en salir del lugar para mezclarse en la algarabía de los hombres. Temía perturbar su recién ganada serenidad. Por fin, un día, unió con lianas algunos troncos de balso y ganando el centro de la corriente se alejó río abajo por la estrecha garganta. Una semana después salía a la blanca luz que reina en el delta. El río se mezcla allí con un mar sereno y tibio del que se desprende una tenue neblina que aumenta la lejanía y expande el horizonte en una extensión sin término.
       Con nadie habló de su permanencia en el Cañón de Aracuriare. Lo que aquí se consigna fue tomado de algunas notas halladas en el armario del cuarto de un hotel de miseria, en donde pasó los últimos días antes de viajar a los esteros y perecer allí como ya se dijo en otra ocasión.


Noticias del Hades

Seul, ton néant est éternel.
PAUL LEAUTAUD


      El calor me despertó en medio de la noche
y bajé a la quebrada en busca de la fresca brisa
que viene de los páramos. Sentado bajo un frondoso guadual
un hombre esperaba, oculto en la esbelta sombra de las matas.
Permaneció en silencio hasta cuando le pregunté
quién era y qué hacía allí. Se levantó para responderme
y desde la oscuridad vegetal que lo ocultaba llegó su voz
y sus palabras tenían la afelpada independencia,
el opaco acento de una región inconcebible.
“Vengo”, me dijo, “de las heladas parcelas de la muerte,
de los dominios donde el cisne surca las aguas serenas
y preside el silencio de los que allí han llegado
para esperar, en medio de las altas paredes de granito,
la inefable señal, la siempre esperada y siempre postergada
señal de su definitiva disolución en la nada bienhechora.
Ni la pulida superficie de las rocas, ni el helado espejo
de las aguas, guardan signo alguno de esa presencia innumerable.
Sólo la nielada estela del perpetuo navegar
del ave que vigila y recorre esas regiones, anuncia
cuáles son los poderes y quiénes los habitantes que pueblan
el ámbito sin designio ni evasión del que vengo a dar noticia.
Cada cual existe allí por obra de su propio y desolado
apartamiento. Sólo el cisne, en su tránsito sin pausa,
con breves giros de su albo cuello majestuoso,
nos reúne bajo el mismo gesto de un hierático despojo.
La brisa callada que baja a menudo de las cimas de granito
no basta para inquietar la superficie del lago. Nos llega
como una última llamada del mundo de los vivos,
de ese mundo en donde apuras, en distraído goce,
los dones que nosotros, allá, en nuestros parajes,
ya hemos olvidado. Observa cómo ninguna piedra es
muda en este tu mundo. Aquí te acogen voces, ecos y llamadas
todo te nombra, todo existe para tu protección y alivio.
Como presente no pedido y que no mereces vine a revelarte
lo que te espera. No saques apresuradas conclusiones,
nada de lo que puedas hacer se tendrá en cuenta
entre nosotros. La estancada y dura transparencia
de nuestro reino no es propicia a los recuerdos y esperanzas
que tejes y destejes en el tropel sin norte de tus días.
No creo que llegues a entender lo que he narrado.
Pertenece a una materia y a un tiempo que sólo los muertos
tenemos la lenta y gélida paciencia de habitar.
La huella del cisne sobre las aguas nos mantiene
a la espera de nada, apartados y ajenos, presos
en la neutra mirada del centinela de radiante blancura
en cuyos ojos se repite la teoría de los acantilados
que a trechos macula el óxido estéril de un liquen inmutable”.
Esto dijo y al extender la mano desde la tibia penumbra,
pareció iniciar un gesto ambiguo con el cual, a tiempo
que se despedía, me indicaba que, en alguna forma,
para mí indescifrable, yo me estaba iniciando en sus dominios.


Diez Lieder
[II, IV, VIII y IX originalmente publicado en la revista Eco (Bogotá),
Tomo XXX/6, Núm. 186 (abril de 1977), págs. 338-341)

I

Duerme el guerrero
sólo sus armas velan.
El verano abre las esclusas
y el sueño se puebla
de vagos combates.
La sangre hace su entrada.
Con la orla de su manto
borra hasta la más leve
escoria del pasado.
El pregón de las aguas
en nada perturba
la tibia siesta
del agitado pastor,
del esquivo heraldo
de esteros funerales
y nieves impasibles.


II


En un jardín te he soñado…
Antonio Machado


Jardín cerrado al tiempo
y al uso de los hombres.
Intacta, libre,
en generoso desorden
su materia vegetal
invade avenidas y fuentes
y altos muros
y hace años cegó
rejas, puertas y ventanas
y calló para siempre
todo ajeno sonido.
Un tibio aliento lo recorre
y sólo la voz perpetua del agua
y algún leve y ciego
crujido vegetal
lo puebla de ecos familiares.
Allí, tal vez,
quede memoria
de lo que fuiste un día.
Allí, tal vez,
cierta nocturna sombra
de humedad y asombro
diga de un nombre,
un simple nombre
que reina todavía
en el clausurado espacio
que imagino
para rescatar del olvido
nuestra fábula.



III

Estela para Arthur Rimbaud


Señor de las arenas
recorres tus dominios
y desde el mirador
de la torre más alta
parten tus órdenes
que van a perderse
en el sordo vacío
del estuario.
Señor de las armas
ilusorias, hace tanto
que el olvido trabaja
tus poderes,
que tu nombre, tu reino,
la torre, el estuario,
las arenas y las armas
se borraron para siempre
del gastado tapiz
que las narraba.
No agites más
tus raídos estandartes.
En la quietud, en el silencio,
has de internarte
abandonado
a tus redes funerales.



IV

Lied en Creta


A cien ventanas me asomo,
el aire en silencio rueda
por los campos.
En cien caminos tu nombre,
la noche sale a encontrarlo,
estatua ciega.
Y, sin embargo,
desde el callado
polvo de Micenas,
ya tu rostro
y un cierto orden de la piel
llegaban para habitar
la grave materia de mis sueños.
Sólo allí respondes,
cada noche.
Y tu recuerdo en la vigilia
y, en la vigilia, tu ausencia,
destilan un vago alcohol
que recorre el pausado
naufragio de los años.
A cien ventanas me asomo,
el aire en silencio rueda.
En los campos,
un acre polvo micenio
anuncia una noche ciega
y en ella la sal de tu piel
y tu rostro de antigua moneda.
A esa certeza me atengo.
Dicha cierta.



V


Desciendes por el río.
La barca se abre paso
entre los juncos.
El golpe en la orilla
anuncia el término del viaje.
Bien es que recuerdes
que allí esperé,
vanamente,
sin pausa ni sueño.
Allí esperé,
tiempo suspendido
gastando su abolida materia.
Inútil la espera,
inútiles el viaje
y el navío.
Sólo existieron
en el áspero vacío,
en la improbable vida
que se nutre
de la estéril materia
de otros años.



VI


En alguna corte perdida,
tu nombre,
tu cuerpo vasto y blanco
entre dormidos guerreros.
En alguna corte perdida,
la red de tus sueños
meciendo palmeras,
barriendo terrazas,
limpiando el cielo.
En alguna corte perdida,
el silencio
de tu rostro antiguo.
¡Ay, dónde la corte!
En cuál de las esquinas del tiempo,
del precario tiempo
que se me va dando
inútil y ajeno.
En alguna corte perdida
tus palabras
decidiendo,
asombrando,
cerniendo
el destino de los mejores.
En la noche de los bosques
los zorros buscan
tu rostro. En el cristal
de las ventanas
el vaho de su anhelo.
Así mis sueños
contra un presente
más que imposible
innecesario.



VII


Giran, giran
los halcones
y en el vasto cielo
al aire de sus alas dan altura.
Alzas el rostro,
sigues su vuelo
y en tu cuello
nace un azul delta sin salida.
¡Ay, lejana!
Ausente siempre.
Gira, halcón, gira;
lo que dure tu vuelo
durará este sueño en otra vida



VIII

Lied de la noche


La nuit vient sur un char
conduit par le silence
Lafontaine



Y, de repente,
llega la noche
como un aceite
de silencio y pena.
A su corriente me rindo
armado apenas
con la precaria red
de truncados recuerdos y nostalgias
que siguen insistiendo
en recobrar el perdido
territorio de su reino.
Como ebrios anzuelos
giran en la noche
nombres, quintas,
ciertas esquinas y plazas,
alcobas de la infancia,
rostros del colegio,
potreros, ríos
y muchachas
giran en vano
en el fresco silencio de la noche
y nadie acude a su reclamo.
Quebrantado y vencido
me rescatan los primeros
ruidos del alba,
cotidianos e insípidos
como la rutina de los días
que no serán ya
la febril primavera
que un día nos prometimos.



IX

Lied marino


Vine a llamarte
a los acantilados.
Lancé tu nombre
y sólo el mar me respondió
desde la leche instantánea
y voraz de sus espumas.
Por el desorden recurrente
de las aguas cruza tu nombre
como un pez que se debate y huye
hacia la vasta lejanía.
Hacia un horizonte
de menta y sombra,
viaja tu nombre
rodando por el mar del verano.
Con la noche que llega
regresan la soledad y su cortejo
de sueños funerales.



X

El regreso de Leo le Gris


Para Otto de Greiff


Cantaba
Cantaba. Y nadie oía los sones
que cantaba.
       Sonatina en La Bemol (Noche Morena)
       León de Greiff


Ha vuelto en mi sueño
tu estampa de viking destronado,
tu barba flava y entrecana,
tu andar de lansquenete,
y en nuestro diálogo tornaron
las mismas sombras señeras,
los nombres olvidados,
los imposibles viajes,
los puertos escondidos,
todo el bagaje, en fin,
de mi depuesta juventud.
Así supe de nuevo
que las noches de lluvia
en el bochorno ecuatorial,
los senderos que trepan
hacia el páramo,
el aire moroso de las minas,
el desastre de Poltava,
el alcohol y las hembras
en las etapas del río,
los versos de Heine y de Corbière,
el desdichado sino
del impostor Godunov,
el torpe azar de encuentros
que mudaron con efímero engaño
nuestro hastío;
que todo esto y tanta cosa
que más vale callar,
fueron nuestro común haber
un trecho del camino.
También ambos supimos
desde siempre
que la fatal derrota
acechaba con estólida paciencia
al cabo de esta jornada
que no tuvo partida.
Ha vuelto en mi sueño
tu estampa de viking
y tu voz minuciosa que narraba
la carga vespertina de los húsares
que decidió en Marengo la victoria.

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