4/18/20

Weber Max

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4/17/20

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4/03/20

Sorela Pedro

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Historia desaforada (1986)/Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Historia desaforada (1986)
Historias desaforadas
(Buenos Aires: Emecé Editores, 1986, 231 págs.)


      Mientras me preparan el té (ojalá que venga bien caliente) voy a probar este grabador; sería lamentable que por negligencia mía o por inconveniente mecánico se perdieran las declaraciones del profesor Haeckel. Como el tecito se hace esperar, diré unas palabras que a lo mejor sirven de introducción.
       Haeckel es un personaje raro, que el público ignora y que unos pocos biólogos, los más famosos, respetan. Puedo asegurar que rehuye a los periodistas. Cuando el secretario de redacción me ordenó, desde Buenos Aires, que lo entrevistara, empecé una persecución por toda Europa, que duró un año.
       Hoy a la tarde salí de Ginebra, seguro de que allá no estaba el profesor, pero no de seguir una buena pista. Pasé por Brigue, subí un camino de montaña y, al caer la noche, me encontré casi perdido en una tormenta de nieve. A mi izquierda aparecieron, súbitamente, unas luces. Cuando leí Se venden cadenas detuve el automóvil.
       Me las vendió un inpiduo que estaba en la puerta de un bar. Le dije que las colocara y entré a tomar un vaso de aguardiente, con una aspirina, porque tenía fiebre. Además, me dolía la cabeza, me dolía la garganta, estaba engripado. En el mostrador me vi rodeado de parroquianos, sin duda campesinos, que me miraban de reojo, hablaban entre ellos y no ocultaban ocasionales risotadas. «Éstos son los hombres sabios del tango», pensé. Les pedí consejos para manejar mi coche, a través de la tormenta de nieve, por la montaña. Creo que nadie me contestó. Recordé historias contadas por mi padre, de cómo nuestros gauchos se mofaban de los extranjeros y, si podían, los precipitaban en el error. Aunque yo no esperaba ningún socorro, expliqué:
       —Voy a seguir por el camino del Simplón, hasta Domodossola y Locarno.
       Uno preguntó en voz alta:
       —¿Le decimos que si llega a sentirse muy solo en la montaña pare en Gabi?
       —En casa del profesor —respondió otro—. Allá va a encontrar buena compañía.
       La ocurrencia los alegró sobremanera. Todos hablaron; nadie se acordó de mí. Salí de ese bar, palpé las cadenas para comprobar si estaban bien ajustadas y continué el viaje, por angostos caminos rodeados de precipicios, en medio de una tormenta de nieve que no me permitía ver por dónde avanzaba.
       Después de una interminable hora de marcha lentísima, en que atravesé túneles, oí el rumor de cascadas y me pareció ver edificios iluminados que en un instante se disolvían en la noche, sucedió algo que no entiendo bien. Un enorme bulto blanco embistió con fuerza el lado derecho del auto, lo hizo tambalear, lo proyectó contra la montaña a pique. Si la embestida hubiera venido del lado izquierdo, yo no me salvaba del precipicio. Aceleré. Gracias a las cadenas, el coche se afirmó, retomó el camino. Me faltó valor para detenerme y averiguar qué pasó. Fue como si me llegara entonces todo el miedo de estar solo, en parajes desconocidos, en esa noche espantosa. Tenía tanta fiebre que soñaba despierto y tal vez confundía sueños con realidad. Pensar que yo me he jactado de no perder nunca la cabeza.
       En un valle, que de pronto se abrió en la montaña abrupta, pisé una casa apenas iluminada. Me dije: «No doy más», tomé un sendero lateral y detuve el coche junto a la casa. Era un chalet, un caserón suizo, de techo de dos aguas. En el frente, en letras coloreadas que se entrelazaban con los angelotes de un fresco, leí la palabra Gabi.
       Sacudí el llamador. Por último corrieron el visillo y, desde adentro, me examinaron con una linterna. Oí un sucesivo abrir de cerrojos. Instantes después me llevé una gratísima sorpresa: tenía ante mí al profesor Haeckel.
       El profesor, hombre menudo, movedizo, de cabeza grande para el cuerpo, afablemente me pidió que entrara y, en cuanto obedecí, cerró la puerta con varios cerrojos, «para que no entrara también el frío». Me encontré en un espacioso hall, sin muebles, que a pesar de que yo venía de afuera me pareció destemplado. Una escalera, de roble probablemente, llevaba al piso alto. Haeckel dijo:
       —Qué noche. Por su cara se ve que está cansado y con frío. Venga a mi escritorio.
       Abrió una puerta, pasamos, la cerró. Quizá porque el cuarto es chico, o porque no tiene más aberturas que esa puerta, la ventana y la chimenea, donde arden troncos de pino, por primera vez en la noche me sentí reconfortado y seguro. Me acerqué a la ventana, entreabrí la cortina, vi la negrura de la noche, unas rejas blancas y, en sesgo, leves pintas de nieve.
       —Cierre esa cortina. Da frío mirar la noche —dijo, sonriendo—. Por favor, siéntese junto al fuego, mientras voy a preparar un té.
       Cuando quedé solo me dije: «La noche, que empezó amenazadora, concluye bien». No quiero exagerar, pero aparentemente he olvidado (mi organismo ha olvidado) la gripe.
       Ahora el profesor me trae el té. Vamos a empezar la entrevista.
       —¿Puedo preguntar lo que se me ocurra?
       —Lo que se le ocurra.
       —¿Usted se considera un hombre contradictorio?
       —Yo diría más bien voluble. Impulsivo.
       —Durante un año se me escapó y ahora, cuando lo encuentro, parece contento de verme.
       —Ya le dije: soy impulsivo. Usted me atrapó y, por el trabajo que le di, siento que le debo algo. En lugar de abatirme, celebro la nueva situación.
       —¿Es optimista?
       —Inestable y, también, bastante indiscreto. Como creo que todo es precario, no doy a nada mucha importancia, lo que suele costarme caro. Encontrar el lado cómico de las situaciones me reconcilia con el mundo y con mi destino.
       —¿Se queja de su destino?
       —No, aunque en el destino de un aprendiz de brujo hay altibajos.
       —¿Se considera aprendiz de brujo?
       —Como cualquier investigador que realmente contribuye al progreso de la ciencia.
       —¿Por qué rehúsa las entrevistas? ¿Es tímido? ¿O no quiere quitar tiempo a su trabajo?
       —No veo por qué tiene que ser por una de esas razones.
       —No las llame razones. Son pretextos. Tanta gente hoy en día rehuye las entrevistas, que me pregunto si no hay que pensar en una epidemia o en una moda.
       —En mi caso, no.
       —A todos nos duele admitir que el impulso de imitación nos maneja. Para el sociólogo Tarde, es el motor de la sociedad.
       —A lo mejor ese Tarde tiene razón, pero yo evito a los periodistas por un motivo serio. Para mí al menos.
       —Dígalo.
       —No, no puedo.
       —Me parece que al llamarse indiscreto faltó a la verdad.
       —Bueno. Seamos consecuentes: nada importa nada. Se lo diré: alguien quiere matarme.
       —De modo que mientras yo lo buscaba para entrevistarlo, usted huía de otro.
       —Exactamente.
       —¿Cómo voy a creer eso?
       —Evito a los periodistas porque son tan indiscretos como yo. Aunque no se lo propongan, dan indicios y orientan al hombre que me busca.
       —Un personaje bastante increíble.
       —Él será increíble, pero usted es presuntuoso. Dice que me alegré de verlo. ¿Por qué voy a alegrarme de ver a una persona que no conozco?
       —Me pareció que se alegraba.
       —Puede ser, pero no de verlo a usted. De no ver al otro.
       —Y ¿por qué ese otro quiere matarlo?
       —Como se ha dicho, nuestras culpas nos persiguen. Primero fui médico y sólo después me dediqué a la investigación. Entre mis pacientes, había uno al que yo llamaba el Buey. Era un hombre viejo, alto, fuerte, serio, de poca inteligencia y ningún sentido del humor. Creía firmemente en sí mismo y en unas pocas personas, entre las que me contaba. Como era perseverante, con tiempo y trabajo se labró una situación que llegó a ser sólida, cuando ya no le quedaban muchos años para gozarla. Un día el Buey me recordó una frase que yo habría dicho en su primera visita a mi consultorio: «En cualquier situación, aun en las que no tienen salida, la inteligencia encuentra el agujerito por donde podemos escapar». El Buey agregó que por esa frase vivió con esperanza.
       —¿No temió defraudar a un hombre tan crédulo?
       —Parece que también en esa primera entrevistas el Buey me dijo que una situación sin salida era la vejez, y que yo contesté: «Lo que no impide que un día la tenga». Por si fuera poco, prometí buscarla.
       —No se queje. Prometió demasiado.
       —Ya verá. Un día le anuncié que había encontrado el tratamiento… Créame, aún hoy, después de todas las cosas malas que nos alejaron, recordar la cara del pobre hombre en esa hora de esperanza, me conmueve un poco. Para llamarlo a la realidad, le advertí que no había hecho ensayos. Ni siquiera con animales. Me dijo que no le quedaba tiempo para esperar, que probara con él. Cuando le hablé de posibles efectos enojosos, me hizo una pregunta que yo había previsto. Dijo: «¿Peores que la muerte?». Pude asegurarle que no.
       —Y convertir al Buey en conejito de India. Pero ¿hay o no hay tratamiento?
       —¿También usted quiere convertirse en conejito?
       —Por ahora me contentaría con saber en qué consiste el tratamiento y cómo lo descubrió.
       —Partí de una reflexión. Para devolver la juventud, debía saber dónde encontrarla. La juventud flamante, sin deterioro, sólo existe en organismos que crecen. Al cesar el crecimiento, empieza el declive hacia la vejez. Aunque no lo notemos, ni lo noten otros.
       —¿Usted detectó hormonas que fuera del período del crecimiento no se encuentran?
       —Digamos que aislé elementos que después del crecimiento no actúan.
       —¿Los aisló y los inyectó en su paciente?
       —Pensé que un organismo viejo, aunque sólido, requería una dosis fuerte.
       —¿A qué llama una dosis fuerte?
       —La que actúa en cualquier chico de dos años. Entienda: podía apostar a la expansión o a la juventud. Aposté a la juventud y ganamos.
       —¿Qué pasaba si ganaba la expansión?
       —El Buey hubiera estallado como el sapo de La Fontaine.
       —¿No estalló?
       —Prevaleció la juventud. El organismo toleró ese embate generalizado. Es verdad que tuve la precaución de fortalecer los cartílagos.
       —¿Debo entender que su paciente recuperó la juventud y está feliz?
       —Feliz, no. Hubo una considerable expansión que el Buey, como le dije, toleró bien. Físicamente, le pido que me entienda, porque su ánimo no se repuso.
       —¿Usted cree que se va a reponer?
       —Lo dudo.
       —¿Su paciente no toma las cosas demasiado a pecho?
       —Yo diría que el cambio lo sorprendió.
       —¿Un cambio para bien?
       —En un aspecto, el de la juventud, desde luego; pero está el otro. Póngase en su lugar. Considere que un niño de dos años triplica su tamaño.
       —¿No me diga que el pobre hombre lo triplicó?
       —¿Cómo se le ocurre? Para eso deberán pasar dieciocho o veinte años; sólo pasaron cinco. Ya es enorme.
       —¿Más de dos metros?
       —Mucho más. Piense que el Buey creció como un niño de dos años que midiera un metro ochenta…
       —Pobre hombre. ¿Está disgustado?
       —Está verdaderamente triste. Quizás imaginó que los malos efectos de que le hablé serían vértigos o una erupción en la piel. Como todo el mundo, cree que el mal que lo aqueja es el peor.
       Llegó a pedir que le diera algo para detener el crecimiento.
       —¿Se lo dio?
       —Le receté placebos, remedios inocuos. Usted sabe: aqua fontis, panis naturalis. Ya había experimentado en exceso con las glándulas de su organismo. Traté, eso sí, de acompañarlo, de confortarlo.
       —Me parece bien de su parte.
       —Pero comprenda: cierto gigantismo equivale al destierro. Para mi paciente no hay mujeres, ni cines, ni camas, ni automóviles, ni casas. ¡Los departamentos modernos tienen techos tan bajos! Además, el pobre Buey es un hombre tímido. Que lo vean le da vergüenza.
       —Tuvo suerte de contar con un médico muy compasivo.
       —Hasta cierto punto, nomás, hasta cierto punto. En esta vida precaria nada dura, ni siquiera nuestros buenos sentimientos. Llegó el día en que me cansé de la compasión y eché todo a la broma.
       —¿Ante su propia víctima?
       —Sí, una barbaridad. El Buey, en una de mis visitas, porque ahora yo lo visitaba, me dijo que mientras le alcanzara el dinero se confinaría en su casa, pero que probablemente en un futuro no demasiado lejano tendría que trabajar.
       —¿De qué?
       —Eso mismo le pregunté yo. Me dijo: «De monstruo de circo». Su respuesta me pareció tan apropiada y tan absurda, que tuve ganas de reír. Le dije: «A veces me parece que se queja por gusto. Muchos sufren por ser enanos. Por ser alto, nadie». Se disponía a contestar, porque pensaba que yo hablaba en serio, pero al ver mi cara vaciló, como si no pudiera creer que yo bromeara con su desgracia. Después de mirarme desconcertado, me agarró del pescuezo y me sacudió como un pajarito.
       —Sacudido por ese gigante ¿quién no parecerá un pajarito?
       —Yo más que otros. Por casualidad me salvé de que me matara. Me dejó desvencijado y dolorido.
       —¿Volvió a verlo?
       —Claro. Quizás usted tenga razón y yo sea un hombre contradictorio. Primero hago crecer al Buey y después me siento culpable. Conozco mis defectos, pero no siempre los corrijo.
       —Todos somos iguales. Cuénteme cómo fueron esas entrevistas.
       —El Buey, que es un hombre obstinado, mantuvo su resentimiento. Las entrevistas fueron penosas para ambos. Sin llegar a suprimirlas del todo, las espacié. Entonces noté en mí una reacción poco atractiva.
       —¿Qué notó?
       —Cuando estaba con él me sentía compungido, casi avergonzado de haber provocado su desgracia. Pero bastaba que no lo viera durante dos o tres días para olvidar culpa y dolor. Hasta me sentí inclinado a celebrar el lado cómico de la historia.
       —Aun si hay lado cómico, no creo que usted sea el indicado para celebrarlo.
       —Si por lo menos lo hubiera hecho en el secreto de la conciencia…
       —¿Lo ofendió?
       —Vino un periodista. Cuando son inteligentes, me siento cómodo con ellos y me parece una mezquindad no hablarles abiertamente. Mi convicción de que todo es precario me lleva a pensar que el porvenir también lo será y que nada tiene importancia. Creo, eso sí, en cada momento, como si fuera un mundo, el último mundo definitivo, y digo toda mi verdad.
       —Me gustaría saber cómo esas reflexiones generales repercutieron en su conversación con mi colega.
       —Irreparablemente. Hice bromas y confidencias. Fui indiscreto. ¿A que no sabe qué dije?
       —No.
       —Dije que desde el principio preví el crecimiento de mi paciente y que dominado por la curiosidad, y porque la situación me pertía, llevé el experimento hasta las últimas consecuencias.
       —¿El Buey le metió pleito?
       —No.
       —Menos mal.
       —Mucho peor. Me llamó para decirme que había leído en el diario la entrevista y que iba a matarme. Dijo: «Porque durante buena parte de la vida lo respeté, ahora no quiero tomarlo de sorpresa. Está prevenido».
       —¿Usted qué hizo?
       —Las valijas. Me fui en el primer avión. El Buey me siguió, según me explicaron, en avión de carga. Recorrimos toda Europa. Hasta ahora, yo siempre a la cabeza, aunque seguido de cerca, créame. No sabe con qué precipitación tuve que abandonar ciudades en que me encontraba a gusto.
       —¿No se habrá ido alguna vez porque yo llegué y usted creyó que era su paciente?
       —No hay confusión posible. Por más que se cuide, el pobre diablo llama la atención. Gracias a eso yo estoy vivo. Oiga lo que pasó en el Grand Hotel de Estocolmo. Insistían en traerme un diario ¡escrito en sueco!, que deslizaban por debajo de la puerta de mi habitación. Una mañana, cuando me disponía a tomar un agradable desayuno, recogí el diario y al ver una fotografía dije en voz alta: «No sabía que en estas latitudes festejaran el Carnaval». Me puse los anteojos, porque sin ellos todo es borroso para mí, y no pude reprimir un gemido. La fotografía no mostraba, como yo creía, al gigante de una carroza de máscaras. Mostraba a mi gigante, el Buey, rodeado de pobladores de Estocolmo, que lo miraban embelesados.
       —¿Usted de nuevo hizo las valijas?
       —Y tomé el primer avión, a las Baleares. Desde entonces no paso un día, en un lugar, sin preguntar en restaurantes, hoteles, cafés, quioscos de diarios y revistas, ¡donde se le ocurra!, si por casualidad no vieron a un gigante.
       —¿No aparecerá por aquí?
       —Por lo menos hoy, no. Viaja a pie y, cuando un camionero se apiada, en la caja del camión. Me dijo alguien que ayer lo vieron en la zona de Dolder, cerca de Zürich. Aunque en esta casa no corro peligro (la puerta es muy sólida y puse rejas en las ventanas), para mayor seguridad mañana levanto campamento y me voy a Italia.
       —Mejor sería adelantar el viaje.
       —¿Le parece?
       —Estoy pensando que tal vez lo vi en el camino.
       —Ese monstruo no se cansa de perseguirme. ¿Dónde lo vio?
       —Cerca de acá. Yo venía de Ginebra, por Brigue. De pronto dan un golpe en el lado derecho del automóvil y tengo una visión extrañísima.
       —¿Cómo fue?
       —Duró un segundo nomás. Creí que soñaba. De la tormenta de nieve sale una gigantesca aparición y cae sobre el coche, con los brazos abiertos.
       —¿Lo habrá matado?
       —Creo que no.
       —Más vale irnos ahora mismo.
       —Va a tardar un rato en llegar. Seguro que el encontronazo lo dejó maltrecho.
       —De todos modos, usted y yo nos vamos. En cuanto encuentre el libro que estoy leyendo.
       —¿Dónde vamos?
       —Usted me sigue, en su auto, hasta Crévola, y ahí toma la ruta directa a Locarno. Yo me voy a Milán. No quiero que por mi culpa le pase nada.
       —Después ¿usted qué haría si fuera yo? ¿Le parece una imprudencia mandar nuestra conversación para que se publique?
       —Haga lo que quiera. ¿Qué es eso?
       —¿Qué?
       —¿No oye? Golpean.
       —Creo que tiene razón.
       —Golpean a la puerta.
       —No abra.
       —Pierda cuidado.
       —Si no abrimos ¿a la larga se irá?
       —Mejor hacernos a la idea de que vamos a estar sitiados. Tenemos alimentos para unos días.
       —¿Oyó? Es como si rajaran madera. ¿Habrá volteado un árbol?
       —Volteó la puerta. Voy a recibirlo. Mejor así: no puedo pasarme la vida huyendo. Usted se queda acá, tranquilo. Soy médico. Sé calmar a los furiosos.
       ¿Qué hago ahora? De poco valdrá mi ayuda contra alguien capaz de voltear semejante puerta. Huir por la ventana es imposible. Los barrotes están demasiado juntos. Los gemidos del profesor me ponen nervioso. No puedo pensar. No importa: voy a mantener la calma. Ese golpe seco debe de ser de un mueble, que tiró el gigante, contra la pared. No: en el hall no hay muebles. Si no fue un mueble, fue el cuerpo del pobre Haeckel. Ahora no se oye nada. Es horrible este silencio. Me parece que veo lo que hay detrás de la puerta. El cadáver de Haeckel en el suelo, el gigante mirando a su alrededor y preguntándose qué hacer. Aunque le cuesta pensar, de pronto recuerda que un criminal no deja testigos. Va a revisar la casa. Ojalá no empiece por este cuarto. Oigo el crujir de peldaños. Pasos muy pesados y lentos van subiendo. A lo mejor me salvo. En cuanto calcule que el gigante llegó al piso de arriba, corro afuera y me voy en el coche. Locarno está demasiado cerca. No paro hasta Italia. Hasta Sicilia. Siempre quise conocer Sicilia. Me cuidaré bien, si me salvo, de publicar la entrevista. El gigante no tendrá nada contra mí. Siguen los pasos. La escalera no acaba nunca. No puedo creerlo. Está bajando. Cambió de idea y va a empezar el registro por abajo. Escondo el grabador, detrás de unos libros, para que no lo destruya, si viene acá. Esos pasos, que no quiero oír, se acercan. Se abre la puerta. Apago el grabador.

Máscaras venecianas (1986)/Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Máscaras venecianas (1986)
Historias desaforadas
(Buenos Aires: Emecé Editores, 1986, 231 págs.)


      Cuando algunos hablan de somatización como de un mecanismo real e inevitable, con amargura me digo que la vida es más compleja de lo que suponen. No trato de convencerlos, pero tampoco olvido mi experiencia. Durante largos años anduve sin rumbo entre un amor y otro: pocos, para tanto tiempo, y mal avenidos y tristes. Después encontré a Daniela y supe que no debía buscar más, que se me había dado todo. Entonces precisamente empezaron mis ataques de fiebre.
       Recuerdo la primera visita al médico.
       —De esta fiebre no son ajenos tus ganglios —anunció—. Voy a recetarte algo para bajarla.
       Interpreté la frase como una buena noticia, pero mientras el médico escribía la receta me pregunté si el hecho de que me diera algo para el síntoma no significaría que no me daba nada para la enfermedad, porque era incurable. Reflexioné que si no salía de dudas me preparaba un futuro angustioso, y que si preguntaba me exponía a recibir como respuesta una certidumbre capaz de volver imposible la continuación de la vida. De todos modos, la idea de una larga duda me pareció demasiado cansadora y me animé a plantear la pregunta. Contestó:
       —¿Incurable? No necesariamente. Hay casos, puedo afirmar que se recuerdan casos, de remisión total.
       —¿De cura total?
       —Vos lo has dicho. Pongo las cartas sobre la mesa. En situaciones como la presente, el médico recurrirá a toda su energía para dar confianza al enfermo. Toma nota de lo que voy a decirte, porque es importante: de los casos de curación no tengo dudas. Las dudas aparecen en el análisis del cómo y del por qué de las curaciones.
       —Entonces, ¿no hay tratamiento?
       —Desde luego que lo hay. Tratamiento paliativo.
       —¿Que resulta curativo, de vez en cuando?
       No me dijo que no y en esa imperfecta esperanza volqué la voluntad de curarme.
       Parecía indudable que me había ido bastante mal en el examen clínico, pero cuando salí del consultorio no sabía qué pensar, todavía no me hallaba en condiciones de intentar un balance, como si me hubieran llegado noticias que, por falta de tiempo, no hubiese leído con detención. Estaba menos triste que apabullado.
       En dos o tres días el remedio me libró de la fiebre. Quedé un poco débil, o cansado, y tal vez por eso acepté literalmente el diagnóstico del médico. Después me sentí bien, mejor que antes de enfermarme, y empecé a decir que no siempre los médicos aciertan con sus diagnósticos; que tal vez yo no tuviera un segundo ataque. Razonaba: «Si fuera a tenerlo, algún malestar lo anunciaría, pero la verdad es que me siento mejor que nunca».
       No negaré que había en mí una marcada propensión a descreer de la enfermedad. Probablemente de ese modo me defendía de las cavilaciones en que solía caer, sobre sus posibles efectos en mi futuro con Daniela. Me había acostumbrado a ser feliz y la vida sin ella no era imaginable. Yo le decía que un siglo no me alcanzaba para mirarla, para estar juntos. La exageración expresaba lo que sentía.
       Me gustaba que me hablase de sus experimentos. Espontáneamente yo imaginaba la biología, su materia, como un enorme río que avanzaba entre prodigiosas revelaciones. Gracias a una beca, Daniela había estudiado en Francia con Jean Rostand y con Leclerc, su no menos famoso colaborador. Al describirme el proyecto en que Leclerc trabajaba por aquellos años, Daniela empleó la palabra carbónico; Rostand, por su parte, indagaba las posibilidades de aceleración del anabolismo. Recuerdo que dije:
       —Yo ni siquiera sé qué es el anabolismo.
       —Todos los seres pasamos por tres períodos —explicó Daniela—. El anabólico, de crecimiento, después una meseta más o menos larga, el período en que somos adultos, y por último el catabólico o decadencia. Rostand pensó que si perdiéramos menos tiempo en crecer, ganaríamos años útilísimos para la vida.
       —¿Qué edad tiene?
       —Casi ochenta. Pero no creas que es viejo. Todas sus discípulas se enamoran de él.
       Daniela sonrió. Sin mirarla, contesté:
       —Yo, si fuera Rostand, dedicaría mi esfuerzo a postergar, aun a suprimir, el catabolismo. Te aclaro que no digo esto porque lo considere viejo.
       —Rostand piensa como vos, pero sostiene que para entender el mecanismo de la decadencia es indispensable conocer el del crecimiento.
       A pocas semanas de mi primer ataque de fiebre, Daniela recibió una carta de su maestro. Cuando me la leyó, tuve una verdadera satisfacción. Para mí fue sumamente agradable que un hombre famoso por su inteligencia estimara y quisiera tanto a Daniela. El motivo de la carta era pedirle que asistiera a las próximas Jornadas de Biología de Montevideo, donde encontraría a uno de los investigadores de su grupo, el doctor Proux, o Prioux, que podría ponerla al tanto del estado actual de los trabajos.
       Daniela me preguntó:
       —¿Cómo le digo que no quiero ir?
       Siempre consideró que esos congresos y jornadas internacionales eran inútiles. No conozco persona más reacia a la figuración.
       —¿Te parece una ingratitud decirle que no a Rostand?
       —Le debo todo lo que sé.
       —Entonces no le digas que no. Te acompaño.
       Recuerdo la escena como si la viera. Daniela se echó en mis brazos, murmuró un sobrenombre (ahora lo callo porque todo sobrenombre ajeno parece ridículo) y exclamó alborozada:
       —Una semana en el Uruguay, con vos. ¡Qué pertido! —Hizo una pausa y agregó:
       —Sobre todo si no hubiera Jornadas.
       Se dejó convencer. El día de la partida amanecí con fiebre y, al promediar la mañana, me sentía pésimamente. Si no quería ser una carga para Daniela, debía renunciar al viaje. Confieso que estuve esperando un milagro y que sólo a última hora le anuncié que no la acompañaba. Aceptó mi decisión, pero se quejó:
       —¡Una semana separados para que yo no me pierda ese aburrimiento! ¡Por qué no le dije que no a Rostand!
       De repente se hizo tarde. La despedida, muy apresurada, me dejó un sentimiento de incomprensión mezclado a la tristeza. De incomprensión y desamparo. Para consolarme pensé que fue una suerte no tener tiempo de explicarle el alcance de mis ataques de fiebre. Suponía tal vez que si no hablaba de ellos, les quitaba importancia. Esta ilusión duró poco. Me encontré tan enfermo que me desanimé profundamente y entendí que estaba grave y que no tenía cura. La fiebre cedió al tratamiento más trabajosamente que en la ocasión anterior, y me dejó nervioso y agotado. Cuando Daniela volvió me sentí feliz, pero mi aspecto no debía de ser bueno, porque preguntó con alguna insistencia cómo me sentía.
       Me había propuesto no hablar de la enfermedad, pero ante no sé qué frase en que noté, o creí notar, un velado reproche por no haberla acompañado a Montevideo, le recordé el diagnóstico. Le dije lo esencial, pasando por alto los casos de cura, que tal vez no fueran sino un recurso del médico para atenuar la terrible verdad que me había comunicado. Daniela preguntó:
       —¿Qué propones? ¿Que dejemos de vernos?
       Le aseguré:
       —No tengo fuerzas para decirlo, pero hay algo que no puedo olvidar: el día en que me conociste yo era un hombre sano y ahora soy otro.
       —No entiendo —contestó.
       Traté de explicarle que yo no tenía derecho a cargarla para siempre con mi invalidez. Interpretó como una decisión lo que en definitiva eran cavilaciones y escrúpulos. Murmuró:
       —Está bien.
       No discutimos, porque Daniela era muy respetuosa de la voluntad ajena y sobre todo porque estaba enojada. Desde ese día no la vi. Yo razonaba tristemente: «Es la mejor solución. Por horrible que me parezca la ausencia de Daniela, peor sería cerrar los ojos, cansarla, notar su cansancio y sus ganas de alejarse». Además la enfermedad podría obligarme a renunciar a mi empleo en el diario; entonces Daniela no sólo tendría que aguantarme, sino también que mantenerme.
       Recordaba un comentario suyo, que alguna vez me hizo gracia. Daniela había dicho: «Qué cansadora esa gente aficionada a las peleas y a las reconciliaciones». No me atreví, pues, a buscar una reconciliación. No fui a verla ni la llamé por teléfono. Busqué un encuentro casual. Nunca he caminado tanto por Buenos Aires. Cuando salía del diario, no me resignaba a volver a casa y postergar hasta el día siguiente la posibilidad de encontrarla. Dormía mal y despertaba como si no hubiera dormido, pero seguro de que ese día la encontraría en alguna parte, por la simple razón de no tener fuerzas para seguir viviendo sin ella. En medio de esta ansiosa expectativa me enteré de que Daniela se había ido a Francia.
       Conté a Héctor Massey, un amigo de toda la vida, lo que me había pasado. Reflexionó en voz alta:
       —Mira, la gente desaparece. Uno rompe con una persona y ya no vuelve a verla. Siempre sucede lo mismo.
       —Buenos Aires sin Daniela es otra ciudad.
       —Si es así, tal vez te sirva de aliento algo que he leído en una revista: en otras ciudades suele haber dobles de las personas que conocemos.
       A lo mejor decía eso para distraerme. Debió de apinar mi irritación porque se disculpó:
       —Comprendo lo que será renunciar a Daniela. Nunca tendrás una mujer igual.
       A mí no me gusta hablar de mi vida privada. Sin embargo, he descubierto que tarde o temprano consulto con Massey todas mis dificultades y dudas. Probablemente busco su aprobación porque lo considero honesto y justo y porque no deja que los sentimientos desvíen su criterio. Cuando le conté mi última conversación con Daniela, quiso cerciorarse de que la enfermedad era realmente como yo la había descrito y después me dio la razón. Añadió:
       —No vas a encontrar otra Daniela.
       —Lo sé demasiado bien —dije.
       He pensado muchas veces que la ingenua insensibilidad de mi amigo era una virtud, pues le permitía opinar con absoluta franqueza. Personas que lo consultan profesionalmente (es abogado) lo elogian por decir lo que piensa y por tener una visión clara y simple de los hechos.
       Pasé años aislado en mi pesadilla. Ocultaba la enfermedad como algo vergonzoso y creía, a lo mejor con razón, que si no veía a Daniela no valía la pena ver a nadie. Evité al propio Massey; un día supe que andaba por los Estados Unidos o por Europa. En las horas de trabajo, en el diario, trataba de aislarme de los compañeros que me rodeaban. Mantuve con todo una esperanza que no formulé de manera explícita, pero que me sirvió para sobreponerme al desconsuelo y para ajustar mis actos a la invariable meta de recomponer el destruido castillito de arena de la salud: la desesperada esperanza de curarme (no me pregunten cuándo) y de reunirme con Daniela. Esperar no me bastó; imaginé. Soñaba con nuestra reunión. Como un exigente director de cine, repetía la escena hasta el cansancio, para que fuera más triunfal y conmovedora. Muchos opinan que la inteligencia es un estorbo para la felicidad. El verdadero estorbo es la imaginación.
       Llegaron de París noticias de que Daniela se había volcado íntegramente en sus trabajos y experimentos biológicos. Las consideré buenas. Nunca tuve celos de Rostand ni de Leclerc.
       Me parece que empecé a mejorar. (El enfermo vive en un continuo vaivén de ilusiones y desilusiones). Durante el día ya no cavilaba tanto sobre el próximo ataque; las noches eran menos angustiosas. Una mañana, muy temprano, me despertó el timbre de la puerta de calle. Al abrir, me encontré con Massey que según entendí llegaba de Francia, directamente, sin pasar por su casa. Le pregunté si la había visto. Contestó que sí. Hubo un silencio tan largo, que me pregunté si el hecho de que Massey estuviera ahí presente se relacionaría de algún modo con Daniela. Entonces me dijo que viajó con el único propósito de anunciarme que se habían casado.
       La sorpresa, la turbación, no me dejaban hablar. Por último aduje que tenía hora con el médico. Yo estaba tan mal, que debió de creerme.
       No dudé nunca de que Massey había obrado de buena fe. Debía de figurarse que no me quitaba nada, pues yo me había alejado de Daniela. Cuando me dijo que su casamiento no sería obstáculo para que los tres nos viéramos como antes, debí explicarle que mejor sería pasar un tiempo sin vernos.
       No le dije que su matrimonio no iba a durar. A esta convicción no llegué por despecho, sino por conocimiento de las personas. Es claro que el despecho me consumía.
       A los pocos meses oí la noticia de que se habían separado. Ninguno de los dos volvió a Buenos Aires. En cuanto al restablecimiento aquel (uno de tantos), resultó ilusorio, de modo que yo seguía arrastrando una vidita en que los ataques de fiebre alternaban con los períodos de esperanzada recuperación.
       Los años se fueron rápidamente. Quizás habría que decir insensiblemente: nada menos que diez, arrastrados por la vertiginosa repetición de semanas casi iguales. Dos hechos probaban, sin embargo, la realidad del tiempo. Una nueva mejoría de mi salud (entendí que era la mejoría) y un nuevo ensayo por parte de Massey y Daniela de vivir juntos. Tantos meses yo había pasado sin fiebre, que me pregunté si estaba sano; Massey y Daniela estuvieron separados tantos años, que la noticia de que volvían a reunirse me sorprendió.
       Para afianzar mi restablecimiento pensé que debía salir de la rutina, romper con el pasado. Quizás un viaje a Europa fuera la mejor solución.
       Visité al médico. Largamente cavilé sobre la frase que emplearía para comunicarle mis planes. No quería dar pie a una posible objeción. En realidad temía que por buenas o malas razones me disuadiera.
       Sin levantar los ojos de mi historia clínica murmuró:
       —Me parece una idea excelente.
       Me miró como si quisiera decirme algo, pero la campanilla del teléfono lo distrajo. Tuvo una larga conversación. Mientras tanto recordé, con un poco de asombro, que en mi primera visita había visto ese consultorio como parte de un mal sueño y al médico (lo que ahora parecía increíble) como un enemigo. Al recordar todo esto me sentía muy seguro, pero de pronto se me ocurrieron preguntas que me alarmaron: «¿Qué me querrá decir? ¿Yo podría jurar que sus palabras fueron 'una idea excelente'? Y si lo fueron, ¿no las habrá dicho con intención irónica?». Se acabó la ansiedad cuando cortó la comunicación y explicó:
       —La parte anímica tiene su importancia. En este momento un viaje por Europa te caerá mejor que todos los medicamentos que yo pueda recetarte.
       Diversas circunstancias, entre las que un temporario fortalecimiento de nuestro peso fue la principal, permitieron que emprendiera ese viaje. Parecía que el destino me ayudaba.
       Pensé que el agrado de demorarme indefinidamente en casi cualquier lugar del mundo me impediría caer en el clásico turismo de las agencias: dos días en París, una noche en Niza, almuerzo en Génova, etcétera; pero una impaciencia, como de quien se afana en busca de algo o está huyendo (¿para que la enfermedad no lo alcance?), me obligaba a retomar el viaje al otro día de llegar a los sitios más agradables. Seguí en mi absurdo apuro hasta una tarde de fines de diciembre, en que por un canal, en una góndola (ahora me pregunto si no fue en una lancha cargada de turistas y equipaje ¡qué importa!), entré en Venecia y me encontré en un estado de ánimo en que se combinaban, en perfecta armonía, la exaltación y la paz. Exclamé:
       —Aquí me quedo. Esto era lo que buscaba.
       Bajé en el hotel Mocenigo, donde me habían reservado un cuarto. Recuerdo que dormí bien, ansioso de que llegara el día, para levantarme y recorrer Venecia. De repente me pareció que la tenue luz encuadraba la ventana. Corrí, me asomé. «El amanecer refulgía en el Gran Canal y sacaba de las sombras el Rialto». Un frío húmedo me obligó a cerrar y a refugiarme entre las mantas.
       Cuando me pareció que había entrado en calor salté de la cama. Tras un ligero desayuno me di un baño bien caliente y, sin más demora, salí a recorrer la ciudad. Por un instante me creí en un sueño. No, fue más extraño aún. Sabía que no soñaba, pero no encontraba explicación para lo que veía. «A su debido tiempo todo esto va a aclararse», me dije sin mayor convicción, porque seguía perplejo. Mientras dos o tres gondoleros reclamaban mi atención con gritos y ademanes, en una lancha se alejaba un arlequín. Resuelto, no sé muy bien por qué, a no traslucir mi asombro, con indiferencia pregunté a uno de los hombres cuánto cobraba por un viaje al Rialto y entré con paso vacilante en su góndola. Partimos en dirección opuesta a la que llevaba la máscara. Mirando los palacios de ambos lados del canal reflexioné: «Parecería que Venecia fue edificada como una interminable serie de escenarios, pero ¿por qué, lo primero que veo, al salir de mi hotel, es un arlequín? Tal vez para convencerme de que estoy en un teatro y subyugarme aún más. Es claro que si de pronto me encontrara con Massey le oiría decir que todo en este mundo es gris y mediocre y que Venecia me deslumbra porque yo vine dispuesto a deslumbrarme».
       Fue necesario que me cruzara con más de un dominó y un segundo arlequín para recordar que estábamos en carnaval. Le dije al gondolero que me extrañaba la abundancia de gente disfrazada a esa hora.
       Si entendí bien (el dialecto del hombre era bastante cerrado) me contestó que todos iban a la Plaza San Marcos, donde a las doce había un concurso de disfraces, al que yo no debía faltar, porque allá se reunirían las más lindas venecianas, que eran famosas en todo el mundo por su belleza. Tal vez me tuviera por muy ignorante, porque nombraba, silabeando para ser más claro, las máscaras que veía.
       —Po-li-chi-ne-la. Co-lom-bi-na. Do-mi-nó.
       Desde luego pasaron algunas que yo no hubiera reconocido: Il dottore, con lentes y nariz larga, Meneghino, con una corbata de tiras blancas, otra francamente desagradable: la peste o la malattia, y una que no recuerdo bien, llamada Brighella o algo así.
       Bajé a tierra cerca del puente del Rialto. En el correo despaché una tarjeta para el médico (Querido dottore: Viaje espléndido. Yo muy bien. Saludos) y por la calle de la Mercería me encaminé hacia la Plaza San Marcos, mirando las ocasionales máscaras, como si buscara alguna en particular. Por algo se dice que si nos acordamos de una persona al rato la encontramos. En un puente, cerca de una iglesia, San Giuliano o Salvatore, casi me llevo por delante a Massey. Con espontánea efusividad le grité:
       —¡Vos acá!
       —Hace tiempo que vivimos en Venecia. ¿Cuándo llegaste?
       No le contesté en seguida, porque ese verbo en plural me cayó desagradablemente. Bastó la alusión a Daniela para sumirme en la tristeza. Yo creía que las viejas heridas habían cicatrizado. Por fin murmuré:
       —Anoche.
       —¿Por qué no te venís con nosotros? Hay cuartos de sobra.
       —Me hubiera gustado, pero mañana viajo a París —mentí para no exponerme a un encuentro que no sabía cómo me afectaría.
       —Si mi mujer sabe que estuviste en Venecia y que te vas sin verla, no me perdonará. Esta noche dan Lorelei de Catalani, en La Fenice.
       —No me gusta la ópera.
       —¿Qué importa la ópera? Lo que me importa es pasar un rato juntos. Vení a nuestro palco. Te vas a pertir. Hay función de gala, por el carnaval, y la gente va disfrazada.
       —A mí no me gusta disfrazarme.
       —Muy pocos hombres lo hacen. Las que van disfrazadas son las mujeres.
       Debí de pensar que ya había hecho bastante de mi parte y que si Massey insistía, no podría negarme por mucho tiempo. Creo que en ese momento descubrí que el secreto estímulo de mi viaje había sido la esperanza de encontrar a Daniela y que, sabiéndola en Venecia, la idea de partir sin verla me parecía una renuncia muy superior a mis fuerzas.
       —Te buscamos en tu hotel —dijo.
       —No, voy por mi lado. Dejame la entrada en la boletería.
       Insistió en que fuera puntual, porque si llegaba después del primer acorde no entraría hasta el fin del acto. Sentí impulsos de preguntar por Daniela, pero también aprensión y disgusto de que Massey la nombrara. Nos despedimos.
       Por cierto no me acordé más del concurso de disfraces. Pensar en Daniela y en la emoción de verla fueron mis únicas preocupaciones. De vez en cuando me llegaba, en dolorosas puntadas, la conciencia de lo que estaba en juego en la entrevista. Después de todo lo que sufrí, reavivaría una pena que, si no había desaparecido, se había acallado. ¿Alentaba alguna ilusión de encontrar el modo, en un rato, en un palco, en una función de ópera, de recuperar a Daniela? ¿Le haría eso a Massey? Para qué plantearme una posibilidad que no existía… Es claro que bastaba la expectativa de ver a Daniela, para que la suerte estuviera echada.
       Cuando llegué, la función había empezado. Un acomodador me condujo hasta el palco, que era de los llamados balcones. Al entreabrir la puerta lo primero que vi fue a Daniela, vestida de dominó, comiendo chocolates. A su lado estaba Massey. Daniela me sonreía y, detrás del antifaz, que no se quitó, como yo hubiera deseado, brillaban sus ojos. Me susurró:
       —Acerca una silla.
       —Estoy bien acá —le dije.
       Para no hacer ruido, me senté en la primera silla que encontré.
       —No vas a ver nada —dijo Massey.
       Yo estaba perturbado. Pasaba de la alegría a un sordo fastidio por la presencia de Massey en el palco. Una soprano empezó a cantar:
Vieni, deh, vieni
y Daniela, como fascinada, se volvió hacia el escenario y me dio la espalda. Injustamente, sin duda, pensé que la mujer de mi vida, al cabo de una separación interminable, me había concedido (creo que la palabra adecuada es prestado) su atención por menos de un minuto. Lo más extraordinario, tal vez lo más triste, era que yo reaccionaba con indiferencia. Tan distante me sentía que pude enterarme de los desgraciados amores de Ana, de Walter y de Lorelei, que por despecho y para obtener poderes mágicos se casa con un río (si mal no recuerdo, el Rhin). En un primer momento la única similitud que advertí entre la historia que se desarrollaba en el escenario y la mía fue la de envolver a tres personas; no necesité más para seguirla con notable interés. A ratos, es verdad, me abstraía en mi desconcierto… Me encontraba en una situación imprevista, que me escandalizaba: Daniela y yo nos mirábamos como extraños. Algo peor, quería irme. Cuando llegó el entreacto, Daniela preguntó:
       —¿Quién es el ángel que me trae más chocolates como éstos? Los venden acá enfrente, en el bar de la plaza.
       —Yo voy —me apresuré a contestar.
       Con disgusto oí la voz de Massey que anunciaba:
       —Te acompaño.
       Rodeados de máscaras y de señores de etiqueta, lentamente bajamos por la escalera de mármol. Echamos a correr al salir del teatro, porque en la placita hacía demasiado frío. En el bar, Massey eligió una mesa contra la puerta. Entraron una muchacha vestida de dama antigua, con miriñaque, un «noble» y un «turco»; pertidos con la conversación, se demoraban en la puerta entreabierta.
       —Esta corriente de aire no me gusta —dije—. Cambiemos de mesa.
       Nos mudamos a una del fondo. En seguida tomaron nuestro pedido: para mí un strega, para Massey un café y los chocolates. Casi no hablamos, como si hubiera un solo tema y estuviera vedado. En el momento de pagar no quedaban mesas desocupadas; por más que los llamáramos, los mozos pasaban de largo. El frío había traído a la gente. De pronto, en el rumor de las conversaciones, se oyó con nitidez una voz inconfundible y los dos miramos hacia la puerta de entrada. No sé por qué me pareció que tuvimos una brevísima vacilación, como si cada cual sintiera que el otro lo había sorprendido. En nuestra primera mesa (le habían arrimado otras) vi arlequines, colombinas y dos o tres dominós. En el acto supe cuál era Daniela. El brillo de sus ojos, que miraban desde el antifaz, no dejaba lugar a dudas.
       Con visible nerviosidad, Massey consultó el reloj y anunció:
       —Está por empezar. —Mentalmente pedí que no insistiera con la historia de que si llegábamos tarde no entraríamos. Lo que dijo me enojó más.
       —Esperame en el palco.
       «Qué se cree, sacarme de en medio, porque vino Daniela», pensé, indignado. Después de un instante recapacité: cada cual veía las cosas a su modo y a lo mejor Massey se consideraba con todos los derechos; porque se casó con ella cuando la dejé partir. Dije:
       —Yo le llevo los chocolates.
       Me los dio, vacilando, como si mi pedido lo desconcertara. Cuando llegué a su mesa, Daniela me miró en los ojos y murmuró:
       —Mañana, a esta hora, aquí mismo.
       Dijo también otra palabra: un sobrenombre, que sólo ella conocía. En un halo de felicidad salí del bar. Como si un velo se descorriera, me pregunté por qué tardé tanto en comprender que en el palco Daniela se había mostrado distante por disimulo. De pronto descubrí que no le había dado los chocolates y ya me volvía cuando reflexioné que al reaparecer con ellos quizás agregara un toque ridículo a un momento maravilloso. De algo estoy seguro: no me demoré en la plaza, porque hacía frío, y en La Fenice me encaminé directamente a nuestro palco. Por eso me asombró ver allí a Daniela, sentada como la dejé un rato antes, acodada en el terciopelo rojo de la baranda. Se diría que en todo ese tiempo no había cambiado de posición. Atiné a alcanzarle los chocolates, pero en verdad me hallaba muy aturdido. Una sospecha, una estúpida corazonada (recordaba que Massey a la mañana no había dicho «Daniela», sino mi «mujer») de pronto me impulsó a pedirle que se quitara el antifaz. Para serenarme fijé la atención en las evoluciones de sus manos, que primero corrieron hacia atrás la capucha del dominó y en seguida acomodaron el pelo ligeramente desordenado. Cómo extrañé otros tiempos. No era necesario, pensé, que se quitara el antifaz, porque sólo ella tenía esa gracia; me disponía a disuadirla, pero ya Daniela estaba con la cara descubierta. Aunque siempre la había recordado como incomparable, como única, la perfección de su belleza me deslumbró. Murmuré su nombre.
       Me arrepentí muy pronto. Había pasado algo extraño: esa palabra tan querida, ahí, en ese momento, me entristeció. El mundo se me volvió incomprensible. En medio de la confusión tuve una segunda corazonada, que me provocó un vivo desagrado: «¿Gemelas?». Entonces, como si vislumbrara una sospecha y quisiera aclararla cuanto antes, me incorporé cautelosamente, para no ser oído, me deslicé al pasillo, pero al trasponer la puerta me pregunté si no me equivocaba, si no me portaba mal con Daniela. Me volví y susurré:
       —Ya vuelvo.
       Corrí por la galería en herradura, que rodea los palcos. En el preciso instante en que me precipitaba escalones abajo, vi a Massey, subiendo lentamente y me oculté detrás de un grupo de máscaras. Si me preguntaban «¿Qué hace ahí?» no hubiera encontrado una contestación aceptable. Quizá no advirtieron mi presencia. Antes que Massey llegara a la entrada del palco, me abrí paso entre las máscaras y bajé corriendo. Como quien se tira al agua helada, salí a la placita. En cuanto llegué al bar noté que había menos gente y que la silla de Daniela estaba vacía. Hablé con una muchacha disfrazada de dominó.
       —Acaba de irse, con Massey —me dijo, y debió notar mi confusión, porque agregó solícitamente:
       —Muy lejos no estará… A lo mejor la alcanza por la calle Delle Veste.
       Emprendí la busca firmemente resuelto a sobreponerme a todas las dificultades y a encontrarla. Porque estaba sano podía volcar mi voluntad en ese único propósito. Probablemente me daba fuerzas el ansia impostergable de recuperar a Daniela, a la verdadera Daniela, y también un impulso de probar que la quería y que si alguna vez la había dejado no fue por desamor. De probarlo ante Daniela y ante el mundo. Por la segunda calle doblé a la derecha; me pareció que por ahí doblaban todos. Sentí un dolor, un golpe, que me cortaba la respiración: era el frío. He descubierto que si me acuerdo de la enfermedad me enfermo y, para pensar en otra cosa, me dije que nosotros no éramos tan valientes como los venecianos; en una noche así, los porteños no andamos por las calles. Trataba de conciliar la necesidad de apurar el paso, con la de mirar detenidamente, en la medida de lo posible, a las mujeres de negro y, desde luego, a las vestidas de dominó. Frente a una iglesia, estuve seguro de reconocerla. Al acercarme descubrí que era otra. El desengaño me produjo malestar físico. «No debo perder la cabeza», me dije. Seguramente para no acobardarme pensé que era gracioso cómo, sin querer, expresaba literalmente lo que sentía: en efecto, mantuve el equilibrio con dificultad.
       No quería llamar la atención ni apoyarme en el brazo de nadie, por temor de tropezar con algún comedido que me demorara. Cuando pude retomé el camino. Procuraba adelantarme a la interminable corriente de los que iban en igual rumbo y de esquivar a los que venían en el sentido contrario. Me afanaba por buscar la mirada y observar las facciones visibles de toda mujer disfrazada de dominó. Aunque me desvivía, eran tantas que más de una se me habrá pasado por alto. La imposibilidad de mirarlas a todas significaba un riesgo al que no me resignaba. Me abrí paso entre la gente. Un arlequín se hizo a un lado, se echó a reír y me gritó algo, parodiando tal vez a los gondoleros. La verdad es que yo me veía a mí mismo como un barco que se abría camino con la proa. En esa imagen de sueño mi cabeza y la proa se confundían. Llevé una mano a la frente: quemaba. Empecé a explicarme que por extraño que pareciera los golpes de las olas originaban el calor y perdí el conocimiento.
       Vinieron luego días confusos, de soñar cuando dormía y cuando despertaba. A cada rato me creía realmente despierto y confiaba en que se disiparían del todo esos sueños, tan molestos por lo persistentes. Muy pronto llegaba el desengaño, tal vez porque hechos reales, difíciles de admitir y que me preocupaban, provocaron (con la fiebre, que también era real) nuevos delirios.
       Para que todo fuera angustiosamente incierto, no reconocí el cuarto en que me encontraba. Una mujer, que me atendía con maternal eficacia y a la que yo no había visto nunca, me dijo que estábamos en el hotel La Fenice. La mujer se llamaba Eufemia; yo le decía Santa Eufemia.
       Creo que en dos ocasiones me visitó un doctor Kurtz. En la primera me explicó que vivía «aquí nomás, en el corazón de Venecia», en no sé qué número de la calle Fiubera y que si lo necesitaba lo llamara a cualquier hora de la noche. En la segunda me dio de alta. Cuando salió reparé en que no le había pedido la cuenta, lo que me trajo una nueva inquietud, porque temía no recordar bien su dirección, olvidarme de pagar o no encontrarlo, como si fuera un personaje de un sueño. En realidad era el típico médico de familia, de esos que había en otras épocas. Tal vez resultara un poco irreal en la nuestra, pero ¿hay algo en Venecia que no sea así?
       Una tarde le pregunté a Eufemia cómo llegué al hotel La Fenice. Me contestó con evasivas e insistió enfáticamente en que hasta dos veces diarias durante la fiebre, el señor y la señora Massey me habían visitado. Inmediatamente recordé las visitas o, mejor dicho, vi en un sueño muy nítido a Massey y a Daniela. Lo peor de la fiebre (y al respecto, todo seguía igual) era la autonomía de las imágenes mentales. El hecho de que la voluntad no tuviera poder sobre ellas, me angustiaba, como un principio de locura. Esa tarde pasé de recordar alguna de las visitas de los Massey, a verlos como si estuvieran sentados al lado de mi cama de enfermo, y a ver a Daniela comiendo chocolates en el palco, y después a una máscara, con antifaz, reclinada sobre mí, que me hablaba y que identifiqué fácilmente. Revivir o soñar la escena me perturbó tanto que al principio no oí las palabras de la máscara. En el preciso momento en que yo estaba pidiéndole que por favor las repitiera, desapareció. Massey había entrado en el cuarto. La desaparición me desconsolaba, porque yo prefería tener a Daniela en sueños, a encontrarme sin ella; pero la presencia de Massey me despertó del todo: un alivio tal vez, porque empecé a sentirme menos extraviado. Mi amigo me habló con su habitual franqueza, como si yo estuviera sano y pudiera enfrentar la verdad. Traté de corresponder esa prueba de confianza. Me dijo algo que desde luego yo sabía: que después de mi alejamiento, Daniela no fue la misma mujer de antes. Aclaré:
       —Nunca la he engañado.
       —Es cierto. Y reconoce que no creyó del todo en tu enfermedad hasta que te encontró aquí a la vuelta, tirado en la calle.
       Me enojé de pronto y dije:
       —Pretende resarcirme con una buena enfermera y un buen médico.
       —No le pidas lo que no puede darte.
       —¿Sabes lo que pasa? No entiende que la quiero.
       Me contestó que no fuera presuntuoso, que ella también me quería cuando la dejé. Protesté:
       —Yo estaba enfermo.
       Dijo que el amor pedía lo imposible. Agregó:
       —Como ahora lo estás probando, con tus exigencias de que vuelva. No volverá.
       Le pregunté por qué estaba tan seguro, y me dijo que por experiencia propia. Exclamé con mal contenida irritación:
       —No es lo mismo.
       Contestó:
       —Desde luego. Yo no la abandoné.
       Lo miré asombrado, porque por un instante creí que se le quebraba la voz. Me aseguró que Daniela sufrió mucho, que después de lo que pasó conmigo ya no podía enamorarse, por lo menos como antes.
       —Para toda la vida, ¿comprendes?
       No me contuve. Dije:
       —A lo mejor todavía me quiere.
       —Es claro que te quiere. Como a un amigo, como al mejor amigo. Y podrías pedirle que haga por vos lo que hizo por mí.
       Massey había recuperado el aplomo. En un tono de lo más tranquilo se puso a dar explicaciones horribles, que yo no quería oír y que en la debilidad de mi convalecencia entendí apenas. Habló de los llamados hijos carbónicos, o clones, o dobles.
       Dijo que Daniela, en colaboración con Leclerc, había desarrollado de una célula suya (creo que empleó la palabra célula pero no puedo afirmarlo) hijas idénticas a ella. Ahora pienso que tal vez fuera una sola (bastaba una, para la pesadilla que Massey me comunicaba) y que logró acelerar el crecimiento con tal intensidad que en menos de diez años la convirtió en una espléndida mujer de diecisiete o dieciocho años.
       —¿Tu Daniela? —pregunté con inesperado alivio.
       —Parece increíble, pero realmente es una mujer hecha a mi medida. Idéntica a la madre pero ¿cómo decirte?, tanto más adecuada a un hombre como yo. Te voy a confesar algo que te parecerá un sacrilegio: por nada la cambiaría por la original. Es idéntica, pero a su lado vivo con otra paz, con genuina serenidad. Si supieras cómo son realmente las cosas, me envidiarías.
       Para que no insistiera en lo que yo debía pedir a Daniela, declaré:
       —No me interesa una mujer idéntica. La quiero a ella. —Me replicó tristemente pero con firmeza:
       —Entonces no conseguirás nada. Daniela me dijo que al ver tu cara en el bar comprendió que seguías queriéndola. Piensa que reanudar un viejo amor no tiene sentido. Para evitar una discusión inútil, cuando le dijeron que no corrías peligro, se fue en el primer avión.

Planes para una fuga al Carmelo (1986)/Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Planes para una fuga al Carmelo (1986)
Historias desaforadas
(Buenos Aires: Emecé Editores, 1986, 231 págs.)


      Al profesor lo irritaba la gente que se levantaba tarde, pero no quería despertar a Valeria, porque a ella le gustaba dormir. «Pone mucha aplicación», pensó, mientras contemplaba el delicado perfil y la efusión roja del pelo de la chica sobre la almohada blanca.
       El profesor se llamaba Félix Hernández. Parecía joven, como tantas personas de su edad en aquella época (veinte años antes, hubieran sido viejos). Era famoso, aun fuera del mundo universitario, y muy querido por los alumnos. Se consideraba afortunado porque vivía con Valeria, una estudiante.
       Entró en la cocina, a preparar el desayuno. Cuidó las tostadas, para que se doraran sin quemarse, y recordó: «Esta mañana Valeria defiende la tesis. No tiene que olvidar los tres períodos de la historia». Después de una pausa, dijo: «Últimamente me dio por hablar solo».
       Llevó la bandeja al dormitorio en el momento en que la muchacha volvía de la ducha, aún mojada y envuelta en una toalla. Al arrimarle una taza vio en el espejo su propia cara, con esa barba a retazos blanquísima, a retazos negra, que recién afeitada parecía de tres días. Miró a la chica, volvió a mirar el espejo y se dijo: «Qué contraste. Realmente, soy un hombre de suerte». La chica exclamó:
       —Si me quedo dormida, me muero.
       —¿Por no doctorarte? No perderías mucho.
       —Es increíble que un profesor hable así.
       —Ya nadie sabe que puede estudiar solo. El que está en un aula donde hay un profesor, cree que estudia. Las universidades, que fueron ciudadelas del saber, se convirtieron en oficinas de expendio de patentes. Nada vale menos que un título universitario.
       La chica dijo, como para sí misma:
       —No importa. Yo quiero el título.
       —Entonces tal vez convenga que menciones los tres períodos de la historia. Cuando el hombre creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas. Cuando creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por razones políticas.
       —Yo leí un poema. Cada cual mata aquello que ama…
       La miró, sonrió, sacudió la cabeza.
       —Después de sueños demasiado largos, verdaderas pesadillas —explicó Hernández—, llegamos al período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.
       —Me parece que voy a provocar una discusión con la mesa.
       —No veo por qué. ¿Alguien duda de que a cierta edad recibirá la visita del médico? ¿No es ésa una manera de matar? Por razones terapéuticas, desde luego. Una manera de matar a toda la población.
       —A toda, no. Están los que se escapan a la otra Banda.
       —Ahí surge la amenaza de un segundo montón de muertos. Inmenso. Por razones terapéuticas, también.
       —Pero eso —con aparente distracción dijo la chica, mientras se vestía— si les declaramos la guerra.
       —No va a ser fácil. Entre los viejos decrépitos de la Banda Oriental hay negociadores astutos, que siempre encuentran la manera de ceder algo sin importancia.
       —Me dan asco —dijo Valeria, lista ya para salir—, pero que posterguen la guerra me parece bien.
       —Tarde o temprano habrá que decidirse. No puede ser que en la otra Banda haya un foco infeccioso, un caldo de cultivo de todas las pestes que nosotros hemos eliminado. Salvo que alguien descubra la manera de frenar la vejez… Pero ¿qué vas a contestar si te preguntan cómo empezó el tercer período?
       —Cuando ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó, al género humano, con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época. Los médicos argentinos, del legendario Equipo del Calostro, un día lograron la barrera de anticuerpos, durable y polivalente. Esto significó la erradicación de las infecciones, pronto seguida por la del resto de las enfermedades y por una extraordinaria prolongación de la juventud. Creímos que no era posible ir más lejos. Poco después los uruguayos descubrieron el modo de suprimir la muerte.
       —Lo que nuestro patriotismo recibió como una patada.
       —Pero ni los propios uruguayos lograron detener el envejecimiento.
       —Menos mal…
       —Con tus interrupciones pierdo el hilo —dijo Valeria y retomó el tono de recitación—. Alrededor de los dos países del Río de la Plata, se formaron los bloques aparentemente irreconciliables, que hoy se reparten el mundo. Los enemigos nos llaman jóvenes fascistas y, para nosotros, ellos son moribundos que no acaban de morir. En el Uruguay la proporción de viejos aumenta. —Sin detenerse agregó:
       —Son casi las diez. Tengo que irme.
       La acompañó hasta la puerta, la besó, le pidió que no volviera tarde y no entró hasta que la perdió de vista.
       Un rato después, cuando estaba por salir, oyó el timbre. Recogió un cuaderno de apuntes, que probablemente Valeria había olvidado, empezó a murmurar: «De todo te olvidas, ¡cabeza de novia!», abrió la puerta y se encontró con sus discípulos Gerardi y Lohner.
       —Venimos a verlo —anunció Lohner.
       —El tiempo no me sobra. A las once debo estar en la Facultad.
       —Lo sabemos —dijo Gerardi.
       —Pero tenemos que hablar —dijo Lohner.
       Parecían nerviosos. Los llevó al escritorio.
       —Lohner —dijo Gerardi y señaló a su compañero— va a explicarle todo.
       Hubo un silencio. Hernández dijo:
       —Estoy esperando esa explicación.
       —No sé cómo empezar. Un amigo, de Salud Pública, nos avisó anoche que vienen a verlo.
       Hernández entreabrió la boca, sin duda para hablar, pero no dijo nada. Por último Gerardi aclaró:
       —Viene el médico.
       Hubo otro silencio, más largo. Preguntó Hernández:
       —¿Cuándo?
       —Hoy —dijo Lohner.
       —Entre anoche y esta mañana arreglamos todo.
       —¿Qué arreglaron?
       —El cruce al Carmelo.
       —¿En el Uruguay? —preguntó Hernández, para ganar tiempo.
       —Evidentemente —contestó Lohner.
       Gerardi refirió:
       —El amigo de Salud Pública nos puso en comunicación con un señor, llamado Contacto, que se encarga del renglón lancheros. Nos dio cita, a las diez de la noche, en la Confitería Del Molino, en la mesa que está contra la segunda columna de la izquierda, entrando por Callao. Ahí tomamos tres capuchinos y cuando yo iba a decirle quién era usted, el señor Contacto me paró en seco. «Si consigo lancha, no debo saber para quién», y nos pidió que lo esperáramos un minutito, porque iba a hablar a Tigre. No fue un minutito. Querían cerrar la confitería y el señor Contacto no lograba comunicarse. En nuestro país estas cosas, por simples que parezcan, son complicadas. Finalmente volvió, dio un nombre, una hora, un lugar: Moureira, a las ocho de la mañana, en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito sobre el río Reconquista.
       —¿En el Tigre? —preguntó Hernández.
       —En Tigre.
       —Y ustedes, esta mañana, ¿lo encontraron?
       —Como un solo hombre. Tengo la impresión de que se puede confiar en él.
       —Sobre todo si no le damos tiempo —observó Lohner.
       —¿Para qué? —preguntó Hernández.
       —No creo que le convenga… —opinó Gerardi—. Su trabajo es pasar fugitivos a la otra Banda. Si traiciona una vez y llega a saberse ¿de qué vive?
       —Es gente vieja del Delta. En tiempo de las aduanas, el abuelo y el padre fueron contrabandistas. Moureira aseguró que él mismo es una especie de institución.
       —¿Cuándo tengo que ir?
       —Se viene con nosotros. Ahora mismo.
       —Ahora mismo no puedo.
       —Moureira está esperándonos —dijo Gerardi.
       —Más vale no entretenerse —dijo Lohner.
       —Tengo que buscar a una amiga —dijo Hernández.
       Hubo un silencio. Gerardi preguntó:
       —¿A la que sabemos, profesor?
       Sonriendo, por primera vez, confirmó Hernández:
       —A la que sabemos.
       —No se demore. Nosotros nos vamos. Hay que retener a Moureira —dijo Lohner.
       Gerardi insistió:
       —No se demore. Usted nos encuentra en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito. Un puentecito que se cae a pedazos, desde tiempo inmemorial.
       Con impaciencia dijo Lohner:
       —No va a ser fácil retener al tal Moureira.
       Cuando quedó solo se preguntó si estaba asustado. Sabía que tenía apuro por cruzar a la otra Banda y que no dejaría a Valeria. Después de la conversación con los muchachos, le pareció que avanzaba inevitablemente por un camino peligroso, desde cuyos bordes las cosas, aun las más familiares, lo miraban como testigos impasibles.
       Sin perder un minuto se largó a la facultad. En el primer piso, al salir de la escalera, la encontró.
       —¡Te acordaste de traer los apuntes! —exclamó Valeria.
       La verdad es que ni se había acordado del examen de tesis. Traía los apuntes bajo el brazo porque estaba turbado y no sabía muy bien qué hacía. Preguntó:
       —¿Llego a tiempo?
       —Por suerte. Hasta que no vea dos nombres y una fecha, no voy a sentirme segura.
       —Yo creía que solamente los viejos olvidábamos los nombres.
       —Nadie te considera viejo.
       —Estás equivocada. Aparecieron por casa dos estudiantes.
       —¿Para qué?
       —Para avisarme que hoy a la tarde me visita el médico. Un amigo que trabaja en el Ministerio de Salud Pública les dio la noticia.
       —No puedo creer. De todos modos el médico tendrá que admitir que estás bien.
       —No hay antecedentes.
       —No importa. Yo sé, por experiencia, cómo estás. Voy a hablarle. Su visita es prematura. Tendrá que admitirlo.
       —No lo hará.
       —¿Cuál es tu plan?
       —Un lanchero nos espera en el Tigre, para llevarnos a la otra Banda. —El profesor debió notar algo en la expresión de Valeria, porque preguntó:
       —¿Qué pasa? ¿No estás dispuesta?
       —Sí. ¿Por qué? En un primer momento repugna un poco la idea de vivir entre viejos que nunca mueren. Pero no te preocupes. Voy a sobreponerme. Son prejuicios que me inculcaron cuando era chica.
       —¿Nos vamos o nos quedamos?
       —¿Quedarnos y que te visite el médico? No estoy loca. De los que te llevaron la noticia, ¿uno es Lohner?
       —Y el otro, Gerardi.
       —Un atropellado. Capaz de creer lo primero que oye.
       —Lohner, no.
       —Circulan tantos rumores… ¿Por qué no vas a dar la clase, como siempre? En cuanto yo concluya la defensa de la tesis, trato de averiguar algo.
       Las palabras «dar la clase, como siempre» casi lo convencieron, porque le trajeron a la memoria las tan conocidas «como decíamos ayer» de otro profesor. Recapacitó y dijo:
       —No creo que haya tiempo.
       —Y es muy probable que sea una imprudencia. Estoy pensando que es mejor que no te vean por acá.
       En ocasiones el hombre es un chico ante la mujer. Hernández preguntó:
       —¿Entonces, qué hago?
       —Te vas a casa, ahora mismo. Si dentro de una hora no llego, ni te he llamado, te vas al Tigre. ¿Dónde nos esperan?
       —En Liniers y Pirovano. Debajo de un puente muy viejo, que cruza el río Reconquista.
       Repitió Valeria:
       —En Liniers y Pirovano. —De pronto agregó:
       —Si no voy a casa, voy directamente.
       Se avino a la propuesta, aunque no lo convencía del todo. A mitad de camino comprendió el error que iba a cometer. Si la muchacha no quería ver el peligro debió abrirle los ojos. Su casa era una trampa en la que pasaría una larga hora de ansiedad. Quién sabe si después no sería tarde para salir.
       En el momento de abrir la puerta, un hombre cruzó desde la vereda de enfrente y le dijo:
       —Lo esperaba.
       Entraron juntos y, ya en el escritorio, Hernández preguntó:
       —¿El médico?
       Tristemente el médico asintió con la cabeza.
       —Aunque debiera callarme, le diré que me expresé mal. No lo esperaba. Mejor dicho, esperaba que no viniera, que mostrara un poco de tino, qué embromar. Dígame, ¿le costaba mucho ponerse a salvo? ¿Tan desvalido se encuentra que no tiene quién le avise y lo pase? ¿O por un instante supone que si lo examino estamparé mi firma en un certificado de salud para que lo dejen vivo?
       —Parece justo.
       —Son todos iguales. Les parece justo exponerme a que un segundo médico los examine, opine de otro modo y dé a entender que a uno lo sobornaron. Aunque no crea, muchos codician el puesto.
       —Entonces no hay escapatoria.
       —Eso lo dejo a su criterio. Todavía tengo que ver a otro paciente. Cuando llegue a Salud Pública, paso el informe.
       El médico dio por concluida la visita. Hernández lo acompañó hasta la puerta.
       —De cualquier modo, muchas gracias.
       —Dígame una cosa, ¿algo o alguien lo retiene en Buenos Aires? Me permito recordarle que si no se fuga, tampoco va a seguir junto a la personita que tanto le interesa. Lo atrapan ¿me oye? y lo liquidan.
       —Es verdad —admitió Hernández—. Qué solos se quedan los muertos…
       Cerró la puerta. Por un instante permaneció inmóvil, pero después fue rápido y eficaz. En menos de media hora preparó la valija y salió de la casa. Aunque sin tropiezos, el viaje al Tigre le resultó larguísimo. Finalmente encontró a los discípulos, en el lugar indicado. Con ellos había un hombre robusto, de saco azul y pipa, que parecía disfrazado de lobo de mar.
       —Creíamos que no venía —dijo Gerardi—. El señor Moureira quería irse.
       —No pierda tiempo —dijo Lohner.
       —Suba a la lancha —dijo Moureira.
       —Un momento —dijo el profesor—. Espero a una amiga.
       —La mujer siempre llega tarde —sentenció Moureira.
       Discutieron (esperar unos minutos, irse en el acto) hasta que oyeron una sirena.
       —Menos mal que en la policía no han descubierto que la sirena previene al fugitivo —observó Lohner, mientras ayudaba al profesor a subir a la lancha.
       Gerardi le preguntó:
       —¿Algún mensaje?
       —Dígale que para mí era lo mejor de la vida.
       —¿Pero que la vida la incluye y que el todo es más que la parte? —preguntó Lohner.
       Volvieron a oír la sirena, ya próxima. Los muchachos se guarecieron en el almacén. Moureira le dijo:
       —Acuéstese en el piso de la lancha, que lo tapo con la lona.
       Obedeció Hernández y con una sonrisa melancólica pensó: «La conclusión de Lohner es justa, pero en este momento no me consuela».
       Lentamente, resueltamente, se alejaron rumbo al río Lujan y aguas afuera.