4/02/20

Caravansary/Álvaro Mutis


Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


Caravansary
(México: Fondo de Cultura Economica [Tierra Firme], 1981, 61 págs.)

Para Alberto Zalamea

Caravansary, in the middle east, a public building for the shelter of a caravan (q.v.) and of wayfarers generally. It is commonly constructed in the neighbourhood, but not within the walls, of a town or village. It is quadrangular in form, with a dead wall outside, this wall has small windows high up, but in the lower parts merely a few narrow air holes [...] The central court is open to the sky, and generally has in its centre a well with a fountainbasin beside it [...] The upstairs apartments are for human lodging; cooking is usually carried on in one or more corners of the quadrangle below. Should the caravansary be a small one, the merchants and their goods alone find place within, the beasts of burden being left outside...
      Encyclopoedia Britannica, vol. 4, 1965

Radiguet, agonizante: “Vou a ser fusilado pelos soldados de Deus.”
      Citado por Lêdo Ivo en su libro Confissôes de um poeta,
       Sâo Paulo, 1979


Caravansary

Para Octavio y Marie-Jo

1

      Están mascando hojas de betel y escupen en el suelo con la monótona regularidad de una función orgánica. Manchas de un líquido ocre se van haciendo alrededor de los pies nervudos, recios como raíces que han resistido el monzón. Todas las estrellas, allá arriba, en la clara noche bengalí, trazan su lenta trayectoria inmutable. El tiempo es como una suave materia detenida en medio del diálogo. Se habla de navegaciones, de azares en los puertos clandestinos, de cargamentos preciosos, de muertes infames y de grandes hambrunas. Lo de siempre. En el dialecto del Distrito de Birbhum, al Oeste de Bengala, se ventilan los modestos negocios de los hombres, un sórdido rosario de astucias, mezquinas ambiciones, cansada lujuria, miedos milenarios. Lo de siempre, frente al mar en silencio, manso como una leche vegetal, bajo las estrellas incontables. Las manchas de betel en el piso de tierra lustrosa de grasas y materias inmemoriales, van desapareciendo en la anónima huella de los hombres. Navegantes, comerciantes a sus horas, sanguinarios, soñadores y tranquilos.


2

      Si te empeñas en dar crédito a las mentiras del camellero, a las truculentas historias que corren por los patios de las posadas, a las promesas de las mujeres cubiertas de velos y procaces en sus ofertas; si persistes en ignorar ciertas leyes nunca escritas sobre la conducta sigilosa que debe seguirse al cruzar tierras de infieles, si continúas en tu necedad, nunca te será dado entrar por las puertas de la ciudad de Tashkent, la ciudad donde reina la abundancia y predominan los hombres sabios y diligentes. Si te empeñas en tu necedad...


3

      ¡Alto los enfebrecidos y alterados que con voces chillonas demandan lo que no se les debe! ¡Alto los necios! Terminó la hora de las disputas entre rijosos, ajenos al orden de estas salas. Toca ahora el turno a las mujeres, las egipcias reinas de Bohemia y de Hungría, las trajinadoras de todos los caminos; de sus ojos saltones, de sus altas caderas, destilará el olvido sus mejores alcoholes, sus más eficaces territorios. Afinquemos nuestras leyes, digamos nuestro canto y, por última vez, engañemos la especiosa llamada de la vieja urdidora de batallas, nuestra hermana y señora erguida ya delante de nuestra tumba. Silencio, pues, y que vengan las hembras de la pusta, las damas de Moravia, las egipcias a sueldo de los condenados.


4

      Soy capitán del 3º de Lanceros de la Guardia Imperial, al mando del coronel Tadeuz Lonczynski. Voy a morir a consecuencia de las heridas que recibí en una emboscada de los desertores del Cuerpo de Zapadores de Hesse. Chapoteo en mi propia sangre cada vez que trato de volverme buscando el imposible alivio al dolor de mis huesos destrozados por la metralla. Antes de que el vidrio azul de la agonía invada mis arterias y confunda mis palabras, quiero confesar aquí mi amor, mi desordenado, secreto, inmenso, delicioso, ebrio amor por la condesa Krystina Krasinska, mi hermana. Que Dios me perdone las arduas vigilias de fiebre y deseo que pasé por ella, durante nuestro último verano en la casa de campo de nuestros padres en Katowicze. En todo instante he sabido guardar silencio. Ojalá se me tenga en cuenta en breve, cuando comparezca ante la Presencia Ineluctable. ¡Y pensar que ella rezará por mi alma al lado de su esposo y de sus hijos!


5

      Mi labor consiste en limpiar cuidadosamente las lámparas de hojalata con las cuales los señores del lugar de noche a cazar el zorro en los cafetales. Los deslumbran al enfrentarle súbitamente estos complejos artefactos, hediondos a petróleo y a hollín, que se oscurecen en seguida por obra de la llama que, en un instante, enceguece los amarillos ojos de la bestia. Nunca he oído quejarse a estos animales. Mueren siempre presas del atónito espanto que les causa esta luz inesperada y gratuita. Miran por última vez a sus verdugos como quien se encuentra con los dioses al doblar una esquina. Mi tarea, mi destino, es mantener siempre brillantes y listo este grotesco latón para su nocturna y breve función venatoria. ¡Y yo soñaba ser algún día laborioso viajero por tierras de fiebre y aventura!


6

      Cada vez que sale el rey de copas hay que tornar a los hornos, para alimentarlos con el bagazo que mantiene constante el calor de las pailas. Cada vez que sale el as de oros, ta miel comienza a danzar a borbotones y a despedir un aroma inconfundible que reúne, en su dulcísima materia, las más secretas esencias del monte y el fresco y tranquilo vapor de las acequias. ¡La miel está lista! El milagro de su alegre presencia se anuncia con el as de espadas. Pero si es el as de bastos el que sale, entonces uno de los paileros ha de morir cubierto por la miel que lo consume, como un bronce líquido y voraz vertido en la blanda cera del espanto. En la madrugada de los cañaverales, se reparten las cartas en medio del alto canto de los grillos y el escándalo de las aguas que caen sobre la rueda que mueve el trapiche.


7

      Cruzaba los precipicios de la cordillera gracias a un ingenioso juego de poleas y cuerdas que él mismo manejaba, avanzando lentamente sobre el abismo. Un día, las aves lo devoraron a medias y lo convirtieron en un pingajo sanguinolento que se balanceaba al impulso del viento helado de los páramos. Había robado una hembra de los constructores del ferrocarril. Gozó con ella una breve noche de inagotable deseo y huyó cuando ya le daban alcance los machos ofendidos. Se dice que la mujer lo había impregnado en una substancia nacida de sus vísceras más secretas y cuyo aroma enloqueció a las grandes aves de las tierras altas. El despojo terminó por secarse al sol y tremolaba como una bandera de escarnio sobre el silencio de los precipicios.


8

      En Akaba dejó la huella de su mano en la pared de los abrevaderos.
      En Gdynia se lamentó por haber perdido sus papeles en una riña de taberna, pero no quiso dar su verdadero nombre.
       En Recife ofreció sus servicios al Obispo y terminó robándose una custodia de hojalata con un baño de similor.
       En Abidján curó la lepra tocando a los enfermos con un cetro de utilería y recitando en tagalo una página del memorial de aduanas.
       En Valparaíso desapareció para siempre, pero las mujeres del barrio alto Aseguran que la imagen alivia los cólicos menstruales y preserva a los recién nacidos contra el mal de ojo.


9

      Ninguno de nuestros sueños, ni la más tenebrosa de nuestras pesadillas, es superior a la suma total de fracasos que componen nuestro destino. Siempre iremos más lejos que nuestra más secreta esperanza, sólo que en sentido inverso, siguiendo la senda de los que cantan sobre las cataratas, de los que miden su propio engaño con la sabia medida del uso y del olvido.


10

      Hay un oficio que debiera prepararnos para las más sordas batallas, para los más sutiles desengaños. Pero es un oficio de mujeres y les será vedado siempre a los hombres. Consiste en lavar las estatuas de quienes amaron sin medida ni remedio y dejar enterrada a sus pies una ofrenda que, con el tiempo, habrá carcomido los mármoles y oxidado los más recios metales. Pero sucede que también este oficio desapareció hace ya tanto tiempo, que nadie sabe a ciencia cierta cuál es el orden que debe seguirse en la ceremonia.


Invocación

¿Quién convocó aquí a estos personajes?
¿Con qué voz y palabras fueron citados?
¿Por qué se han permitido usar
El tiempo y la substancia de mi vida?
¿De dónde son y hacia dónde los orienta
El anónimo destino que los trae a desfilar frente a nosotros?

Que los acoja, Señor, el olvido.
Que en él encuentro la paz,
El deshacerse de su breve materias,
La quietud de sus cuitas impertinentes.

No sé, en verdad, quiénes son,
Ni por qué acudieron a mí
Para participar en el breve instante
De la página en blanco.
Vanas gentes estas,
Dadas, además a la mentira.
Su recuerdo, por fortuna,
Comienza a esfumarse
En la piadosa nada
Que a todos habrá de alojarnos.
Así sea.


Cinco imágenes

1

      El otoño es la estación preferida de los conversos. Detrás del cobrizo manto de las hojas, bajo el oro que comienzan a taladrar invisibles gusanos, mensajeros del invierno y el olvido, es más fácil sobrevivir a las nuevas obligaciones que agobian a los recién llegados a una fresca teología. Hay que desconfiar de la serenidad con que estas hojas esperan su inevitable caída, su vocación de polvo y nada. Ellas pueden permanecer aún unos instantes para testimoniar la inconmovible condición del tiempo: la derrota final de los más altos destinos de verdura y sazón.


2

      Hay objetos que no viajan nunca. Permanecen así, inmunes al olvido y a las más arduas labores que imponen el uso y el tiempo. Se detienen en una eternidad hecha de instantes paralelos que entretejen la nada y la costumbre. Esta condición singular los coloca al margen de la marea y la fiebre de la vida. No los visita la duda ni el espanto y la vegetación que los vigila es apenas una tenue huella de su vana duración.


3

      El sueño de los insectos está hecho de metales desconocidos que penetran en delgados taladros hasta el reino más oscuro de la geología. Nadie levante la mano para alcanzar los breves astros que nacen, a la hora de la siesta, con el roce sostenido de los élitros. El sueño de los insectos está hecho de metales que sólo conoce la noche en sus grandes fiestas silenciosas. Cuidado. Un ave desciende y, tras ella, baja también la mañana para instalar sus tiendas, los altos lienzos del día.


4

      Nadie invitó a este personaje para que nos recitara la parte que le corresponde en el tablado que, en otra parte, levantan como un patíbulo para inocentes. No le serán cargados a su favor ni el obsecuente inclinarse de mendigo sorprendido, ni la falsa modestia que anuncian sus facciones de soplón manifiesto. Los asesinos lo buscan para ahogarlo en un baño de menta y plomo derretido. Ya le llega la hora, a pesar de su paso sigiloso y de su aire de “yo aquí no cuento para nada”.


5

      En el fondo del mar se cumplen lentas ceremonias presididas por la quietud de las materias que la tierra relegó hace millones de años al opalino olvido de las profundidades. La coraza calcárea conoció un día el sol y los densos alcoholes del alba. Por eso reina en su quietud con la certeza de los nomeolvides. Florece en gestos desmayados el despertar de las medusas. Como si la vida inaugurara el nuevo rostro de la tierra.


La nieve del Almirante

Para J. G. Cobo Borda

      Al llegar a la parte más alta de la cordillera, los camiones se detenían en un corralón destartalado que sirviera de oficina a los ingenieros en los tiempos cuando se construyó la carretera. Los conductores de los grandes camiones se detenían allí a tomar una taza de café o un trago de aguardiente para contrarrestar el frío del páramo. A menudo éste les engarrotaba las manos en el volante y rodaban a los abismos en cuyo fondo un río de aguas torrentosas barría, en un instante, los escombros del vehículo y los cadáveres de sus ocupantes. Corriente abajo, ya en las tierras de calor, aparecían los retorcidos vestigios del accidente.
       Las paredes del refugio eran de madera y, en el interior, se hallaban oscurecidas por el humo del fogón, en donde día y noche se calentaban el café y alguna precaria comida para quienes llegaban con hambre, que no eran frecuentes, porque la altura del lugar solía producir una náusea que alejaba la idea misma de comer cosa alguna. En los muros habían clavado vistosas láminas metálicas con propaganda de cervezas o analgésicos con provocativas mujeres en traje de baño que brindaban la frescura de su cuerpo en medio de un paisaje de playas azules y palmeras, ajeno por completo al páramo helado y ceñudo. La niebla cruzaba la carretera, humedecía el asfalto que brillaba como un metal imprevisto, e iba a perderse entre los grandes árboles de tronco liso y gris, de ramas vigorosas y escaso follaje, invadido por una lama, también gris, en donde surgían flores de color intenso y de cuyos gruesos pétalos manaba una miel lenta y transparente.
       Una tabla de madera, sobre la entrada, tenía el nombre del lugar en letras rojas, ya desteñidas: “La Nieve del Almirante”. Al tendero se le conocía como El Gaviero y se ignoraban por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubría buena parte del rostro. Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambú. En la pierna derecha le supuraba continuamente una llaga fétida e irisada, de la que nunca hacía caso. Iba y venía atendiendo a los clientes, al ritmo regular y recio de la muleta que golpeaba en los tablones del piso con un sordo retumbar que se perdía en la desolación de las parameras. Era de pocas palabras, el hombre. Sonreía a menudo, pero no a causa de lo que oyera a su alrededor, sino para sí mismo y más bien a destiempo con los comentarios de los viajeros. Una mujer le ayudaba en sus tareas. Tenía un aire salvaje, concentrado y ausente. Por entre las cobijas y ponchos que la protegían del frío, se adivinaba un cuerpo aún recio y nada ajeno al ejercicio del placer. Un placer cargado de esencias, aromas y remembranzas de las tierras en donde los grandes ríos descienden hacia el mar bajo un dombo vegetal, inmóvil en el calor de las tierras bajas. Cantaba, a veces, la hembra; cantaba con una voz delgada como el perezoso llamado de las aves en las ardientes extensiones de la llanura. El Gaviero se quedaba mirándola mientras duraba el murmullo agudo, sinuoso y animal. Cuando los conductores volvían a su camión e iniciaban el descenso de la cordillera, les acompañaba ese canto nutrido de vacía distancia, de fatal desamparo y que los dejaba a la vera de una nostalgia inapelable.
       Pero otra cosa había en el tendajón de El Gaviero que lo hacía memorable para quienes allí solían detenerse y estaban familiarizados con el lugar. Un estrecho pasillo llevaba al corredor trasero de la casa, el cual estaba soportado por unas vigas de madera sobre un precipicio semicubierto por las hojas de los helechos. Allí iban a orinar los viajeros, con minuciosa paciencia, sin lograr oír nunca la caída del líquido, que se perdía en el vértigo neblinoso y vegetal del barranco.
       En los costrosos muros del pasillo se hallaban escritas frases, observaciones y sentencias. Muchas de ellas eran recordadas y citadas en la región, sin que nadie descifrara, a ciencia cierta, su propósito ni su significado. Las había escrito El Gaviero y muchas de ellas estaban borradas por el paso de los clientes hacia el inesperado mingitorio.
       Algunas de las que persistieron con mayor terquedad en la memoria de la gente, son las que aquí se transcriben:
    Soy el desordenado hacedor de las más escondidas rutas, de los más secretos atracaderos. De su inutilidad y de su ignota ubicación se nutren mis días.
     Guarda ese pulido guijarro. A la hora de tu muerte podrás acariciarlo en la palma de tu mano y ahuyentar así la presencia de tus más lamentables errores, cuya suma borra de todo posible sentido tu vana existencia.
     Todo fruto es un ojo ciego ajeno a sus más suaves sustancias.
     Hay regiones en donde el hombre cava en su felicidad las breves bóvedas de un descontento sin razón y sin sosiego.
     Sigue a los navíos. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. No te detengas. Evita hasta el más humilde fondeadero. Remonta los ríos. Desciende por los ríos. Confúndete en las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda orilla.
     Noten cuánto descuido reina en estos lugares. Así los días de mi vida. No fue más. Ya no podrá serlo.
     Las mujeres no mienten jamás. De los más secretos repliegues de su cuerpo mana siempre la verdad. Sucede que nos ha sido dado descifrarla con una parquedad implacable. Hay muchos que nunca lo consiguen y mueren en la ceguera sin salida de sus sentidos.
     Dos metales existen que alargan la vida y conceden, a veces, la felicidad. No son el oro, ni la plata, ni cosa que se les parezca. Solo sé que existen.
     Hubiera yo seguido con las caravanas. Hubiera muerto enterrado por los camelleros, cubierto con la bosta de sus rebaños, bajo el alto cielo de las mesetas. Mejor, mucho mejor hubiera sido. El resto, en verdad, ha carecido de interés.
      Muchas otras sentencias, como dijimos, habían desaparecido con el roce de manos y cuerpos que transitaban por la penumbra del pasillo. Estas que se mencionan parecen ser las que mayor favor merecieron entre la gente de los páramos. De seguro aluden a tiempos anteriores vividos por El Gaviero y vinieron a parar a estos lugares por obra del azar de una memoria que vacila antes de apagarse para siempre.


La muerte de Alexandr Sergueievitch

      Allí había quedado, entonces, recostado en el sofá de piel color vino, en su estudio, con la punzada feroz, persistente, en la ingle y la fiebre invadiéndolo como un rebaño de bestias impalpables, que empezaban a tomar cuenta de sus asuntos más personales y secretos, de sus sueños y de sus caídas más antiguos y arraigados en los hondos rincones de su alma de poeta. Allí estaba, Alexandr Sergueievitch, cabeceando contra las tinieblas como un becerro herido, olvidando, entendiendo: a tumbos buscando con su corazón en desorden. Corrieron las cortinas del estudio donde lo dejaran los oficiales que lo trajeron desde el lugar del duelo. Alguien llora. Pasos apresurados por la escalera. Gritos, sollozos apagados, oraciones. Rostros desconocidos se inclinan a mirarlo. Un pope murmura plegarias y le acerca un crucifijo a los labios. No logra entender las palabras salidas de la boca desdentada, por entre la maraña gris de las barbas grasientas. Cascada de sonidos carentes de todo sentido.
       El tiempo pasa en un vértigo incontrolable. La escena no cambia. Es como si la vida se hubiera detenido allí en espera de algo. Una puerta se abre sigilosamente.
       La blanca presencia se acerca para contemplarlo. Una mujer muy bella. Grandes ojos oscuros. Una claridad en el rostro que parecía nacer detrás de la piel tersa y fresca. El cabello también oscuro, negro con reflejos azulados, peinado en “bandeaux” que le cubren parte de la frente y las mejillas. El descote ofrece dos pechos, evidentes en su redondez, que palpitan al ritmo de una respiración entrecortada por sollozos apenas contenidos.
       ¿Quién será esa aparición de una belleza tan intensa, que se mezcla, por obra de la fiebre, con las punzadas en la ingle? El dolor se lo lleva a sus dominios y súbitas tinieblas van apareciendo desde allá adentro, desde alguna parte de su cuerpo que empieza a serle ajeno, distante. Esa mujer viene desde otro tiempo. Cabalgatas en el bosque, una felicidad intacta, torrencial, una juventud y una certeza vigorosas. Todo ajeno, lejano, inasible. La mujer lo mira con el asombro de un niño que ha roto un juguete y espera d reproche con indefensa actitud de lastimada inocencia. Ella le habla. ¿Qué dice? El dolor taladra sus entrañas y no le permite concentrarse para entender palabras que tal vez traen la clave de todo lo que está ocurriendo. Pero, ¿pudo alguna vez existir una hermosura semejante? En las leyendas. Sí, en las leyendas de su inmensa tierra de milagros y de hazañas y de bosques interminables e iglesias de cúpulas doradas. Al pie de la fuente. ¿En el Cáucaso? Dónde todo esto. No puede pensar más. El dolor sube, de repente, hasta el centro del pecho, lo deja tumbado, sin sentido, como un muñeco despatarrado en ese sofá en donde su sangre, a medida que va secándose, se confunde con el color del cuero. Apenas un leve resplandor continúa, allá, muy al fondo. Comienza a vacilar, se convierte en un halo azulenco que tiembla, va a apagarse y, de pronto, irrumpe el nombre que buscara en el desesperado afán de su agonía: ¡Natalia Gontcharova! En ese breve instante, antes de que la débil luz se extinguiera para siempre, entendió todo con vertiginosa lucidez, ya por completo inútil.


Cocora

      Aquí me quedé, al cuidado de esta mina y ya he perdido la cuenta de los años que llevo en este lugar. Deben ser muchos, porque el sendero que llevaba hasta los socavones y que corría a la orilla del río, ha desaparecido ya entre rastrojos y matas de plátano. Varios árboles de guayaba crecen en medio de la senda y han producido ya muchas cosechas. Todo esto debieron olvidarlo sus dueños y explotadores y no es de extrañarse que así haya sido, porque nunca se encontró mineral alguno, por hondo que se cavara y por muchas ramificaciones que se hicieran desde los corredores principales. Y yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio; yo aquí me he quedado visitando la fresca oscuridad de estos laberintos por donde transita un aire a menudo tibio y húmedo que trae voces, lamentos, interminables y tercos trabajos de insectos, aleteos de oscuras mariposas o el chillido de algún pájaro extraviado en el fondo de los socavones.
       Duermo en el llamado socavón del Alférez, que es el menos húmedo y da de lleno a un precipicio cortado a pico sobre las turbulentas aguas del río. En las noches de lluvia el olfato me anuncia la creciente: un aroma lodoso, picante, de vegetales lastimados y de animales que bajan destrozándose contra las piedras; un olor de sangre desvaída, como el que despiden ciertas mujeres trabajadas por el arduo clima de los trópicos; un olor de mundo que se deslíe precede a la ebridad desordenada de las aguas que crecen con ira descomunal y arrasadora.
       Quisiera dejar testimonio de algunas de las cosas que he visto en mis largos días de ocio, durante los cuales mi familiaridad con estas profundidades me ha convertido en alguien harto diferente de lo que fuera en mis años de errancia marinera y fluvial. Tal vez el ácido aliento de las galerías haya mudado o aguzado mis facultades para percibir la vida secreta, impalpable, pero riquísima que habita estas cavidades de infortunio. Comencemos por la galería principal. Se penetra en ella por una avenida de cámbulos cuyas flores anaranjadas y pertinaces crean una alfombra que se extiende a veces hasta las profundidades del recinto. La luz va desapareciendo a medida que uno se interna, pero se demora con intensidad inexplicable en las flores que el aire ha barrido hasta muy adentro. Allí viví mucho tiempo y sólo por razones que en seguida explicaré tuve que abandonar el sitio. Hacia el comienzo de las lluvias escuchaba voces, murmullos indescifrables como de mujeres rezando en un velorio, pero algunas risas y ciertos forcejeos, que nada tenían de fúnebres, me hicieron pensar más bien en un acto infame que se prolongaba sin término en la oquedad del recinto. Me propuse descifrar las voces y, de tanto escucharlas con atención febril, días y noches, logré, al fin, entender la palabra Viana. Por entonces caí enfermo al parecer de malaria y permanecía tendido en el jergón de tablas que había improvisado como lecho. Deliraba durante largos períodos y, gracias a esa lúcida facultad que desarrolla la fiebre por debajo del desorden exterior de sus síntomas, logré entablar un diálogo con las hembras. Su actitud meliflua, su evidente falsía, me dejaban presa de un temor sordo y humillante. Una noche, no sé obedeciendo a qué impulsos secretos avivados por el delirio, me incorporé gritando en altas voces que reverberaron largo tiempo contra las paredes de la mina: “¡A callar, hijas de puta! ¡Yo fui amigo del Príncipe de Viana, respeten la más alta miseria, la corona de los insalvables!” Un silencio, cuya densidad se fue prolongando, acallados los ecos de mis gritos, me dejó a orillas de la fiebre. Esperé la noche entera, allí tendido y bañado en los sudores de la salud recuperada. El silencio permanecía presente ahogando hasta los más leves ruidos de las humildes criaturas en sus trabajos de hojas y salivas que tejen lo impalpable. Una claridad lechosa me anunció la llegada del día y salí como pude de aquella galería que nunca más volví a visitar.
       Otro socavón es el que los mineros llamaban del Venado. No es muy profundo, pero reina allí una oscuridad absoluta, debida a no sé qué artificio en el trazado de los ingenieros. Sólo merced al tacto conseguí familiarizarme con el lugar que estaba lleno de herramientas y cajones meticulosamente clavados. De ellos salía un olor imposible de ser descrito. Era como el aroma de una gelatina hecha con las más secretas substancias destiladas de un metal improbable. Pero lo que me detuvo en esa galería durante días interminables, en los que estuve a punto de perder la razón, es algo que allí se levanta, al fondo mismo del socavón, recostado en la pared en donde aquél termina. Algo que podría llamar una máquina si no fuera por la imposibilidad de mover ninguna de las piezas de que parecía componerse. Partes metálicas de las más diversas formas y tamaños, cilindros, esferas, ajustados en una rigidez inapelable, formaban la indecible estructura. Nunca pude hallar los límites, ni medir las proporciones de esta construcción desventurada, fija en la roca por todos sus costados y que levantaba su pulida y acerada urdimbre, como si se propusiera ser en este mundo una representación absoluta de la nada. Cuando mis manos se cansaron, tras semanas y semanas de recorrer las complejas conexiones, los rígidos piñones, las heladas esferas, hui un día, despavorido al sorprenderme implorándole a la indefinible presencia que me develara su secreto, su razón última y cierta. Tampoco he vuelto a visitar esa parte de la mina, pero durante ciertas noches de calor y humedad me visita en sueños la muda presencia de esos metales y el terror me deja incorporado en el lecho, con el corazón desbocado y las manos temblorosas. Ningún terremoto, ningún derrumbe, por gigantesco que sea, podrá desaparecer esta ineluctable mecánica adscrita a lo eterno.
       La tercera galería es la que ya mencioné al comienzo, la llamada socavón del Alférez. En ella vivo ahora. Hay una apacible penumbra que se extiende hasta lo más profundo del túnel y el chocar de las aguas del río, allá abajo, contra las paredes de roca y las grandes piedras del cauce, da al ámbito una cierta alegría que rompe, así sea precariamente, el hastío interminable de mis funciones de velador de esta mina abandonada.
       Es cierto que, muy de vez en cuando, los buscadores de oro llegan hasta esta altura del río para lavar las arenas de la orilla en las bateas de madera. El humo agrio de tabaco ordinario me anuncia el arribo de los gambusinos. Desciendo para verlos trabajar y cruzamos escasas palabras. Vienen de regiones distantes y apenas entiendo su idioma. Me asombra su paciencia sin medida en este trabajo tan minucioso y de tan pobres resultados. También vienen, una vez al año, las mujeres de los sembradores de caña de la orilla opuesta. Lavan la ropa en la corriente y golpean las prendas contra las piedras. Así me entero de su presencia. Con una que otra que ha subido conmigo hasta la mina he tenido relaciones. Han sido encuentros apresurados y anónimos en donde el placer ha estado menos presente que la necesidad de sentir otro cuerpo contra mi piel y engañar, así sea con ese fugaz contacto, la soledad que me desgasta.
       Un día saldré de aquí, bajaré por la orilla del río, hasta encontrar la carretera que lleva hacia los páramos y espero entonces que el olvido me ayude a borrar el miserable tiempo aquí vivido.


El sueño del Príncipe-Elector

A Miguel de Ferdinandy

      A su regreso de la Dieta de Spira, el Príncipe-Elector se detuvo a pasar la noche en una posada del camino que conducía hacia sus tierras. Allí tuvo un sueño que lo inquietó para siempre y que, con frecuencia, lo visitó hasta el último día de su vida, con ligeras alteraciones en el ambiente y en las imágenes. Tales cambios sirvieron sólo para agobiar aún más sus atónitas vigilias.
       Esto soñó el Príncipe-Elector:
       Avanzaha por un estrecho valle rodeado de empinadas laderas sembradas de un pasto de furioso verdor, cuyos tallos se alzaban en la inmóvil serenidad de un verano implacable. De pronto, percibió que un agua insistente bajaba desde lo más alto de las colinas. Al principio era, apenas, una humedad que se insinuaba por entre las raíces de la vegetación. Luego se convirtió en arroyos que corrían con un vocerío de acequia en creciente. En seguida fueron amplias cataratas que se precipitaban hacia el fondo del valle, amenazando ya inundar el sendero con su empuje vigoroso y sin freno. Un miedo vago, un sordo pánico comenzó a invadir al viajero. El estrépito ensordecedor bajaba desde la cima y el Príncipe-Elector se dio cuenta, de repente, que las aguas se despeñaban desde lo alto como si una ola de proporciones inauditas viniera invadiendo la tierra. El estrecho sendero por el que avanzaba su caballo mostraba apenas un arroyo por el que la bestia se abría paso sin dificultad. Pero era cuestión de segundos el que quedara, también, sepultado en un devastador tumulto sin límites.
       Cambió de pusición en el lecho, ascendió un instante a la superficie del sueño y de nuevo bajó al dominio sin fondo de los durmientes. Estaba a orillas de un río cuyas aguas, de un rojizo color mineral, bajaban por entre grandes piedras de pulida superficie y formas de una suave redondez creada por el trabajo de la corriente. Un calor intenso, húmedo, un extendido aroma de vegetales quemados por el sol y desconocidos frutos en descomposición, daban al sitio una atmósfera por entero extraña para el durmiente. Por trechos las aguas se detenían en remansos donde se podía ver, por entre la ferruginosa transparencia, el fondo arcilloso del río.
       El Príncipe-Elector se desvistió y penetró en uno de los remansos. Una sensación de dicha y de fresca delicia alivió sus miembros adormecidos por el largo cabalgar y por el ardiente clima que minaba sus fuerzas. Se movía entre las aguas, nadaba contra la corriente, entregado, de lleno, al placer de esa frescura reparadora. Una presencia extraña le hizo volver la vista hacia la orilla. Allí, con el agua a la altura de las rodillas, lo observaba una mujer desnuda, cuya piel de color cobrizo se oscurecía aún más en los pliegues de las axilas y del pubis. El sexo brotaba, al final de los muslos, sin vello alguno que lo escondiera. El rostro ancho y los ojos rasgados le recordaron, vagamente, esos jinetes tártaros que viera de joven en los dominios de sus primos en Valaquia. Por entre las rendijas de los párpados, las pupilas de intensa negrura lo miraban con una vaga somnolencia vegetal y altanera. El cabello, también negro, denso y reluciente, caía sobre los hombros. Los grandes pechos mostraban unos pezones gruesos y erectos, circuidos por una gran mancha parda, muy oscura. El conjunto de estos rasgos era por entero desconocido para el Príncipe-Elector. Jamás había visto un ser semejante. Nadó suavemente hacia la hembra, invitado por la sonrisa que se insinuaba en los gruesos labios de una blanda movilidad selvática. Llegó hasta los muslos y los recorrió con las manos mientras un placer hasta entonces para él desconocido le invadía como una fiebre instantánea, como un delirio implacable. Comenzó a incorporarse, pegado al cuerpo de móvil y húmeda tersura, a la piel cobriza y obediente que lo iniciaba en la delicia de un deseo cuya novedad y devastadora eficacia, lo transformaban en un hombre diferente, ajeno al tiempo y al sórdido negocio de la culpa.
       Una risa ronca se oyó a distancia. Venía de un personaje recostado en una de las piedras, como un lagarto estirándose al ardiente sol de la cañada. Lo cubrían unos harapos anónimos y de su rostro, invadido por una hirsuta barba entrecana, sólo lograban percibirse los ojos en donde se descubrían la ebriedad de todos los caminos y la experiencia de interminables navegaciones. “No, Alteza Serenísima, no es para ti la dicha de esa carne que te pareció tener ya entre tus brazos. Vuelve, señor, a tu camino y trata, si puedes, de olvidar este instante que no te estaba destinado. Este recuerdo amenaza minar la materia de tus años y no acabarás siendo sino eso: la imposible memoria de un placer nacido en regiones que te han sido vedadas”. Al Príncipe-Elector le molestó la confianza del hombre al dirigirse a él. Le irritaron también la certeza del vaticinio y una cierta lúcida ironía manifiesta, más que en la voz, en la posición en que se mantenía mientras hablaba; allí echado sobre la tersa roca, desganado, distante y ajeno a la presencia de un Príncipe-Elector del Sacro Imperio. La hembra había desaparecido, el río ya no tenía esa frescura reparadora que le invitara a bañarse en sus aguas.
       Un sordo malestar de tedio y ceniza lo fue empujando hacia el ingrato despertar. Percibió el llamado de su destino, teñido con el fastidio y la estrechez que pesaban sobre su vida y que nunca había percibido hasta esa noche en la posada de Hilldershut, en camino hacia sus dominios.


Cita en Samburán

Para Policarpo Varón

      Acogidos en la alta y tibia noche de Samburán, dos hombres inician un diálogo banal. Las palabras van tejiendo la gastada y cotidiana substancia de la muerte.
       Para Alex Heyst el asunto no es nuevo. Desde el suicidio de su padre, ocurrido cuando él era aún adolescente, su familiaridad con el tema había crecido con los años. Aprendió a ver la muerte en cada paso de sus semejantes, tras cada palabra, tras cada lugar frecuentado por los seres que cruzaron en su camino. Para Mister Jones la familiaridad había sido la misma, pero él prefirió participar de lleno en los designios de la muerte, ayudarla en su tarea, ser su mensajero, su hábil y sinuoso cómplice.
       En el diálogo que se inicia en la tiniebla sin brisa de Samburán, un nuevo elemento comienza a destilar su presencia por entre las palabras familiares: es el hastío. Cada uno ha sorprendido ya, en la voz del otro, el insoportable cansancio de haber sobrevivido tanto tiempo a la total desesperanza.
       Es ahora, cuando el que va a morir, dice para sí: “Entonces, ¿esto era? Cómo no lo supe antes, si es lo mismo de siempre. Cómo pude pensar por un momento que fuera a ser distinto”.
       La muerte del hombre es una sola, siempre la misma. Ni la lúcida frecuentación que le dedicara Heyst, ni la vana complicidad que le ofreciera Mister Jones, hubieran podido cambiar un ápice el monótono final de los hombres. En la alta noche sin estrellas de Samburán, la vieja perra cumple su oficio hecho de rutina y pesadumbre.


En los esteros

      Antes de internarse en los esteros, fue para El Gaviero la ocasión de hacer reseña de algunos momentos de su vida, de los cuales había manado, con regular y gozosa constancia, la razón de sus días, la secuencia de motivos que venciera siempre al manso llamado de la muerte.
       Bajaban por el río en una barcaza oxidada, un planchón que sirvió antaño para llevar fueloil a las tierras altas y había sido retirado de servicio hacía muchos años. Un motor diesel empujaba con asmático esfuerzo la embarcación, en medio de un estruendo de metales en desbocado desastre.
       Eran cuatro los viajeros del planchón. Venían alimentándose de frutas, muchas de ellas aún sin madurar, recogidas en la orilla, cuando atracaban para componer alguna avería de la infernal maquinaria. En ocasiones, acudían también a la carne de los animales que flotaban, ahogados, en la superficie lodosa de la corriente.
       Dos de los viajeros murieron entre sordas convulsiones, después de haber devorado una rata de agua que los miró, cuando le daban muerte, con la ira fija de sus ojos desorbitados. Dos carbunclos en demente incandescencia ante la muerte inexplicable y laboriosa.
       Quedó, pues, El Gaviero, en compañía de una mujer que, herida en una riña de burdel, había subido en uno de los puertos del interior. Tenía las ropas rasgadas y una oscura melena en donde la sangre se había secado a trechos, aplastando los cabellos. Toda ella despedía un aroma agridulce, entre frutal y felino. Las heridas de la hembra sanaron fácilmente, pero la malaria la dejó tendida en una hamaca colgada de los soportes metálicos de un precario techo de cinc que protegía el timón y los mandos del motor. No supo El Gaviero si el cuerpo de la enferma temblaba a causa de los ataques de la fiebre o por obra de la vibración alarmante de la hélice.
       Maqroll mantenía el rumbo, en el centro de la corriente, sentado en un banco de tablas. Dejábase llevar por el río, sin ocuparse mucho de evitar los remolinos y bancos de arena, más frecuentes a medida que se acercaban a los esteros. Allí el río empezaba a confundirse con el mar y se extendía en un horizonte cenagoso y salino, sin estruendo ni lucha.
       Un día, el motor calló de repente. Los metales debieron sucumbir al esfuerzo sin concierto a que habían estado sometidos desde hacía quién sabe cuántos años. Un gran silencio descendió sobre los viajeros. Luego, el borboteo de las aguas contra la aplanada proa del planchón y el tenue quejido de la enferma arrullaron a El Gaviero en la somnolencia de los trópicos.
       Fue, entonces, cuando consiguió aislar, en el delirio lúcido de un hambre implacable, los más familiares y recurrentes signos que alimentaron la substancia de ciertas horas de su vida. He aquí alguno de esos momentos, evocados por Maqroll El Gaviero mientras se internaba, sin rumbo, en los esteros de la desembocadura:
     Una moneda que se escapó de sus manos y rodó en una calle del puerto de Amberes, hasta perderse en un desagüe de las alcantarillas.
     en espera de que se abrieran las esclusas.
     El sol que doraba las maderas del lecho donde durmió con una mujer cuyo idioma no logró entender.
     El aire entre los árboles, anunciando la frescura que repondría sus fuerzas al llegar a “La Arena”.
     El diálogo en una taberna de Turkolimanon con el vendedor de medallas milagrosas.
     La torrentera cuyo estruendo apagaba la voz de esa hembra de los cafetales que acudía siempre cuando se había agotado toda esperanza.
     El fuego, sí, las llamas que lamían con premura inmutable las altas paredes de un castillo en Moravia.
     El entrechocar de los vasos en un sórdido bar del Strand, en donde supo de esa otra cara del mal que se deslíe, pausada y sin sorpresa, ante la indiferencia de los presentes.
     El fingido gemir de dos viejas rameras que, desnudas y entrelazadas, imitaban el usado rito del deseo en un cuartucho en Istambul cuyas ventanas daban sobre el Bósforo. Los ojos de las figurantes miraban hacia las manchadas paredes mientras el khol escurría por las mejillas sin edad.
     Un imaginario y largo diálogo con el Príncipe de Viana y los planes de El Gaviero para una acción en Provenza, destinada a rescatar una improbable herencia del desdichado heredero de la casa de Aragón.
     Cierto deslizarse de las partes de un arma de fuego, cuando acaba de ser aceitada tras una minuciosa limpieza.
     Aquella noche cuando el tren se detuvo en la ardiente hondonada. El escándalo de las aguas golpeando contra las grandes piedras, presentidas apenas, a la lechosa luz de los astros. Un llanto entre los platanales. La soledad trabajando como un óxido. El vaho vegetal que venía de las tinieblas.
     Todas las historias e infundios sobre su pasado, acumulados hasta formar otro ser, siempre presente y, desde luego, más entrañable que su propia, pálida y vana existencia hecha de náuseas y de sueños.
     Un chasquido de la madera, que lo despertó en el humilde hotel de la Rue du Rempart y, en medio de la noche, lo dejó en esa otra orilla donde sólo Dios da cuenta de nuestros semejantes.
     El párpado que vibraba con la autónoma presteza del que se sabe ya en manos de la muerte. El párpado del hombre que tuvo que matar, con asco y sin rencor, para conservar una hembra que ya le era insoportable.
     Todas las esperas. Todo el vacío de ese tiempo sin nombre, usado en la necedad de gestiones, diligencias, viajes, días en blanco, itinerarios errados. Toda esa vida a la que le pide ahora, en la sombra lastimada por la que se desliza hacia la muerte, un poco de su no usada materia a la cual cree tener derecho.
      Días después, la lancha del resguardo encontró el planchón varado entre los manglares. La mujer, deformada por una hinchazón descomunal, despedía un hedor insoportable y tan extenso como la ciénaga sin límites. El Gaviero yacía encogido al pie del timón, el cuerpo enjuto, reseco como un montón de raíces castigadas por el sol. Sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vivos.

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