Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)
Un homenaje y siete nocturnos
(México: Ediciones El Equilibrista, 1987);
(Pamplona: Editorial Pamiela, 1987)
Después de escuchar la música de Mario Lavista
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)
Un homenaje y siete nocturnos
(México: Ediciones El Equilibrista, 1987);
(Pamplona: Editorial Pamiela, 1987)
Después de escuchar la música de Mario Lavista
El aire se serena
y vista de hermosura y luz no usada.
Fray Luis de León
y vista de hermosura y luz no usada.
Fray Luis de León
Ni aquel que con la sola virtud de su mirada
detiene el deslizamiento de los glaciares
suspensos, por un instante, en su desmesurada
blancura, antes de la avalancha desbocada
en el vértigo de sus destrucciones.
Ni aquel que alza un fruto partido por la mitad
y lo ofrece a la vasta soledad del cielo
en donde el sol establece
su abrasadora labor a la hora de la siesta.
Ni aquel que mide con minuciosa exactitud
los espacios del aire, las zonas donde la muerte
acecha con su ciega jauría y que es el mismo
que maneja la espada y reconoce
en las manchas irisadas de la hoja
un veredicto inapelable, instantáneo y certero.
Ni aquel que implora una limosna
bajo los altos soportes de piedra
en donde el eco repite sus súplicas,
libres de la vanidosa aflicción del pudor.
Ni aquel que sube a los trenes
sabiendo que no ha de volver
porque el regreso es un espejismo deleznable.
Ni aquel que acecha al amanecer el paso
de raudas migraciones que, por un instante,
pueblan el cielo con la sombra de su tránsito
anunciador de monzones y de pardas desventuras.
Ni aquel que dice saber y calla
y con su silencio apenas logra alejarnos
de estériles maquinaciones sin salida.
Ni ningún otro que intente exhibir
ante nosotros la más especiosa y letal
de esas destrezas que le son dadas ejercer
al hombre para orientar el sino
de sus disoluciones y mudanzas.
Nadie, en fin, conseguirá evocar
la despojada maravilla de esta música
limpia de las más imperceptibles huellas
de nuestra perecedera voluntad de canto.
De espaldas al mundo, al polvo,
al tibio remolino de nostalgias y sueños
y de efímeras representaciones,
esta leve fábrica se levanta
por el solo milagro de haber vencido
al tiempo y a sus más recónditas argucias.
Apenas escuchada, se transforma,
cambia de lugar y nos sorprende
desde un rincón donde jamás
sospechamos que se diera.
No tiene signo este don de una eternidad
que, sin pertenecernos, nos rescata
del uso y las costumbres,
de los días y del llanto ,
del gozo y su ceniza voladora.
Imposible saber en qué parcela del azar
agazapada esta música destila
su instantáneo licor de transparencia
y nos lleva al borde de un océano
que sin cesar recrea en sus orillas
la dorada permanencia de las formas.
Del diálogo del cristal y del oboe,
de lo que el clarinete propone como huída
y la flauta regresa a sus dominios,
de lo que las cuerdas ofrecen como enigma
y ellas mismas devuelven a la nada,
sólo el silencio guarda la memoria.
No sabemos y en nuestra conquistada resignación
tal vez está el secreto de ese instante
otorgado por los dioses
como una prueba de nuestra obediencia
a un orden donde el tiempo ha perdido
la engañosa condición de sus poderes.
detiene el deslizamiento de los glaciares
suspensos, por un instante, en su desmesurada
blancura, antes de la avalancha desbocada
en el vértigo de sus destrucciones.
Ni aquel que alza un fruto partido por la mitad
y lo ofrece a la vasta soledad del cielo
en donde el sol establece
su abrasadora labor a la hora de la siesta.
Ni aquel que mide con minuciosa exactitud
los espacios del aire, las zonas donde la muerte
acecha con su ciega jauría y que es el mismo
que maneja la espada y reconoce
en las manchas irisadas de la hoja
un veredicto inapelable, instantáneo y certero.
Ni aquel que implora una limosna
bajo los altos soportes de piedra
en donde el eco repite sus súplicas,
libres de la vanidosa aflicción del pudor.
Ni aquel que sube a los trenes
sabiendo que no ha de volver
porque el regreso es un espejismo deleznable.
Ni aquel que acecha al amanecer el paso
de raudas migraciones que, por un instante,
pueblan el cielo con la sombra de su tránsito
anunciador de monzones y de pardas desventuras.
Ni aquel que dice saber y calla
y con su silencio apenas logra alejarnos
de estériles maquinaciones sin salida.
Ni ningún otro que intente exhibir
ante nosotros la más especiosa y letal
de esas destrezas que le son dadas ejercer
al hombre para orientar el sino
de sus disoluciones y mudanzas.
Nadie, en fin, conseguirá evocar
la despojada maravilla de esta música
limpia de las más imperceptibles huellas
de nuestra perecedera voluntad de canto.
De espaldas al mundo, al polvo,
al tibio remolino de nostalgias y sueños
y de efímeras representaciones,
esta leve fábrica se levanta
por el solo milagro de haber vencido
al tiempo y a sus más recónditas argucias.
Apenas escuchada, se transforma,
cambia de lugar y nos sorprende
desde un rincón donde jamás
sospechamos que se diera.
No tiene signo este don de una eternidad
que, sin pertenecernos, nos rescata
del uso y las costumbres,
de los días y del llanto ,
del gozo y su ceniza voladora.
Imposible saber en qué parcela del azar
agazapada esta música destila
su instantáneo licor de transparencia
y nos lleva al borde de un océano
que sin cesar recrea en sus orillas
la dorada permanencia de las formas.
Del diálogo del cristal y del oboe,
de lo que el clarinete propone como huída
y la flauta regresa a sus dominios,
de lo que las cuerdas ofrecen como enigma
y ellas mismas devuelven a la nada,
sólo el silencio guarda la memoria.
No sabemos y en nuestra conquistada resignación
tal vez está el secreto de ese instante
otorgado por los dioses
como una prueba de nuestra obediencia
a un orden donde el tiempo ha perdido
la engañosa condición de sus poderes.
Nocturno I
La tenue luz de esa lámpara
en la noche débilmente
se debate con las sombras
No alcanza a rozar los muros
ni a penetrar en la tiniebla
sin límites del techo
Por el suelo avanza
No logra abrirse paso
más allá de su reino intermitente
restringido al breve ámbito
de sus oscilaciones
Al alba termina
su duelo con la noche
la astuta tejedora
en su blanda trama
de hollín y desamparo
Como un pálido aviso
del mundo de los vivos
esa luz apenas presente
ha bastado
para devolvernos a la mansa
procesión de los días a su blanca secuencia
de horas muertas
De su terca vigilia
de su clara batalla
con la sombra sólo queda
de esa luz vencida
la memoria de su vana proeza
Así las palabras buscando
presintiendo el exacto lugar
que las espera en el frágil
maderámen del poema
por designio inefable
de los dioses.
en la noche débilmente
se debate con las sombras
No alcanza a rozar los muros
ni a penetrar en la tiniebla
sin límites del techo
Por el suelo avanza
No logra abrirse paso
más allá de su reino intermitente
restringido al breve ámbito
de sus oscilaciones
Al alba termina
su duelo con la noche
la astuta tejedora
en su blanda trama
de hollín y desamparo
Como un pálido aviso
del mundo de los vivos
esa luz apenas presente
ha bastado
para devolvernos a la mansa
procesión de los días a su blanca secuencia
de horas muertas
De su terca vigilia
de su clara batalla
con la sombra sólo queda
de esa luz vencida
la memoria de su vana proeza
Así las palabras buscando
presintiendo el exacto lugar
que las espera en el frágil
maderámen del poema
por designio inefable
de los dioses.
Nocturno en Compostela
Sobre la piedra constelada
vela el Apóstol.
Listo para partir, la mano presta
en su bastón de peregrino,
espera, sin embargo, por nosotros
con paciencia de siglos.
Bajo la noche estrellada de Galicia
vela el Apóstol, con la esperanza
sin sosiego de los santos
que han caminado todos los senderos,
con la esperanza intacta de los que,
andando el mundo, han aprendido
a detener a los hombres en su huida,
en la necia rutina de su huida,
y los han despertado
con esas palabras simples
con las que se hace presente la verdad.
En la plaza del Obradoiro,
pasada la media noche,
termina nuestro viaje
y ante las puertas de la Catedral
saludo al Apóstol:
Aquí estoy —le digo—, por fin,
tú que llevas el nombre de mi padre,
tú que has dado tu nombre a mi hijo,
aquí estoy, Boanerges, sólo para decirte
que he vivido en espera de este instante
y que todo está ya en orden.
Porque las caídas, los mezquinos temores,
las necias empresas que terminan en nada,
el delirio que se agota en la premiosa
lentitud de las palabras, las traiciones
a lo que un día creímos lo mejor de nosotros,
todo eso y mucho más que callo o que olvido,
todo es, también, o solamente,
el orden; porque todo ha sucedido,
Jacobo visionario, bajo la absorta mirada
de tus ojos de andariego enseñante
de la más alta locura.
Aquí, ahora, con Carmen a mi lado,
mientras el viento nocturno
barre las losas que pisaron monarcas y mendigos,
leprosos de miseria y caballeros
cuya carne también caía a pedazos,
aquí te decimos simplemente:
De todo lo vivido, de todo lo olvidado,
de todo lo escondido en nuestro pobre sueño,
tan breve en el tiempo
que casi no nos pertenece,
venimos a ofrecerte lo que consiga
salvar tu clemencia de hermano.
Jaime, Jacobo, Yago,
Tú, Hijo del Trueno,
vemos que ya nos has oído,
porque esta piedra constelada
y esta noche por la que corren las nubes
como ejércitos que reúnen sus banderas,
nos están diciendo
con voz que sólo puede ser la tuya:
“Sí, todo está en orden,
todo lo ha estado siempre
en el quebrantado y terco
corazón de los hombres”.
vela el Apóstol.
Listo para partir, la mano presta
en su bastón de peregrino,
espera, sin embargo, por nosotros
con paciencia de siglos.
Bajo la noche estrellada de Galicia
vela el Apóstol, con la esperanza
sin sosiego de los santos
que han caminado todos los senderos,
con la esperanza intacta de los que,
andando el mundo, han aprendido
a detener a los hombres en su huida,
en la necia rutina de su huida,
y los han despertado
con esas palabras simples
con las que se hace presente la verdad.
En la plaza del Obradoiro,
pasada la media noche,
termina nuestro viaje
y ante las puertas de la Catedral
saludo al Apóstol:
Aquí estoy —le digo—, por fin,
tú que llevas el nombre de mi padre,
tú que has dado tu nombre a mi hijo,
aquí estoy, Boanerges, sólo para decirte
que he vivido en espera de este instante
y que todo está ya en orden.
Porque las caídas, los mezquinos temores,
las necias empresas que terminan en nada,
el delirio que se agota en la premiosa
lentitud de las palabras, las traiciones
a lo que un día creímos lo mejor de nosotros,
todo eso y mucho más que callo o que olvido,
todo es, también, o solamente,
el orden; porque todo ha sucedido,
Jacobo visionario, bajo la absorta mirada
de tus ojos de andariego enseñante
de la más alta locura.
Aquí, ahora, con Carmen a mi lado,
mientras el viento nocturno
barre las losas que pisaron monarcas y mendigos,
leprosos de miseria y caballeros
cuya carne también caía a pedazos,
aquí te decimos simplemente:
De todo lo vivido, de todo lo olvidado,
de todo lo escondido en nuestro pobre sueño,
tan breve en el tiempo
que casi no nos pertenece,
venimos a ofrecerte lo que consiga
salvar tu clemencia de hermano.
Jaime, Jacobo, Yago,
Tú, Hijo del Trueno,
vemos que ya nos has oído,
porque esta piedra constelada
y esta noche por la que corren las nubes
como ejércitos que reúnen sus banderas,
nos están diciendo
con voz que sólo puede ser la tuya:
“Sí, todo está en orden,
todo lo ha estado siempre
en el quebrantado y terco
corazón de los hombres”.
Nocturno III
Había avanzado la noche hasta establecer sus dominios
acallando apagando todo rumor todo ruido
que no fueran propios de su expandida tiniebla
de sus tortuosas galerías de sus lentos laberintos
por los que se avanza dando tumbos contra blandas paredes
donde rebota el eco de palabras y pasos de otros días
y flotan y se acercan y se alejan rostros
disueltos en el hollín impalpable del sueño
rostros que nos visitaron en la infancia
o que encontramos un día cualquiera
en los anónimos pasillos de un ministerio
o en el lavabo de una estación de tren abandonada
o junto a una mujer que tal vez hubiera cambiado nuestra vida
y con la que nunca hablamos ni supimos su nombre
y que tomaba lentamente un vaso de leche tibia
en el sórdido rincón de un café de provincia
en donde el ruido de las bolas de billar
se mezclaba con la gangosa música de un tocadiscos
o en la pulcra oficina de correos de Namur
a donde fuimos por un paquete de ultramar.
Porque la noche reserva
esas sorpresas destinadas a quienes saben negociar
con sus poderes y perderse en sus corredores
habiendo abandonado por completo las precarias
armas que concede la vigilia y violado la limitada
tolerancia con la que nos permite internarnos
en ciertas regiones sin dejar de ejercer
sobre nosotros sus decretos de ceniza ni de extender
a nuestro paso la raída alfombra de sus concesiones
Pocos son en verdad son los elegidos que se libran
de tales trabas y se lanzan a la noche con el afán
de quien intenta aprovechar plenamente esas vacaciones
sin término que el oscuro prestigio de sus reinos propone
como quien regala una aleatoria eternidad
una supervivencia sin garantía pero provista en cambio
de una módica cuota de tentadoras encrucijadas
en donde el placer se nos viene encima
con la felina presteza de lo que ha de perderse
Porque tiene radas la noche dársenas
tenuemente iluminadas móviles vegetaciones
de algas ansiosas que nos acogen meciendo
pausadamente sus telones cambiantes sus velos funerales
Y es por eso que quienes han sellado el pacto
suelen preparar con minucia y prudente entusiasmo
cada excursión por los reinos nocturnos
Como esos viajeros que guardan una botella de vino
bebió para despedir a quienes fueron a la guerra
y en las tardes la llenan de nuevo con aceite de palma
y sudor recogido en las sienes de los agonizantes
o como esos maquinistas que antes de emprender la partida
y acumular presión en las calderas graban en las paredes
de las mismas la oración de los pastores sin ganado
Pero tampoco es esto porque aquel que se instala
tras las fronteras de la noche no precisa ajustarse
a reglas tan rígidas ni a condiciones tan específicas
Es más bien como un dejarse llevar por la corriente
intentando apenas con un leve sacudir de las piernas
o con una brazada oportuna impedir el golpe
contra las piedras y ceder al impulso de las aguas
sin perder nunca una cierta autonomía
No para escapar al fin sino para que el descenso tenga
más de viaje sujeto a los caprichos del deseo
que de vértigo impuesto por las aguas
Pero tampoco es esto así porque la noche misma
va dejando trampas por las que podemos escapar
de repente y es en el trabajo de presentirlas y evitarlas
cuando corremos el riesgo de perder lo mejor de la jornada
Por eso lo indicado es dejar una delgada zona de la conciencia
a cargo de esa tarea y lanzar el resto
a la plenitud de los poderes nocturnos
con la certeza siempre de que en ellos
hemos de errar sin sosiego sin cuidar que allí
acecha una falacia porque no existe prueba
de que nadie haya podido evitar el regreso.
acallando apagando todo rumor todo ruido
que no fueran propios de su expandida tiniebla
de sus tortuosas galerías de sus lentos laberintos
por los que se avanza dando tumbos contra blandas paredes
donde rebota el eco de palabras y pasos de otros días
y flotan y se acercan y se alejan rostros
disueltos en el hollín impalpable del sueño
rostros que nos visitaron en la infancia
o que encontramos un día cualquiera
en los anónimos pasillos de un ministerio
o en el lavabo de una estación de tren abandonada
o junto a una mujer que tal vez hubiera cambiado nuestra vida
y con la que nunca hablamos ni supimos su nombre
y que tomaba lentamente un vaso de leche tibia
en el sórdido rincón de un café de provincia
en donde el ruido de las bolas de billar
se mezclaba con la gangosa música de un tocadiscos
o en la pulcra oficina de correos de Namur
a donde fuimos por un paquete de ultramar.
Porque la noche reserva
esas sorpresas destinadas a quienes saben negociar
con sus poderes y perderse en sus corredores
habiendo abandonado por completo las precarias
armas que concede la vigilia y violado la limitada
tolerancia con la que nos permite internarnos
en ciertas regiones sin dejar de ejercer
sobre nosotros sus decretos de ceniza ni de extender
a nuestro paso la raída alfombra de sus concesiones
Pocos son en verdad son los elegidos que se libran
de tales trabas y se lanzan a la noche con el afán
de quien intenta aprovechar plenamente esas vacaciones
sin término que el oscuro prestigio de sus reinos propone
como quien regala una aleatoria eternidad
una supervivencia sin garantía pero provista en cambio
de una módica cuota de tentadoras encrucijadas
en donde el placer se nos viene encima
con la felina presteza de lo que ha de perderse
Porque tiene radas la noche dársenas
tenuemente iluminadas móviles vegetaciones
de algas ansiosas que nos acogen meciendo
pausadamente sus telones cambiantes sus velos funerales
Y es por eso que quienes han sellado el pacto
suelen preparar con minucia y prudente entusiasmo
cada excursión por los reinos nocturnos
Como esos viajeros que guardan una botella de vino
bebió para despedir a quienes fueron a la guerra
y en las tardes la llenan de nuevo con aceite de palma
y sudor recogido en las sienes de los agonizantes
o como esos maquinistas que antes de emprender la partida
y acumular presión en las calderas graban en las paredes
de las mismas la oración de los pastores sin ganado
Pero tampoco es esto porque aquel que se instala
tras las fronteras de la noche no precisa ajustarse
a reglas tan rígidas ni a condiciones tan específicas
Es más bien como un dejarse llevar por la corriente
intentando apenas con un leve sacudir de las piernas
o con una brazada oportuna impedir el golpe
contra las piedras y ceder al impulso de las aguas
sin perder nunca una cierta autonomía
No para escapar al fin sino para que el descenso tenga
más de viaje sujeto a los caprichos del deseo
que de vértigo impuesto por las aguas
Pero tampoco es esto así porque la noche misma
va dejando trampas por las que podemos escapar
de repente y es en el trabajo de presentirlas y evitarlas
cuando corremos el riesgo de perder lo mejor de la jornada
Por eso lo indicado es dejar una delgada zona de la conciencia
a cargo de esa tarea y lanzar el resto
a la plenitud de los poderes nocturnos
con la certeza siempre de que en ellos
hemos de errar sin sosiego sin cuidar que allí
acecha una falacia porque no existe prueba
de que nadie haya podido evitar el regreso.
Nocturno en Valdemosa
A Jan Zych
“le silence... tu peux crier... le silence encore”
—Carta de Chopin al poeta Mickiewicz desde Valdemosa
—Carta de Chopin al poeta Mickiewicz desde Valdemosa
La tramontana azota en la noche
las copas de los pinos.
Hay una monotona insistencia
en ese viento demente y terco
que ya les habian anunciado en Port Vendres.
La tos se ha calmado al fin pero la fiebre queda
como un aviso aciago, inapelable,
de que todo ha de acabar en un plazo que se agota
con premura que no estaba prevista.
No halla sosiego y gimen las correas
que sostienen el camastro desde el techo.
Sobre los tejados de pizarra,
contra los muros del jardin oculto en la tiniebla,
insiste el viento como bestia acosada
que no encuentra la salida y se debate
agotando sus fuerzas sin remedio.
El insomnio establece sus astucias
y echa a andar la veloz devanadera:
regresa todo lo aplazado y jamas cumplido,
las musicas para siempre abandonadas
en el laberinto de lo posible,
en el paciente olvido acogedor.
El mas arduo suplicio tal vez sea
el necio absurdo del viaje
en busca de un clima mas benigno
para terminar en esta celda,
alto feretro donde la humedad
traza vagos mapas que la fiebre
insiste en descifrar sin conseguirlo.
El musgo crea en el piso
una alfombra resbalosa
de sepulcro abandonado.
Por entre el viento y la vigilia
irrumpe la instantanea certeza
de que esta torpe aventura participa
del variable signo que ha enturbiado
cada momento de su vida.
Hasta el incomparable edificio de su obra
se desvanece y pierde por entero
toda presencia, toda razon, todo sentido.
Regresar a la nada se le antoja
un alivio, un balsamo oscuro y eficaz
que los dioses ofrecen compasivos.
La voz del viento trae
la llamada febril que lo procura
desde esa otra orilla donde el tiempo
no reina ni ejerce ya poder alguno
con la hiel de sus conjuras y maquinaciones.
La tramontana se aleja, el viento calla
y un sordo grito se apaga en la garganta
del insomne.
Al silencio responde otro silencio,
el suyo, el de siempre, el mismo
del que aun brotara por breve plazo
el delgado manantial de su musica
a ninguna otra parecida y que nos deja
la nostalgia lancinante de un enigma
que ha de quedar sin respuesta para siempre.
las copas de los pinos.
Hay una monotona insistencia
en ese viento demente y terco
que ya les habian anunciado en Port Vendres.
La tos se ha calmado al fin pero la fiebre queda
como un aviso aciago, inapelable,
de que todo ha de acabar en un plazo que se agota
con premura que no estaba prevista.
No halla sosiego y gimen las correas
que sostienen el camastro desde el techo.
Sobre los tejados de pizarra,
contra los muros del jardin oculto en la tiniebla,
insiste el viento como bestia acosada
que no encuentra la salida y se debate
agotando sus fuerzas sin remedio.
El insomnio establece sus astucias
y echa a andar la veloz devanadera:
regresa todo lo aplazado y jamas cumplido,
las musicas para siempre abandonadas
en el laberinto de lo posible,
en el paciente olvido acogedor.
El mas arduo suplicio tal vez sea
el necio absurdo del viaje
en busca de un clima mas benigno
para terminar en esta celda,
alto feretro donde la humedad
traza vagos mapas que la fiebre
insiste en descifrar sin conseguirlo.
El musgo crea en el piso
una alfombra resbalosa
de sepulcro abandonado.
Por entre el viento y la vigilia
irrumpe la instantanea certeza
de que esta torpe aventura participa
del variable signo que ha enturbiado
cada momento de su vida.
Hasta el incomparable edificio de su obra
se desvanece y pierde por entero
toda presencia, toda razon, todo sentido.
Regresar a la nada se le antoja
un alivio, un balsamo oscuro y eficaz
que los dioses ofrecen compasivos.
La voz del viento trae
la llamada febril que lo procura
desde esa otra orilla donde el tiempo
no reina ni ejerce ya poder alguno
con la hiel de sus conjuras y maquinaciones.
La tramontana se aleja, el viento calla
y un sordo grito se apaga en la garganta
del insomne.
Al silencio responde otro silencio,
el suyo, el de siempre, el mismo
del que aun brotara por breve plazo
el delgado manantial de su musica
a ninguna otra parecida y que nos deja
la nostalgia lancinante de un enigma
que ha de quedar sin respuesta para siempre.
Nocturno V
A mi hermano Leopoldo
Tu es l’ample auxiliaire et la forme féconde
Emile Verhaeren
Emile Verhaeren
Desde el último piso de un hotel que se levanta al pie del desembarcadero
veo el río tras los ventanales de la suite en donde hablamos de negocios
como si se tratara de algo muy serio y de ello dependiera la vida de los hombres y su parco destino ya prescrito.
Durante varios días lo observo dominar la solemne energía de sus aguas hasta seguir la curva que lo lleva a la ciudad.
El río de nuevo.
El mismo que conocí hace poco más de treinta años y cuya parda corriente,
—donde los remolinos trazan la huella de un poder sin edad, de una providente rutina soñadora— no ha dejado de visitarme desde entonces cada noche.
Ahora, en la tarde a punto de extinguirse, contemplo el incesante tráfico de luces
que iluminan apenas el paso de los grandes navíos y la chata quilla de las barcazas cargadas con arena o carbón.
La lodosa superficie refleja estas señales de una actividad sin descanso:
titubeantes haces de incierta claridad, como una fiesta a punto de terminar y que, más abajo,
recomienza en un fugaz intento que se apaga.
Entrada la noche, sigo contemplando la inagotable maravilla y el curso de las ondas apenas insinuando en la tiniebla,
qué condición de bálsamo, qué intenso consuelo proporciona.
Como una fuente propicia o una materna substancia hecha de nocturnas materias sin memoria,
de inmensurables cantidades de agua pasajera que nos limpia y nos rescata de la necedad
que arrastran las tareas de toda miseria cotidiana.
Es entonces cuando el río me confirma en mi irredenta condición de viajero,
dispuesto siempre a abandonarlo todo para sumarse el caprichoso y sabio dominio de las aguas en ruta,
sobre cuya espalda será más fácil y menos pesaroso cruzar el ancho delta del irremediable y benéfico olvido.
Largas horas me quedo contemplando el ir y venir de embarcaciones de toda clase:
majestuosos buques cisternas pintados de naranja y azul celeste,
graves caravanas de planchones cargados con todo lo que el hombre consigue fabricar,
y que el pequeño remolcador empuja mansamente a su destino, mientras bregan sus hélices
en un desaforado borboteo cuya estela se pierde en la oscuridad;
navíos que llegan de las islas con la pintura desteñida y huellas de hollín y desventura en los puentes de mando,
barcos de rueda que intentan copiar, sin conseguirlo, los altivos originales de antaño,
y ese viejo vapor de quilla recta y esbelta chimenea a punto de caer por obra del óxido feroz que la combate.
Escorado, enseña sus lástimas y se va deshaciendo con la pausada resignación de quien vivió
días de soberbio prestigio entre los hombres que lo dejan morir sin evitarle la impúdica evidencia de su ruina.
Nunca cesa el ajetreo de este caudal sin reposo. Sus aguas han recorrido medio continente:
praderas y trigales, vastas zonas fabriles, ciudades populosas,
tranquilos villorrios bautizados con nombres que intentan evocar la antigüedad clásica o las muertas ciudades faraónicas.
Cambia la faz del río a cada instante, muda de color y de textura, la recorren sorpresivas ondulaciones,
rizados que se disuelven al momento, remolinos en los que giran despojos vegetales,
ramas florecidas quién sabe en qué orilla distante, islas de hierba que aún mece la brisa,
donde habitan aves hieráticas que lanzan un grito de pavor o desafío al paso de los enormes cargueros
y saltan hasta el borde de las barcazas cargadas de tierra o de grava color sangre
y allí siguen el viaje en secreta complicidad con las fuerzas
que mueven el invariable sino de estas aguas.
Me pregunto por qué el río, observado desde la ventana de un hotel cuyo nombre he de olvidar en breve,
me concede esta resignación, esta obediente melancolía en la que todo lo sucedido o por suceder es acogido con gozo
y me deja dueño de un cierto orden, de una cierta serena sumisión tan parecidos a la felicidad.
Bien sé que visiones del Escalda, del Magdalena, del Amazonas, del Sena, del Nilo, del Ródano y del Miño
presiden memorables instantes de mi pasado;
que toda mi vida la sostienen, alimentan y entretejen las torrentosas aguas del río Coello,
sus efímeras espumas, su clamor, su aliento a tierra removida, a pulpa de café
golpeada contra las piedras. Los ríos han sido y serán hasta mi último día, patronos tutelares, clave insondable de mis palabras y mis sueños.
Pero este que, ahora, de nuevo y casi por sorpresa, se me aparece con todos los poderes de su ilimitado señorío,
es, sin duda, la presencia esencial que revela las más ocultas estancias donde acecha la sombra de mi auténtico nombre,
el signo cierto que me ata a los decretos de una providencia inescrutable.
Le dicen Old Man River.
Solo así podía llamarse.
Todo así está en orden.
veo el río tras los ventanales de la suite en donde hablamos de negocios
como si se tratara de algo muy serio y de ello dependiera la vida de los hombres y su parco destino ya prescrito.
Durante varios días lo observo dominar la solemne energía de sus aguas hasta seguir la curva que lo lleva a la ciudad.
El río de nuevo.
El mismo que conocí hace poco más de treinta años y cuya parda corriente,
—donde los remolinos trazan la huella de un poder sin edad, de una providente rutina soñadora— no ha dejado de visitarme desde entonces cada noche.
Ahora, en la tarde a punto de extinguirse, contemplo el incesante tráfico de luces
que iluminan apenas el paso de los grandes navíos y la chata quilla de las barcazas cargadas con arena o carbón.
La lodosa superficie refleja estas señales de una actividad sin descanso:
titubeantes haces de incierta claridad, como una fiesta a punto de terminar y que, más abajo,
recomienza en un fugaz intento que se apaga.
Entrada la noche, sigo contemplando la inagotable maravilla y el curso de las ondas apenas insinuando en la tiniebla,
qué condición de bálsamo, qué intenso consuelo proporciona.
Como una fuente propicia o una materna substancia hecha de nocturnas materias sin memoria,
de inmensurables cantidades de agua pasajera que nos limpia y nos rescata de la necedad
que arrastran las tareas de toda miseria cotidiana.
Es entonces cuando el río me confirma en mi irredenta condición de viajero,
dispuesto siempre a abandonarlo todo para sumarse el caprichoso y sabio dominio de las aguas en ruta,
sobre cuya espalda será más fácil y menos pesaroso cruzar el ancho delta del irremediable y benéfico olvido.
Largas horas me quedo contemplando el ir y venir de embarcaciones de toda clase:
majestuosos buques cisternas pintados de naranja y azul celeste,
graves caravanas de planchones cargados con todo lo que el hombre consigue fabricar,
y que el pequeño remolcador empuja mansamente a su destino, mientras bregan sus hélices
en un desaforado borboteo cuya estela se pierde en la oscuridad;
navíos que llegan de las islas con la pintura desteñida y huellas de hollín y desventura en los puentes de mando,
barcos de rueda que intentan copiar, sin conseguirlo, los altivos originales de antaño,
y ese viejo vapor de quilla recta y esbelta chimenea a punto de caer por obra del óxido feroz que la combate.
Escorado, enseña sus lástimas y se va deshaciendo con la pausada resignación de quien vivió
días de soberbio prestigio entre los hombres que lo dejan morir sin evitarle la impúdica evidencia de su ruina.
Nunca cesa el ajetreo de este caudal sin reposo. Sus aguas han recorrido medio continente:
praderas y trigales, vastas zonas fabriles, ciudades populosas,
tranquilos villorrios bautizados con nombres que intentan evocar la antigüedad clásica o las muertas ciudades faraónicas.
Cambia la faz del río a cada instante, muda de color y de textura, la recorren sorpresivas ondulaciones,
rizados que se disuelven al momento, remolinos en los que giran despojos vegetales,
ramas florecidas quién sabe en qué orilla distante, islas de hierba que aún mece la brisa,
donde habitan aves hieráticas que lanzan un grito de pavor o desafío al paso de los enormes cargueros
y saltan hasta el borde de las barcazas cargadas de tierra o de grava color sangre
y allí siguen el viaje en secreta complicidad con las fuerzas
que mueven el invariable sino de estas aguas.
Me pregunto por qué el río, observado desde la ventana de un hotel cuyo nombre he de olvidar en breve,
me concede esta resignación, esta obediente melancolía en la que todo lo sucedido o por suceder es acogido con gozo
y me deja dueño de un cierto orden, de una cierta serena sumisión tan parecidos a la felicidad.
Bien sé que visiones del Escalda, del Magdalena, del Amazonas, del Sena, del Nilo, del Ródano y del Miño
presiden memorables instantes de mi pasado;
que toda mi vida la sostienen, alimentan y entretejen las torrentosas aguas del río Coello,
sus efímeras espumas, su clamor, su aliento a tierra removida, a pulpa de café
golpeada contra las piedras. Los ríos han sido y serán hasta mi último día, patronos tutelares, clave insondable de mis palabras y mis sueños.
Pero este que, ahora, de nuevo y casi por sorpresa, se me aparece con todos los poderes de su ilimitado señorío,
es, sin duda, la presencia esencial que revela las más ocultas estancias donde acecha la sombra de mi auténtico nombre,
el signo cierto que me ata a los decretos de una providencia inescrutable.
Le dicen Old Man River.
Solo así podía llamarse.
Todo así está en orden.
Nocturno en Al-Mansurah
Beau Sire Dieu, gardez moi ma gent.
San Luis Rey en Bar-al-Seghir
San Luis Rey en Bar-al-Seghir
Tendido en un jergón de la humilde morada del escriba Fakhr-el-Din,
Luis de Francia, noveno de su nombre, ausculta la noche del delta.
Los pies descalzos de los centinelas
pisan el polvo del desierto que llega con el viento.
Insomne, el prisionero ha vigilado paso a paso la invasión
de las sombras. Los más leves susurros se han ido apagando
hasta dejarlo inmerso en el ámbito de tinieblas
que palpitan en un aleteo de lienzos sin límites.
Reza el Rey y pide a Dios que tenga clemencia
de su gente ahora que todo ha terminado.
Un sordo dolor corroe su vigilia. Por virtud de la encendida
palabra del Rey Santo, caballeros y siervos
burgueses y campesinos, gentes de a pie y de a caballo,
acudieron de todos los rincones de Francia.
Ahora quedan en el campo, ración para los buitres,
o gimen en las galeras del infiel.
Sólo algunos grupos en derrota consiguieron
embarcar rumbo a Malta y a Chipre.
Tal fue la batalla a orillas de Bar-al-Seghir.
Un servidor de la escritura, Dios lo bendiga,
ha dado asilo al más grande Rey de Occidente.
Prisionero del Sultán de Egipto, yace
en un mísero lecho al amparo de la morada
de Fakhr-el-Din en un oscuro arrabal de Al-Mansurâh.
El prisionero supo acoger la hospitalidad del escriba
con la clara sonrisa de los bienaventuradas
y la austera gentileza del abuelo de Borbones y Trastámaras.
La brega de varios días de incesante batallar
lo ha dejado sin más fuerzas que la de su alma
señalada por la mano del Altísimo.
La noche va borrando las heridas de su conciencia,
va disolviendo la desfallecida miseria de su desaliento.
Un centinela se asoma por la ventana
pero retira presuroso la mirada
al ver que Luis se ha vuelto hacia él.
De ese cuerpo desmayado y sin fuerzas
se desprende la inefable energía de los santos:
sin armas, con las ropas desgarradas, sucias de lodo y sangre,
es más sobrecogedora aún y más patente
la augusta majestad de su presencia.
Ningún trono podría realzar mejor
le especial condición de sus virtudes
que este desastrado jergón cedido
por Fakhr-el Din modesto escriba en Al-Mansurâh.
Reza el Rey y pide por su gente, por el orden de su reino,
porque se cumpla en él la promesa del Sermón de la Montaña.
El agua desciende por el delta
en un silencio de aceites funerales.
Se dijera que la noche ha confundido
el curso del tiempo en la red de sus tinieblas incansables.
Luis de Francia, noveno de su nombre, mueve apenas
los labios en callada plegaria y se entrega
en manos del que todo lo dispone
en la vasta misericordia de sus designios.
Su pecho se alza en un hondo suspiro
y comienza a entrar mansamente en el sueño de los elegidos.
Luis de Francia, noveno de su nombre, ausculta la noche del delta.
Los pies descalzos de los centinelas
pisan el polvo del desierto que llega con el viento.
Insomne, el prisionero ha vigilado paso a paso la invasión
de las sombras. Los más leves susurros se han ido apagando
hasta dejarlo inmerso en el ámbito de tinieblas
que palpitan en un aleteo de lienzos sin límites.
Reza el Rey y pide a Dios que tenga clemencia
de su gente ahora que todo ha terminado.
Un sordo dolor corroe su vigilia. Por virtud de la encendida
palabra del Rey Santo, caballeros y siervos
burgueses y campesinos, gentes de a pie y de a caballo,
acudieron de todos los rincones de Francia.
Ahora quedan en el campo, ración para los buitres,
o gimen en las galeras del infiel.
Sólo algunos grupos en derrota consiguieron
embarcar rumbo a Malta y a Chipre.
Tal fue la batalla a orillas de Bar-al-Seghir.
Un servidor de la escritura, Dios lo bendiga,
ha dado asilo al más grande Rey de Occidente.
Prisionero del Sultán de Egipto, yace
en un mísero lecho al amparo de la morada
de Fakhr-el-Din en un oscuro arrabal de Al-Mansurâh.
El prisionero supo acoger la hospitalidad del escriba
con la clara sonrisa de los bienaventuradas
y la austera gentileza del abuelo de Borbones y Trastámaras.
La brega de varios días de incesante batallar
lo ha dejado sin más fuerzas que la de su alma
señalada por la mano del Altísimo.
La noche va borrando las heridas de su conciencia,
va disolviendo la desfallecida miseria de su desaliento.
Un centinela se asoma por la ventana
pero retira presuroso la mirada
al ver que Luis se ha vuelto hacia él.
De ese cuerpo desmayado y sin fuerzas
se desprende la inefable energía de los santos:
sin armas, con las ropas desgarradas, sucias de lodo y sangre,
es más sobrecogedora aún y más patente
la augusta majestad de su presencia.
Ningún trono podría realzar mejor
le especial condición de sus virtudes
que este desastrado jergón cedido
por Fakhr-el Din modesto escriba en Al-Mansurâh.
Reza el Rey y pide por su gente, por el orden de su reino,
porque se cumpla en él la promesa del Sermón de la Montaña.
El agua desciende por el delta
en un silencio de aceites funerales.
Se dijera que la noche ha confundido
el curso del tiempo en la red de sus tinieblas incansables.
Luis de Francia, noveno de su nombre, mueve apenas
los labios en callada plegaria y se entrega
en manos del que todo lo dispone
en la vasta misericordia de sus designios.
Su pecho se alza en un hondo suspiro
y comienza a entrar mansamente en el sueño de los elegidos.
Nocturno VII
Voici le temps des asassins
Arthur Rimbaud
Arthur Rimbaud
Justo es hablar alguna vez de la noche de los asesinos
La noche cómplice la larga noche donde se anudan
las serpientes que han perdido los ojos y rastrean
con su lengua bífida el lugar de su descanso
Hay una tiniebla para los altos hechos del crimen
tibia noche interminable donde la pálida lujuria
alza sus tiendas y establece sus estamentos y sus rondas
Hay frutos cuya blanca pulpa despide a esa hora
un dulce aroma devastador que acompaña
a los transgresores de todo orden y principio
y los eleva a la condición de grandes elegidos
Ellos son los señores de la noche propicia
los capitanes del desespero los ejecutores insomnes
los que van a matar como quien cumple con un rito necesario
una rutina consagrante amparada
por el humo nocturno de las celebraciones
El homicidio entonces forma parte
de una más ardua teoría de códigos
de una suma de mandamientos
a las que somos ajenos y de las que poco sabemos
por estar marcados con la precaria señal de los inocentes
por no haber alcanzado la gracia de ser los escogidos
para habitar los metálicos dominios
donde la noche que no puede nombrarse
ampara y oculta sólo a los que han ejercido
durante largo tiempo
lo que dura una vida
el asedio incesante a los estrados del cadalso
a las pausadas procesiones del patíbulo
Justo es hablar así sea por una sola vez
de la noche de los asesinos la noche cómplice
porque también ella entra en el orden de nuestros días
y de nada valdría pretender renegar de sus poderes.
La noche cómplice la larga noche donde se anudan
las serpientes que han perdido los ojos y rastrean
con su lengua bífida el lugar de su descanso
Hay una tiniebla para los altos hechos del crimen
tibia noche interminable donde la pálida lujuria
alza sus tiendas y establece sus estamentos y sus rondas
Hay frutos cuya blanca pulpa despide a esa hora
un dulce aroma devastador que acompaña
a los transgresores de todo orden y principio
y los eleva a la condición de grandes elegidos
Ellos son los señores de la noche propicia
los capitanes del desespero los ejecutores insomnes
los que van a matar como quien cumple con un rito necesario
una rutina consagrante amparada
por el humo nocturno de las celebraciones
El homicidio entonces forma parte
de una más ardua teoría de códigos
de una suma de mandamientos
a las que somos ajenos y de las que poco sabemos
por estar marcados con la precaria señal de los inocentes
por no haber alcanzado la gracia de ser los escogidos
para habitar los metálicos dominios
donde la noche que no puede nombrarse
ampara y oculta sólo a los que han ejercido
durante largo tiempo
lo que dura una vida
el asedio incesante a los estrados del cadalso
a las pausadas procesiones del patíbulo
Justo es hablar así sea por una sola vez
de la noche de los asesinos la noche cómplice
porque también ella entra en el orden de nuestros días
y de nada valdría pretender renegar de sus poderes.
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