Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)
Intermedio en Querétaro
Originalmente publicado en Novedades (24 de julio de 1982);
La muerte del estratega: narraciones, prosas, y ensayos
[Algunos textos periodísticos]
(México : Fondo de Cultura Económica, 1988, 214 págs.); Estación México. Notas 1943-2000
Compilación y edición de Santiago Mutis Durán
(Barcelona: Taurus, 2011, págs. 56-57)
Para Francisco Cervantes
El canto gozoso, insistente, casi sensual de las mirlas lo fue sacando lentamente del profundo sueño en el que había caído poco después de medianoche. Mientras remontaba hacia el despertar, pensó que estaba en Cuernavaca. Un despertar más entre el denso perfume del jardín. El murmullo sosegado del agua en las acequias como en Granada, que lo deslumbró en su juventud lejos de la amarga pesadilla, del agobiante luchar, sin sentido, contra el imposible sueño de un imperio mirífico. Dio vuelta en su lecho, todavía sumergido a medias en el tibio letargo acogedor. La dureza de las tablas, un fuerte olor a establo, a moho, a insecto en descomposición, el tintineo de un sable, el golpe de una culata contra el enlosado del patio, lo arrancaron bruscamente del placentero duermevela.
No hizo ningún movimiento y, despierto ya, en plena conciencia de que comenzaba su último día en este mundo, se quedó extendido sobre el incómodo jergón. Las mirlas seguían su canto que celebraba el renovado asombro del día. Por primera vez, tras muchos meses de indecisión angustiosa, de estéril combate contra las fuerzas que aún lo ataban a sus ambiciones fatalmente encauzadas y a su utópico apegarse al imposible espejismo de un imperio americano, sintió que una gran tranquilidad, una serenidad casi lindante con la dicha, se apoderaba de él y le permitía ver, por fin, la larga y agobiante cadena de engaños, de voluntario rechazo de las más elocuentes advertencias, de los más aciagos signos, que había atado su destino y dominado los últimos cinco años de su vida. Qué largo error, qué evidente y fatal desvío de las mejores condiciones de su inteligencia. Quiso pensar cuándo había comenzado aquello y la vana inutilidad de tal examen se le presentó con dolorosa elocuencia.
Las ruedas de un coche entrando en el patio y el repicar de una campanilla le indicaron la llegada del sacerdote para celebrar la misa.
Tornó a pensar en Cuernavaca, en el aroma de sus flores, la vasta serenidad del valle en las mañanas de marzo, la cordillera, allá a lo lejos, dibujada con un tono entre violeta y rosa contra el azul límpido del cielo. Cuántas veces le había comentado a su esposa la condición paradisiaca y fuera de este mundo que lo acogía siempre en la pequeña ciudad que había escogido el Conquistador para descansar de sus hazañas incansables. El Conquistador que trabajaba para la gloria de su legendario abuelo, el César Carlos. Desde niño lo había obsesionado el recuerdo, la presencia del más grande de su raza, en quien veía como una representación mítica, casi religiosa de un destino familiar al cual se entregó con obediencia suicida, él, vástago errátil y caduco del soberbio tronco milenario. Ya iba a perderse en uno de esos exámenes de conciencia a los que se daba con una delectación enfermiza y paralizante, cuando se abrió la puerta de la celda. Una sombra erguida le impidió ver el cielo estrellado en todo el esplendor de esa madrugada de junio. Era el sacerdote que venía a escuchar su confesión. Maximiliano se excusó por no estar listo, con esa cortesía tan suya hecha de absoluta sencillez y retenida dignidad. El confesor tornó a salir y el condenado comenzó a vestirse pausadamente. Notó con alguna extrañeza que la tranquilidad del despertar no lo abandonaba; antes bien, se iba afirmando y tomaba, allá, en su interior, el dominio absoluto de su ánimo.
Sonrió vagamente al darse cuenta que hacía más de dos años no se vestía de civil.
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