4/02/20

La Mansión de Araucaíma/Álvaro Mutis

Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


La Mansión de Araucaíma
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1973, 133 págs.);
La Mansión de Araucaíma y otros relatos
(Barcelona: Seix Barral [Biblioteca Breve], 1978, 139 págs.)


El guardián

      Había sido antaño soldado de fortuna, mercenario a sueldo de gobiernos y gentes harto dudosas. Frecuentador de bares en donde se enrolaban voluntarios de guerras coloniales, hombres de armas que sometían a pueblos jóvenes e incultos que creían luchar por su libertad y sólo conseguían una ligera fluctuación en las bulliciosas salas de la Bolsa.
       Le faltaba un brazo y hablaba correctamente cinco idiomas. Olía a esas plantas dulceamargas de la selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal.
       Al llegar no habló con nadie. Fue a refugiarse en un cuarto de los patios interiores. Allí descargó ruidosamente su mochila de soldado, ordenó sus pertenencias, según un orden muy personal, alrededor de su saco de dormir, prendió su pipa y se puso a fumar en silencio.
       Pasados algunos días alguien le descubrió, mientras se bañaba en el río, un tatuaje debajo de la axila derecha con un numero y un sexo de mujer cuidadosamente dibujado.
       Todos le temían con excepción del dueño, a quien le era indiferente, y del fraile que sentía por él una cierta adusta simpatía. Sus maneras eran bruscas, exactas, medidas y en cierta forma un tanto caballerescas y pasadas de moda.
       Desde cuando llegó le fueron confiadas ciertas tareas que suponían una labor de control sobre las entradas y salidas de los demás habitantes de la mansión. Todas las llaves de cuartos, cuadras e instalaciones de beneficio estaban a su cuidado. A él había que acudir cada vez que se necesitaba una herramienta o había que sacar los frutos a vender. Nunca se supo que negara a nadie lo que le solicitaba, pero nadie tomaba algo sin comunicárselo a él, ni siquiera el dueño. De su brazo ausente, de cierta manera rígida de volver a mirar cuando se le hablaba y del timbre de su voz emanaban una autoridad y una fuerza indiscutibles.
       En el desenlace de los acontecimientos se mantuvo al margen y nadie supo si participó en alguna forma en los preliminares de la tragedia. Se llamaba Paúl y él mismo solía lavar la ropa a la orilla del río con un aire de resignación y una habilidad adquirida con la costumbre, que hubieran enternecido a cualquier mujer. Sus largos ratos de ocio los pasaba tocando en la armónica aires militares.
       Era incómodo verlo con una sola mano y ayudándose con el muñón arrancar aires marciales al precario instrumento.


El dueño

      Si alguien hubiera indicado la obesidad como uno de sus atributos, nadie habría recordado si ésta era una de sus características. Era más bien colosal,había en él algo flojo y al mismo tiempo blando sin ser grasoso, como si se alimentara con substancias por entero ajenas a la habitual comida de los hombres.
       Decía haber adquirido la mansión por herencia de su madre, pero luego se supo que había caído en sus manos por virtud de ciertas maquinaciones legales de cuya rectitud era arriesgado dar fe. Sellamaba Graciliano, pero todos lo conocían por Don Graci. En su juventud había sido pederasta de cierta nombradía y en varias ocasiones fue expulsado de los cines y otros lugares públicos por insinuarse con los adolescentes. Pero de tales costumbres la edad lo había alejado por completo, y para calmar sus ocasionales urgencias acudía durante el baño a la masturbación, que efectuaba con un jabónmentolado para la barba del que se proveía en abundancia en sus muy raras escapadas a la ciudad.
       La participación de Don Graci en los hechos fue capital. Él ideó el sacrificio y a él se debieron los detalles ceremoniales que lo antecedieron y precedieron. Sus máximas, que regían el orden y la vida de la casa, habían sido escritas en las paredes de los espaciosos aposentos y decían:
     “El silencio es como el dolor, propicia la meditación, mueve al orden y prolonga los deseos”. “Defeca con ternura, ese tiempo no cuenta y al sumarlo edificas la eternidad”.
     “Mirar es un pecado de tres caras, como los espejos de las rameras. En una aparece la verdad, en otra la duda y en la tercera la certidumbre de haber errado”.
     “Alza tu voz en el blando silencio de la noche, cuando todo ha callado en espera del alba; alza, entonces, tu voz y gime la miseria del mundo y sus criaturas. Pero que nadie sepa de tu llanto, ni descifre el sentido de tus lamentos”.
     “Una hoja es el vicio, dos hojas son un árbol, todas las hojas son, apenas, una mujer”
     “No midas tus palabras, mide más bien la húmeda piel de tu intestino. No midas tus actos, mide más bien la orina del conejo”.
     “Apártate, deja que los incendios consuman delicadamente las obras de los hombres. Apártate con el agua. Apártate con el vino. Apártate con el hambre de los cóndores”. “Si entras en esta casa no salgas. Si sales de esta casa no vuelvas. Si pasas por esta casa no pienses. Si moras en esta casa no plantes plegarias.”
     “Todo deseo es la suma de los vacíos por donde se nos escapa el alma hacia los grandes espacios exteriores. Consúmete en ti mismo”.

       Otras máximas se habían borrado con el tiempo, pero la titubeante memoria del dueño hacía imposible su reconstrucción, en la cual, por lo demás, ninguno de sus huéspedes estaba interesado. La ampulosidad del estilo y su artificial concisión iban muy bien con los afelpados ademanes de aquella robusta columna de carne que movía las manos como ordenando sedas en un armario.
       Tenía grandes ojos oscuros y acuosos que un tiempo debieron ruborizar a sus oyentes y que ahora producían el miedo de asistir a una abusiva y en cierto sentido enfermiza suspensión del tiempo. Sus conocimientos eran vastísimos pero nunca se le oyó citar a un autor ni se le vio con un libro en la mano. Su saber se antojaba fruto de una niñez miserable refugiada en los libros de un padre erudito o en alguna oscura biblioteca de un colegio de jesuitas.
       Ya se mencionó la participación de Don Graci en los hechos, pero no está por demás agregar que, en cierta forma, todos los hechos fueron él mismo o mejor aún que él mismo dio origen y sentido a todos los hechos. Como no evadió su papel sino que sencillamente se contentó con ignorarlo, lo sucedido tomó las proporciones de una molesta infamia, hija de una impunidad incomprensible pero inevitable. Más adelante se sabrá algo sobre este asunto pero ya no con iguales palabras ni desde el mismo punto de vista.
       Don Graci nunca se bañaba solo y lo hacía dos veces cada día, una en la mañana y otra antes de acostarse. Escogía su compañero de baño sin exigirle nada y sin dirigirse a él en forma alguna durante las largas abluciones que a veces, siempre más raras, despedían un intenso aroma mentolado.


El piloto

      Al piloto le sudaban las manos. Había sido aviador en una línea aérea que fundaron algunos antiguos compañeros suyos de la Escuela Militar de Aviación y en ese trabajo permaneció hasta cuando una gran red internacional se anexó la pequeña empresa. Buscó empleo en otras líneas pero su carácter y su aspecto hicieron que siempre fuera cortésmente rechazado. Apareció en la hacienda como piloto de una avioneta de fumigación contratada por Don Graci para combatir una plaga que amenazaba acabar con sus naranjos y limoneros, sembrados en ordenada plantación a orillas del río Cocora. Había ya terminado su labor cuando la avioneta fue incendiada por un rayo que cayó sobre ella en una noche de tormenta. El piloto se fue quedando en la mansión sin atraer sobre si ni el rechazo ni la simpatía de nadie. Fue la Machiche quien lo obligó finalmente a quedarse en forma permanente. En una de sus fugaces uniones escogió al piloto por su fino bigotito oscuro que lucía sobre una boca carnosa y bien dibujada de hombre débil. Tenía la frente estrecha; el pelo oscuro, recio y abundante, le prestaba un aire de virilidad que bien pronto se supo por entero engañoso. No que padeciera de impotencia, pero sí acusaba una marcada tendencia hacia una indiferente frigidez que bien pronto ofendió a la Machiche y le enajenó su simpatía para siempre.
       Rondaba por la casa con una vaga sonrisa, como excusándose por ocupar un sitio que nadie le ofrecía. Por las noches ayudaba al fraile en la contabilidad de la hacienda. Sacaba las cuentas en una redondeada y necia caligrafía de colegio de monjas. Llevaba siempre consigo el Manual de Vuelo de la antigua empresa en donde había sido capitánpiloto y lo repasaba minuciosamente todas las noches antes de irse a la cama. Vestía un raído uniforme color azul plomizo y llevaba una sucia gorra blanca con las insignias de la Fuerza Aérea. Se llamaba Camilo y tenía mal aliento. Su participación en la tragedia fue primordial, consciente y largamente meditada, por razones que ya se verán o habrán de adivinarse. Fue la Machiche quien maquinó contra el piloto una larga e invisible intriga que lo llevó a ser, después de la víctima, el actor principal. Había en él un tal deseo de destruirse que su propia debilidad lo llevó a tomar sobre sí la parte más delicada y decisiva del drama.
       Era el autor de una canción que la víctima aprendió a cantar con la música de un ritmo de moda y que decía, más o menos, así:
No es fuerza ser el rey del mundo,
para escoger una mujer
en cada tarde de verano.
La plaga tiene aguas tranquilas
donde el sol planta sus tiendas transparentes.
Yo espero, allí, cada mañana,
una muchacha diferente.
No es fuerza ser el rey del mundo,
no es fuerza ser nadie en la vida,
basta esperar y acariciar
el aire claro con la frente.

      Además de las discutibles calidades del intenso estribillo, lo que irritó a todos fue la expresión de vanidosa delicia del piloto cada vez que la víctima lo cantaba como si fuera la más bella canción que jamás hubiera conocido. Qué le encontraba a la letra para decirla con tan emocionada convicción fue algo que ignoraron el fraile y Don Graci, que eran los únicos entendidos en estas materias. Tal vez en esa cancioncilla se jugó el destino de todos. Quién iba a saberlo.


La Machiche

      Hembra madura y frutal, la Machiche. Mujer de piel blanca, amplios senos caídos, vastas caderas y grandes nalgas, ojos negros y uno de esos rostros de quijada recia, pómulos anchos y ávida boca que dibujaran a menudo los cronistas gráficos del París galante del siglo pasado. Hembra terrible y mansa la Machiche, así llamada por no se supo nunca qué habilidades eróticas explotadas en sus años de plenitud. Vivía en el fondo de la mansión y su gran cabellera oscura, en la que brillaban ya algunas canas, anunciaba su presencia en los corredores, antes de que irrumpiera la ofrecida abundancia de sus carnes.
       Tenía la Machiche una de esas inteligencias naturales y exclusivamente femeninas; un talento espontáneo para el mal y una ternura a flor de piel, lista a proteger, acariciar, alejar el dolor y la malaventuranza. La bondad se le daba furiosamente, sus astucias se gestaban largamente y estallaban en ruidosas y complicadas contiendas, que se aplacaban luego en el arrullo acelerado de algún lecho en desorden.
       La participación de la Machiche fue definitiva. No tanto los celos, cuanto una desorbitada premonición de los males y descaecimientos que hubieran podido venir con el tiempo, de prolongarse la situación, fue la causa que movió a la Machiche a gestar la idea del sacrificio con la anuencia y hasta el sabio consejo del dueño.
       La Machiche era la encargada de todas las labores domésticas y no se le conocía una determinada preferencia en sus relaciones. Sólo con el gigantesco sirviente podría pensarse que hubiera cierto lazo secreto y permanente, pero jamás pudo confirmarse el vínculo con dato alguno que lo probara. Temía al fraile, despreciaba al piloto, simpatizaba con el guardián y dialogaba largamente con el dueño.
       Don Graci tenía para con ella una particular paciencia y cuando la invitaba a acompañarlo en sus abluciones, todos rodeaban la amplia tina para admirar en su espléndida desnudez a la Machiche. Era su piel de una blancura notable y conservaba su lechosa frescura a pesar de los años. Su amplio vientre mostraba tres rollizos pliegues, señal, más que de alguna improbable maternidad, más bien de una prolongada y bien explotada lujuria.
       Con roncas carcajadas celebraba las abluciones del dueño, quien le echaba agua desde su elevada estatura con un recipiente de concha. Nunca tuvieron entre sí otro contacto que no fuera el de una respetuosa aquiescencia por parte de la hembra y una vaga simpatía por parte de Don Graci. Cuando más, en lo más álgido del baño él la llamaba “La Gran Ramera de Nínive” con un tono de predicador por entero apócrifo, como es obvio. De cada uno de estos baños salía la Machiche con un nuevo pretendiente y a él dedicaba sus mimos y cuidados sin dejar de atender a los demás con próvida y maternal eficacia.
       La Machiche andaba descalza y vestía un largo traje florido que le llegaba más abajo de las rodillas, con el escote rodeado de un cuello de volantes. No llevaba ningún adorno. Despedía un perfume agrio, matizado con un aroma de benjuí que le seguía por toda la casa.


Sueño de la Machiche

      Entró a una gran casa de salud. Una moderna clínica que se levantaba a orillas de una transparente laguna de aguas tranquilas. Cruzó la puerta principal y se internó por anchos y silenciosos corredores pintados de un color crema mate e iluminados por una luz tamizada y suave que emitía un leve zumbido. Penetró por una puerta por donde decía «Entrada» y se encontró en un consultorio; un médico en traje de operar se dirigió a ella bajándose la mascarilla que le tapaba la boca: “La contratamos a usted para recortar las hierbas y líquenes que van creciendo en la sala de operaciones, en los laboratorios y en algunos corredores. No es un trabajo pesado pero sí exigimos una absoluta dedicación y responsabilidad. No podemos continuar con estas plantas y hierbas que siguen creciendo por todas partes”, dijo señalando los intersticios del piso. La llevó hasta una sala de operaciones intensamente iluminada, en donde los instrumentos de níquel reflejaban la lechosa luz del quirófano, una luz otra vez acompañada de un ligero zumbido metálico y persistente. Entre los intersticios de las losas crecían líquenes imperceptibles. Comenzó a arrancar minuciosamente las pequeñas plantas y a medida que avanzaba en su trabajo se dio cuenta de que en todo aquello había una trampa. Las plantas crecían en forma persistente, continua. Pensó que jamás llegaría la hora de la cena, que si dejaba un instante su trabajo las plantas le ganarían terreno fácilmente. Advirtió que nadie supervisaba su tarea por la sencilla razón de que era una labor imposible, una confrontación absurda con el tiempo, a causa de ese continuo aparecer de las breves hojas lanosas y tibias que por todas partes brotaban con una insistencia animal e incansable. Comenzó a llorar con un manso y secreto desconsuelo, con una ansiedad que había guardado muy hondo en ella y que jamás recordara haber sentido en la vigilia.
       “Y cómo quieres que haga ese viaje”, le decía el piloto que la observaba desde una amplia terraza inundada por el sol de la mañana, con una plenitud que lastimaba la vista. “Cómo quieres que me mueva de aquí, si todos saben que no sirvo para nada”. El piloto sonreía dulcemente. Estaba vestido con un impecable uniforme de capitán de vuelo y se protegía los ojos con unas amplias gafas ahumadas que le daban un aire a la vez elegante y extraño. Seguía sonriéndole desde la terraza con notoria complicidad, cuando ella se dio cuenta de que, agachada como estaba, sus grandes senos estaban al descubierto. Trató de cubrirse en vano porque el peso de los pechos tornaba a abrir la bata de suave tejido de nylon que le dieran para su trabajo. Era una bata de enfermera. “¿Quieres que te ayude?”, le dijo él desde lo alto con una actitud protectora que a ella le pareció por completo fuera de lugar. “Pero si tú no sabes hacerlo”, le repuso ella, tratando de no lastimarlo. “No supiste hacerlo conmigo y tampoco sabes hacerlo con ella”. Él le contestó: “Si lo hice una vez lo puedo hacer siempre”, y partió dándole la espalda mientras saludaba a alguien que aparecía en el fondo de la terraza, alguien muy importante e investido de una inmensa autoridad y de quien dependía la suerte de todos.
       Ella se estaba peinando frente a un espejo que, a medida que sus brazos se movían arreglando el pelo, se desplazaba de manera que le era muy difícil mirarse en él. En los contados instantes en que podía verse, trataba de arreglarse el peinado recogiéndose todo el cabello en una larga trenza enrollada en lo alto de la cabeza. Se daba cuenta de que era un peinado pasado de moda, con el que trataba de reconstruir una cierta época de su juventud, un cierto ambiente desteñido ya y sin identificación posible con un pasado que, de pronto, se le aparecía confuso y cargado de una tristeza sin motivo pero también sin posible consuelo. Entró el médico que la había contratado. La abrazó por la espalda y la atrajo hacia sí mientras le decía suavemente: “Lo hiciste muy bien... ven... no llores... estás muy hermosa, ven... ven...” y la ceñía con un calor que la excitaba y le devolvía, intacta, la felicidad de otros años.


El fraile

      Decía haber sido confesor del difunto Papa bienamado. Nadie lo hubiera creído de no haber sido por una carta que recibió un día cuyo sobre ostentaba la tiara papal con las dos llaves cruzadas debajo. La guardó sin leerla ni mostrar interés alguno por su contenido. Todos lo conocían como “el fraile” y nadie supo nunca su nombre. Fue el único en negarse a acompañar en sus baños a Don Graci, cosa que éste supo aceptar, al comienzo con cierta ironía y, luego, con sorprendente resignación.
       Era hermoso y se mantenía en esa zona de la edad que fluctúa entre los cuarenta y cinco y los sesenta años, cuando el hombre parece detenerse en el tiempo y conserva siempre el mismo rostro sin cambiar jamás de figura. Era consciente de su gran prestancia física, pero no parecía estar particularmente satisfecho con ella, ni la usaba para someter a nadie al desvaído y hasta cierto punto desordenado círculo de sus asuntos.
       Su participación en los hechos fue, en cierta forma, marginal y en otra capital. Cuando llegó el momento impartió su confesión a la víctima y luego increpó a los verdugos sin mucha convicción pero con fogosa oratoria. Era el autor de la Oración de la Mañana, que acabó por ser recitada por todos los moradores de la mansión, siempre a la misma hora y en el lugar en donde les sorprendiera el alba. Decía así:
     “Ordena ¡oh Señor! la miserable condición de mis dominios.
     “Haz que el día transcurra lejos de las sombras amargas que ahora me agobian.
     “Dame íoh Bondadoso de toda bondad! la clave para encontrar el sentido de mis días, que he perdido en el mundo de los sueños en donde no reinas ni cabe tu presencia. Dame una flor íoh Señor! que me consuele.
     “Acógeme en el regazo de una hembra que reemplace a mi madre y la prolongue en la amplitud de sus pechos.
     “Sácame ¡oh Venturoso! del amargo despertar de los hombres y entorpéceme en la santa inocencia de los mulos.
     “Tú conoces, Señor, mejor que nadie, la inutilidad de mis pasos sobre la tierra, no me hagas, pues, partícipe de ella, guárdamela para mi última hora, no me la proveas durante mi trabajosa vigilia.
     “Señor: arma de todas las heridas,
     bandera de todas las derrotas,
     utensilio de los sinsabores,
     apodo de los lelos,
     padre de los lémures,
     pus de los desterrados,
     ojo de las tormentas,
     paso de los cobardes,
     puerta de los encogidos,
     ¡Señor despiértame!
     ¡Señor despiértame!
     ¡Señor despiértame!
     ¡Señor óyeme!”.
      Algún diligente escriba intentó copiar esta oración en los muros, al pie de las sentencias del dueño, con la anuencia de algunos y la desaprobación furiosa de éste.
       “Mis palabras necesitan ser escritas”, dijo, “porque son la mentira y sólo escrita es ésta valedera como verdad. La oración la sabemos todos de memoria y no necesita escribirse en ninguna parte”.
       El fraile era el único de todos que poseía armas. Tenía una pistola Colt y un pequeño puñal de buceador. Las limpiaba constantemente y cuidaba de ellas con celo inflexible. Ni las usó, ni se deshizo de ellas cuando hubiera sido oportuno. Así era el fraile.


Sueño del fraile

      Transitaba por un corredor y al cruzar una puerta volvía a transitar el mismo corredor con algunos breves detalles que lo hacían distinto. Pensaba que el corredor anterior lo había soñado y que éste sí era real. Volvía a trasponer una puerta y entraba a otro corredor con nuevos detalles que lo distinguían del anterior y entonces pensaba que aquél también era soñado y éste era real. Así sucesivamente cruzaba nuevas puertas que lo llevaban a corredores, cada uno de los cuales era para él, en el momento de transitarlo, el único existente. Ascendió brevemente a la vigilia y pensó: “También ésta puede ser una forma de rezar el rosario”.


La muchacha

      La muchacha fue la víctima. Tenía diecisiete años y llegó una tarde a la mansión en bicicleta. El primero en verla y quien la recibió en la casa fue el guardián. Se llamaba Angela.
       Tenía el papel principal en un corto cinematográfico que se estaba filmando en un vasto hotel de veraneo, cuyos accionistas estaban interesados en promover la venta de lotes en una urbanización aledaña a los terrenos del establecimiento. El documental mostraba a una rubia adolescente, con el pelo suelto y un aire de Alicia en el País de las Maravillas que recorría en bicicleta todos los lugares de interés y paseaba por entre las avenidas que bordeaban los cafetales. Se bañaba pudorosamente en el río, a cuya orilla había bancas de parque pasadas de moda y quioscos para picnic.
       La filmación había terminado y sólo permanecían en el hotel el fotógrafo de la película con sus dos hijos y algunos empleados de la producción. Ella se había quedado también y se dedicó a visitar en su bicicleta todos aquellos lugares que no estaban en el guión y que atraían su curiosidad. Uno de estos sitios era una gran casona de hacienda dedicada al cultivo de los cítricos y a la cría de faisanes y gansos. Era la mansión.
       A primera vista parecía una belleza convencional del cine. Rubia, alta, bien formada, con largas piernas elásticas, talle estrecho y nalgas breves y atléticas. Los pechos firmes y el cuello largo, siempre inclinado a la izquierda con un gesto harto convencional, completaban la imagen de la muchacha que se ajustaba perfectamente a su papel en la película.
       Sólo los ojos, la mirada, no se avenían al conjunto. Tenían una expresión de cansancio felino y siempre en guardia, algo levemente enfermizo y vagamente trágico flotaba en esos ojos de un verde desteñido que miraban fijos, haciendo sentir a los demás por completo ajenos e ignorados por el mundo que dejaban a veces adivinar tras su acuosa transparencia tranquila.
       Su padre había sido un abogado famoso que se suicidó un día sin razón alguna aparente, aunque luego se supo que sufría de un cáncer en la garganta que había ocultado hasta cuando el dolor comenzó a traicionarlo. Su madre era una de esas bellezas de sociedad que, sin pertenecer a una familia renombrada, frecuentan el gran mundo merced a su hermosura y a cierta rutina de buenas maneras que oculta toda probable vulgaridad o aspereza de educación. Al quedar viuda, la breve fortuna que heredara se le escapó de entre las manos con esa ligereza que suele acompañar a las bellezas tradicionales. La muchacha comenzó a trabajar como modelo y empezaba ahora su carrera en el cine con papeles modestos en comedias musicales. Tenía un novio que estudiaba medicina y había sido iniciada en el sexo por uno de los electricistas de los estudios, por quien sentía esa pasión desordenada y sin amor que nos une siempre con quien nos ha develado el placer hasta entonces desconocido y lejano. Le gustaba hacer el amor, pero se sentía extraña y ajena a sí misma en el momento de gozar y, en ciertas ocasiones, llegaba a desdoblarse en forma tan completa que se observaba gimiendo en los estertores del placer y sentía por ese ser convulso una cansada y total indiferencia.
       El guardián, curtido por su vida de mercenario y su familiaridad con la muerte y la violencia, se sintió, sin embargo, apresado de inmediato por los ojos de la visitante y la dejó entrar, olvidando las estrictas instrucciones que impartiera Don Graci respecto a los forasteros y la tácita norma que regía en la mansión en el sentido de que el grupo ya estaba completo y ningún extraño sería jamás recibido en él. El romper ese equilibrio fue tal vez la causa última y secreta de todas las desgracias que se precipitaron sobre la mansión en breve tiempo.


Sueño de la muchacha

      Recorría en bicicleta los limonares a la orilla del río. Sabía que en la realidad era imposible hacerlo, pero en el sueño y en ese momento no encontraba dificultad alguna. La bicicleta rodaba suavemente pisando hojas secas y el húmedo suelo de las plantaciones. El aire le daba en la cara con una fuerza refrescante y tónica. Sentía todo su cuerpo invadido de una frescura que, a veces, llegaba a producirle una desagradable impresión de ultratumba. Entraba a una iglesia abandonada cuyas amplias y sonoras naves recorría velozmente en la bicicleta. Se detuvo frente a un altar con las luces encendidas. La figura del dueño, vestido con amplias ropas femeninas de virgen bizantina, estaba representada en una estatua de tamaño natural. La rodeaban multitud de lámparas veladoras que mecían suavemente sus llamitas al impulso de una breve sonrisa de otro mundo. “Es la virgen de la esperanza”, le explicó un viejecito negro y enjuto, con el pelo blanco y crespo como el de los carneros. Era el abuelo del sirviente, que le hablaba con un tono de reconvención que la angustiaba y avergonzaba. “Ella te perdonará tus pecados. Y los de mi nieto. Enciéndele una veladora”.


El sirviente

      Cristóbal, un haitiano gigantesco que hablaba torpemente y se movía por todas partes con un elástico y silencioso paso de primate, era el sirviente de la mansión. Compraba los alimentos en el moderno supermercado de la urbanización vecina al hotel y bajaba a vender las naranjas y los limones a los mayoristas que citaba en la estación del tren. El negocio dejaba amplias ganancias a Don Graci.
       Cristóbal, un negrazo cauteloso y dulce que trajera el dueño en una de sus pasadas correrías, hacía ya muchos años, se rumoraba que en días ya olvidados atendiera ciertos caprichos de Don Graci con esa indiferencia apacible con que su raza cumple con las urgencias del sexo. Pero si Don Graci había prescindido de los servicios íntimos del negro, no así de su siempre eficaz servidumbre en los asuntos de la casa. Lo heredó la Machiche, quien buscaba en él esa satisfacción última y completa que una vida de largo libertinaje le hiciera tan difícil de hallar. No sentía por Cristóbal ningún afecto ni éste mostraba por ella pasión alguna. Se unían con una furiosa ansiedad, allá cada dos meses. Se encerraban en el cuarto de Cristóbal, que estaba contiguo al del fraile, para desesperación e irritado insomnio de éste. Los largos suspiros de la Machiche y los furiosos ronquidos del negro se sucedían en una serie muy larga de episodios, interrumpidos por risas y sollozos de placer.
       Cristóbal había sido macumbero en su tierra natal, pero ahora practicaba un rito muy particular, con heterodoxas modificaciones que contemplaban la supresión del sacrificio animal y en cambio propiciaban largas alquimias vegetales. Los olores de hierbas maceradas, que salían de su cuarto en ciertos días, invadían toda la casa, hasta cuando Don Graci protestaba: “Díganle a ese negro de mierda que deje sus brujerías o nos va a ahogar a todos con sus sahumerios del carajo”.
       Cristóbal tuvo en su momento una providencial participación en los hechos. Su agudo instinto natural lo llevó hacia la muchacha con certera intuición del verdadero carácter de aquélla. Supo prescindir de la mirada ausente de la joven y cuando la llevó al lecho, ella no logró desdoblarse como era su costumbre, sino que se lanzó de lleno al torbellino de los sentidos satisfechos y salió purificada y tranquila de la prueba. Pero allí fue su perdición, tal fue la inicial premonición de su posterior sacrificio.
       El sirviente era buen amigo del fraile, con quien se entendía en un francés con acento isleño. Pero era tal vez con el piloto con quien mejor amistad llevaba y solía acogerlo con una protectora actitud de hermano mayor, de la que se valía el antiguo aviador para detentar ciertos privilegios en las comidas y algunos cuidados suplementarios tales como agua caliente para afeitarse y sábanas limpias cada semana. Con Don Graci conservaba Cristóbal el ascendiente de quien antaño tuviera a raya los deseos del robusto propietario. Por el guardián sentía el negro ese sordo rencor de su raza nacido cuando el primer blanco con casaca militar pisó tierra africana. No se dirigían la palabra, pero jamás dieron muestra exterior de su mutua antipatía, de no ser en ocasiones cuando una orden brusca y cortante del soldado era recibida con un socarrón “Oui Monsieur le para”.
       Los Jueves de Corpus, Cristóbal preparaba un exquisito y condimentado caldo de gallina y las mejores presas iban siempre a los platos del piloto y la Machiche. Cuando servía ese día a la mesa, el negro recitaba una larga salmodia de la cual se conservan algunos apartes. Decía, por ejemplo:
Alabá bembá
en nombre del Orocuá
la gallina se coció.
Para el que quiera gozá
Cristóbal la cocinó.
La sirvió y no la comió
la comió y no la probó
porque el negro la mató,
la mató a la madrugá,
hoy el sol no la miró.
Aracuá del brocué,
ánima del gran Bondó
que me perdone el bundé.
      La retahíla continuaba inagotable y todo el día estaba Cristóbal triste, irritable y suspiraba con infantil melancolía.
       Era zurdo.


La mansión

      El edificio no parecía ofrecer mayor diferencia con las demás haciendas de beneficio cafetero de la región. Pero mirándolo con mayor detenimiento se advertía que era bastante más grande, de más amplias proporciones, de una injustificada y gratuita vastedad que producía un cierto miedo.
       Tenía dos pisos. Un corredor continuo en el piso superior rodeaba cada uno de los tres patios que se sucedían hasta el fondo. El último iba a confundirse con los naranjales y limoneros de la huerta. En el piso alto estaban las habitaciones, en el bajo las oficinas, bodegas y depósitos de herramienta. En los patios empedrados retumbaba el menor ruido, se demoraba la más débil orden y murmuraba gozosamente el agua de los estanques en donde se lavaban las frutas o se despulpaba el café. Estos eran los únicos ruidos perceptibles al internarse en el fresco ámbito nostálgico de los patios.
       No había flores. El dueño las odiaba y su perfume le producía una molesta urticaria en las palmas de las manos y en los muslos.
       Las habitaciones del primer patio estaban todas cerradas con excepción de la que ocupaba el guardián quien, como ya se dijo, había dejado sus pertenencias en el suelo y allí permanecían en ese orden transitorio y precario de las cosas de soldado. Los otros cuartos, cinco en total, servían para albergar viejos muebles, maquinaria devorada por el óxido y cuyo uso era ignorado por los actuales ocupantes de la casa, grandes armarios con libros de cuentas y viejas revistas empastadas en una tela azul monótona e impersonal.
       En habitaciones opuestas del segundo patio vivían la Machiche y el piloto, y allí fue a refugiarse la muchacha la primera noche que pasó en la mansión en condiciones, que ya se sabrán. En el último patio vivían Don Graci, el sirviente y el fraile. La habitación del dueño era la más amplia de todas, estaba formada por dos cuartos cuya pared medianera había sido derribada. Un gran lecho de bronce se levantaba en el centro del amplio espacio y lo rodeaban sillas de la más variada condición y estilo. En un rincón, al fondo, estaba la tina de las abluciones que descansaba sobre cuatro garras de esfinge labradas laboriosamente en el más abominable estilo fin de siglo. Dos cuadros adornaban el recinto. Uno ilustraba, dentro de cierta ingenua concepción del desastre, el incendio de un cañaveral.
       Bestias de proporciones exageradas huían despavoridas de las llamas con un brillo infernal en las pupilas. Una mujer y un hombre, desnudos y aterrados, huían en medio de los animales. La otra pintura mostraba una virgen de facciones casi góticas con un niño en las rodillas que la miraba con evidente y maduro rencor, por completo ajeno a la serena expresión de la madre.
       La mansión se levantaba en la confluencia de dos ríos torrentosos que cruzaban el valle sembrado de naranjos, limoneros y cafetos. La cordillera alta, de un azul vegetal profundo, mantenía el valle en sombras en una secreta intimidad vigilada por los grandes árboles de copa rala y profusa floración de un color púrpura, que nunca se ausentaba de la coronada cabeza que daban sombras a los cafetales.
       Una vía férrea construida hacía muchos años daba acceso al valle por una de las gargantas en donde se precipitaban las aguas en torrentoso bullicio. Los ingenieros debieron arrepentirse luego de un trazado tan ajeno a todo propósito práctico y desviaron la vía fuera del valle. Dos puentes quedaron para atestiguar el curso original de la obra. Aún servían para el tránsito de hombres y bestias. Estaban techados con lámina de zinc, y cada vez que pasaban las recuas de mulas de la hacienda el piso retumbaba con fúnebre y monótono sonido.
       La hacienda se llamaba “Araucaíma” y así lo indicaba una desteñida tabla con letras color lila y bordes dorados colocada sobre la gran puerta principal que daba acceso al primer patio de la mansión. El origen del nombre era desconocido y no se parecía en nada al de ningún lugar o río de la región. Se antojaba más bien fruto de alguna fantasía de Don Graci, nacida a la sombra de quién sabe qué recuerdo de su ya lejana juventud en otras tierras.


Los hechos

      El guardián llevó a la joven hasta el segundo patio de la casa y llamó a gritos a la Machiche para que se hiciera cargo de ella. La muchacha pedía que le permitieran lavarse la cara y arreglarse un poco antes de seguir su paseo, pero en sus ojos se notaba la curiosidad por husmear y conocer más de cerca el lugar que le atraía.
       Las dos mujeres se enfrentaron en el corredor de abajo. La Machiche, desde la parte alta, miraba a la muchacha que esperaba al lado del guardián en el patio empedrado. Observaba la opulenta humanidad de esa hembra agria y desconfiada, que la examinaba a su vez, no sin envidia ante la agresiva juventud que emanaba del joven cuerpo como un halo invisible pero siempre presente.
       “Esta muchacha quiere saber dónde queda el baño”, explicó el guardián sin muchos miramientos y se alejó sin esperar la respuesta.
       “Venga conmigo”, le indicó la Machiche a la joven, quien la siguió por los corredores del segundo piso hasta una estrecha estancia en donde una palangana y un trípode hacían las veces de baño. En el fondo, detrás de una mugrienta cortina rosada, estaba el escusado con su tanque alto comido por el óxido y el moho. “Aquí se puede lavar la cara y si necesita otra cosa, el escusado está detrás de la cortina. Si lo va a usar cierre primero la puerta”, y la dejó en medio del zumbido de los mosquitos y del húmedo silencio de la estancia.
       Cuando hubo terminado de arreglarse, la joven salió al corredor y se encontró de manos a boca con el piloto, que llevaba con aire apresurado unos papeles. Se quedó sorprendido ante la aparición de la visitante y con esa sonrisa fácil y acogedora que se le colocaba en el rostro, casi sin él proponérselo, la saludó con lo que a ella le pareció, después de la acogida del guardián y la Machiche el colmo de la amabilidad. Hablaron un rato recostados en el barandal que daba al gran silencio del patio que se oscurecía con las sombras de la tarde.
       El piloto invitó a la muchacha a que se quedara esa noche en la mansión, ya que empezaba a caer la noche y el camino de regreso al hotel se haría intransitable en bicicleta. Ella aceptó con esa ligereza de quien se entrega al destino con la ciega confianza de un animal sagrado.
       No es fácil reconstruir paso a paso los hechos ni evocar los días que la muchacha vivió en la mansión. Lo cierto es que entró a formar parte de la casa y comenzó a tejer la red que los llevaría a todos al desastre, sin darse cuenta de ello, pero con la inconsciencia de quien se sabe parte de un complicado y ciego mecanismo que gobierna cada hora de la vida.
       Durante dos noches durmió en el mismo cuarto con la Machiche. Luego resolvió irse a dormir con el piloto, cuya cordialidad fácil le atraía y cuyas historias de países visitados durante una sola noche le sedujeron en extremo. Cuando, a pesar de las caricias interminables que la dejaban en una cansada excitación histérica, el piloto no pudo poseerla, lo dejó y se fue a dormir sola a un cuarto del segundo patio, contiguo a una habitación que usaba el fraile como cuarto de estudio. No tardaron los dos en hacer una amistad construida de sincero afecto y de una sorda y profunda comprensión de la carne. El fraile la desnudaba en su estudio y hacían el amor en los desvencijados sillones de cuero o sobre una vasta mesa de biblioteca llena de papeles y revistas empolvadas.
       Al fraile le encantaba la franca y directa disposición de la muchacha para mantener sus relaciones al margen de la pasión y a ella le seducía la serena y sólida firmeza del fraile para evitar todo rasgo infantil, banal o simplemente débil, comunes a toda relación entre hombre y mujer. Copulaban furiosamente y conversaban en amistosa y serena compañía.
       Fue el dueño, Don Graci, quien, con la envidia de los invertidos y la gratuita maldad de los obesos, incitó al sirviente en secreto para que sedujera a la muchacha y se la quitara al fraile. En efecto, el negro la esperó un día cuando ella iba a bañarse en una de las acequias que cruzaban los naranjales. Tras un largo y doliente ronroneo la convenció de que se le entregara. Ese día la joven probó la impaciente y antigua lujuria africana hecha de largos desmayos y de violentas maldiciones. Desde ese día acudió como sonámbula a las citas en la huerta y se dejaba hacer del sirviente con una mansedumbre desesperanzada. Le contó al fraile lo sucedido y éste siguió siendo su amigo pero nunca más la llevó al estudio. No obró así a causa del miedo o la prudencia, sino por cierto secreto sentido del orden, por una determinada intuición de equilibrio que lo llevaba a colocarse al margen de un caos que anunciaba la aniquilación y la muerte.
       La Machiche, al comienzo, se hizo la desentendida sobre las nuevas relaciones de la joven y nada dijo. Seguía acostándose con el negro cuando lo necesitaba y por entonces traía un deseo creciente de seducir de nuevo al guardián, quien la había dejado hacía ya varios años y nunca más le prestara atención. Mientras la Machiche se interesó en el soldado las cosas transcurrieron en forma tranquila. Pero una reprimenda del mercenario al sirviente vino a romper esa calma. La mutua antipatía entre los dos era evidente.
       Una noche en que el guardián esperaba a la Machiche ésta no acudió a la cita. Por un oportuno comentario de Don Graci durante el desayuno al día siguiente, el guardián se enteró que aquélla había dormido con el sirviente. Durante el día no faltó ocasión para que se encontraran los dos y a una orden cortante y cargada de desprecio del soldado, el negro se le echó encima ciego de furia. Dos certeros golpes dieron con el sirviente en tierra y el guardián siguió su ronda como si nada hubiera sucedido. Esa noche le dijo a la Machiche que no quería nada con ella, que no aguantaba más la peste de negro que despedía en las noches y que su blanco cuerpo de mujerona de puerto ya no despertaba en él ningún deseo. La Machiche rumió varios días el desencanto y la rabia hasta cuando encontró en quién desfogarlos impunemente. Puso los ojos en la muchacha, le achacó para sus adentros toda la culpa de su fracaso con el guardián y se propuso vengarse de la joven.
       El primer paso fue ganarse su confianza y para ello no encontró la menor dificultad. Angela vivía un clima de constante excitación; su fracaso con el piloto, su truncada relación con el fraile y los violentos y esporádicos episodios con el sirviente, la habían dejado presa de un inagotable deseo siempre presente y sugerido por cada objeto, por cada incidente de su vida cotidiana. La Machiche percibió el estado de la joven. La invitó a compartir de nuevo su cuarto con palabras amables y con cierta complicidad entre mujeres. La muchacha aceptó encantada.
       Un día que comparaban, antes de acostarse, algunas proporciones y circunstancias de sus cuerpos, la Machiche comenzó a acariciar los pechos de la joven con aire distraído y ésta, sin hallar escape a la creciente excitación, se quedó en silencio dejando hacer a la experta ramera. La Machiche comenzó a besarla y la llevó lentamente a la cama y allí le fue indicando, con ademanes seguros y discretos, el camino para satisfacer su deseo. La ceremonia se repitió varias noches y Angela descubrió el mundo febril del amor entre mujeres.
       No tardó Don Graci en conocer el asunto, por algunas frases dejadas caer por la Machiche, y el dueño empezó a invitar a las dos mujeres a participar en sus abluciones, con prescindencia de los demás habitantes de la mansión. Largas horas duraba el baño del frenético trío. Don Graci presidía los episodios entre las dos hembras y gustaba de hacer indicaciones, llegado el momento, para participar desde la neutralidad de sus años en los espasmos de la joven. Esta se aficionó a la Machiche cada día con mayor violencia y la mujer la dejaba avanzar en el desorden de un callejón sin salida, al que la empujaba el desviado curso de sus instintos.
       Cuando la Machiche comprobó que Angela estaba por completo en su poder y sólo en ella encontraba la satisfacción de su deseo, asestó el golpe. Lo hizo con la probada serenidad de quien ha dispuesto muchas veces de la vida ajena, con el tranquilo desprendimiento de las fieras.
       Una noche se acercó la muchacha a su cama mientras ella hojeaba una revista. Angela empezó a besarle las espesas y desnudas piernas, mientras la Machiche se abstraía en la lectura o simulaba hacerlo. La mujer permaneció indiferente a las caricias de la joven, hasta cuando ésta se dio cuenta de la actitud de su amiga.
       “¿Estás cansada?”, le preguntó con un leve tono de queja en la voz.
       “Sí, estoy cansada”, respondió la otra, cortante.
       “¿Cansada solamente o cansada de mí?”, inquirió la muchacha con ese insensato candor de los enamorados, que se precipitan por sí solos en los mayores abismos por obra de sus propias palabras.
       “La verdad, chiquita, es que estoy cansada de todo esto”, comenzó a explicar la Machiche con una voz neutra que penetraba dolorosamente en los sentidos de Angela. “Al principio me interesaste un poco y cuando Don Graci nos invitó a bañarnos con él, no tuve más remedio que aceptar. Ya sabes, él nos sostiene a todos y no me gusta contrariarlo. Pero yo soy una mujer para machos, chiquita. Necesito un hombre, estoy hecha para los hombres, para que ellos me gocen. Las mujeres no me interesan, me aburren como amigas y me aburren en la cama y mas tú que estás tan verde todavía. Ya Don Graci no nos llama para bañarse con nosotras, también él se debió aburrir de vernos hacer siempre lo mismo. Vamos a dejar todo esto por la paz, chiquita. Pásate a tu cama y duérmete tranquila. Yo lo que necesito es un macho, un macho que huela y grite como macho, no una niñita que chilla como un gato enfermo. Vamos... a dormir”.
       Angela, al comienzo, pensó en alguna burla siniestra; pero el tono y las palabras de la mujerona se ajustaban tan estrictamente a la verdad que bien pronto se dio cuenta de que la Machiche estaba hablando con irremediable seriedad. Se aterró al pensar que nunca más harían juntas el amor, rechazó la idea como imposible, pero ésta tornó a imponerse como un presente irrevocable.
       Fue como sonámbula hacia su lecho, se acostó y comenzó a llorar en forma persistente, inagotable, desolada. La Machiche se durmió arrullada por el llanto de Angela y reconfortada en el fresco sabor de la venganza.
       A la mañana siguiente el guardián entró temprano al cuarto de los aparejos y encontró el cuerpo de Angela colgando de una de las vigas. Se había ahorcado en la madrugada subiéndose a una silla que arrojó con los pies, luego de amarrarse al cuello una recia soga.


Funeral

      Llevaron el cadáver a la alcoba de Don Graci y allí lo tendieron en el suelo. El sirviente y el guardián fueron a la orilla del río para cavar la tumba. El dueño inquirió con el fraile los detalles de los hechos y éste lo puso al corriente de todo. Le contó que la noche anterior la muchacha había tocado a su puerta y le había pedido ayuda y que la oyera en confesión. La pobre estaba en una lamentable confusión interior y sentía que el mundo se le había derrumbado de pronto en forma definitiva.
       La Machiche no estuvo presente durante el relato del fraile y se encerró en su alcoba en actitud huraña. El piloto también se ausentó antes de que el fraile comenzara su relato. Dijo que precisaba revisar algunas cuentas y le pidió al fraile las llaves de su habitación para sacar unos comprobantes. Mostraba una inquietante serenidad ante la suerte de la muchacha.
       Terminado el relato del fraile, Don Graci comentó: “No sé de quién haya sido la culpa de todo esto, pero nos puede acarrear muchas dificultades, ya verá usted. Desde un principio yo me opuse a que esta muchacha siguiera viviendo con nosotros, pero como lo que yo digo aquí no se toma en cuenta y siempre acaba por hacerse lo que ustedes quieren, ahora todos vamos a tener que cargar con las consecuencias. Hay que arreglar a esta mujer antes de enterrarla”. Se refería Don Graci a la necesidad de cubrir el cuerpo que estaba desnudo y mostraba, junto con los primeros síntomas de la rigidez una cierta madura ostentación de sus atributos femeninos. Los senos se habían desarrollado a ojos vista con su trato con la Machiche y el sexo henchido se ofrecía con una evidencia que no lograban ocultar los vellos del pubis.
       Entre el fraile y Don Graci lavaron el cadáver con una infusión de hojas de naranjo, indicada según el dueño, para detener la descomposición y lo envolvieron luego en una sábana. Estaban terminando su tarea cuando oyeron dos disparos provenientes del segundo patio. Se escuchó luego un forcejeo violento, un golpe seco y después reinó el tibio silencio vespertino. El fraile y Don Graci acudieron precipitadamente y desde el corredor vieron cómo en el patio el guardián sujetaba contra el suelo al sirviente con una llave de judo que lo mantenía inmóvil. A un lado la Machiche, tendida en el empedrado, agonizaba con dos grandes heridas en el pecho de las que manaba, a cada estertor, una sangre oscura y abundante. Más allá yacía el piloto con el cráneo grotescamente destrozado. El fraile corrió a ayudar a la Machiche que, entre gorgoteos y muecas de dolor, repetía con voz débil: “Tenía que ser este maricón de mierda... tenía que ser...”. Don Graci fue hacia el guardián y le ordenó que soltara al sirviente, que se retorcía con el rostro contra las piedras. El soldado dejó libre al negro, quien se alejó mansamente obedeciendo a una orden de Don Graci.
       “Veníamos de cavar la tumba”, explicó el mercenario, “cuando oímos los disparos. El piloto le había disparado a la Machiche y traía en la mano la pistola del fraile. El negro se le fue encima sin darle tiempo a nada y con la pala lo derribó del primer golpe. Ya en el suelo siguió golpeándolo hasta que logré inmovilizarlo. Estaba enloquecido”.
       El fraile se encargó de todo. Llevó con el guardián los cadáveres de las dos mujeres hasta la tumba cavada a orillas del río y los enterró juntos. La Machiche había muerto lanzando sordas maldiciones contra el piloto y rogando que no la dejaran morir.
       El cadáver del piloto fue llevado a los hornos del trapiche. Don Graci fue por el negro para que encendiera los quemadores del horno y lo encontró en su pieza, de rodillas contra la cama, rezando frente a un retrato del rey Víctor Manuel III. Oraba en su dialecto en medio de profundos sollozos. Llorando fue hasta los hornos y mientras cebaba las calderas murmuraba sordamente: “Machiche... ma petite Machiche... la gandamblé... Machiche la gurimbó...”. Un leve humo azul subió en el claro cielo de la tarde indicando el voraz trabajo de los hornos. Del piloto quedaron apenas un breve montón de cenizas y su gorra de capitán de aviación colgada en los corredores.
       Esa misma noche Don Graci abandonó la mansión seguido por el sirviente, que le llevaba las maletas y que partió con él. Dos días después, el guardián hizo su mochila y partió en la bicicleta que trajera Angela. El fraile permaneció algunos días más. Al partir cerró todas las habitaciones y luego el gran portón de la entrada. La mansión quedó abandonada mientras el viento de las grandes lluvias silbaba por los corredores y se arremolinaba en los patios.

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