4/02/20

El sueño de los héroes / Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

El sueño de los héroes (1954)
(Buenos Aires: Editorial Losada, 1954, 216 págs.)


I

      A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación. Que alguien haya previsto el terrible término acordado y, desde lejos, haya alterado el fluir de los acontecimientos, es un punto difícil de resolver. Por cierto, una solución que señalara a un oscuro demiurgo como autor de los hechos que la pobre y presurosa inteligencia humana vagamente atribuye al destino, más que una luz nueva añadiría un problema nuevo. Lo que Gauna entrevió hacia el final de la tercera noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura. Indagar esa experiencia, recuperarla, fue en los años inmediatos la conversada tarea que tanto lo desacreditó ante los amigos.
       Los amigos se reunían todas las noches en el café Platense, en Iberá y Avenida del Tejar, y, cuando no los acompañaba el doctor Valerga, maestro y modelo de todos ellos, hablaban de fútbol. Sebastián Valerga, hombre parco en palabras y propenso a la afonía, conversaba sobre el turf —«sobre las palpitantes competencias de los circos de antaño»—, sobre política y sobre coraje. Gauna, de vez en cuando, hubiera comentado los Hudson y los Studebaker, las quinientas millas de Rafaela o el Audax, de Córdoba, pero, como a los otros no les interesaba el tema, debía callarse. Esto le confería una suerte de vida interior. El sábado o el domingo veían jugar a Platense. Algunos domingos, si tenían tiempo, pasaban por la casi marmórea confitería Los Argonautas, con el pretexto de reírse un poco de las muchachas.
       Gauna acababa de cumplir veintiún años. Tenía el pelo oscuro y crespo, los ojos verdosos; era delgado, estrecho de hombros. Hacía dos o tres meses que había llegado al barrio. Su familia era de Tapalqué: pueblo del que recordaba unas calles de arena y la luz de las mañanas en que paseaba con un perro llamado Gabriel. Muy chico, había quedado huérfano y unos parientes lo llevaron a Villa Urquiza. Ahí conoció a Larsen: un muchacho de su misma edad, un poco más alto, de pelo rojo. Años después, Larsen se mudó a Saavedra. Gauna siempre había deseado vivir por su cuenta y no deber favores a nadie. Cuando Larsen le consiguió trabajo en el taller de Lambruschini, Gauna también se fue a Saavedra y alquiló, a medias con su amigo, una pieza a dos cuadras del parque.
       Larsen le había presentado a los muchachos y al doctor Valerga. El encuentro con este último lo impresionó vivamente. El doctor encarnaba uno de los posibles porvenires, ideales y no creídos, a que siempre había jugado su imaginación. De la influencia de esta admiración sobre el destino de Gauna todavía no hablaremos.
       Un sábado, Gauna estaba afeitándose en la barbería de la calle Conde. Massantonio, el peluquero, le habló de un potrillo que iba a correr esa tarde en Palermo. Ganaría con toda seguridad y pagaría más de cincuenta pesos por boleto. No jugarle una boleteada fuerte, generosa, era un acto miserable que después le pesaría en el alma a más de un tacaño de esos que no ven más allá de sus narices. Gauna, que nunca había jugado a las carreras, le dio los treinta y seis pesos que tenía: tan machacón y tesonero resultó el citado Massantonio. Después el muchacho pidió un lápiz y anotó en el revés de un boleto de tranvía el nombre del potrillo: Meteórico.
       Esa misma tarde, a las ocho menos cuarto, con la Última Hora debajo del brazo, Gauna entró en el café Platense y dijo a los muchachos:
       —El peluquero Massantonio me ha hecho ganar mil pesos en las carreras. Les propongo que los gastemos juntos.
       Desplegó el diario sobre una mesa y laboriosamente leyó:
       —En la sexta de Palermo gana Meteórico. Sport: $ 59,30.
       Pegoraro no ocultó su resentimiento y su incredulidad. Era obeso, de facciones anchas, alegre, impulsivo, ruidoso y —un secreto de nadie ignorado— con las piernas cubiertas de forúnculos. Gauna lo miró un momento; luego sacó la billetera y la entreabrió, dejando ver los billetes. Antúnez, a quien por la estatura llamaban el Largo Barolo, o el Pasaje, comentó:
       —Es demasiada plata para una noche de borrachera.
       —El carnaval no dura una noche —sentenció Gauna.
       Intervino un muchacho que parecía un maniquí de tienda de barrio. Se llamaba Maidana y lo apodaban el Gomina. Aconsejó a Gauna que se estableciera por su cuenta. Recordó el ofrecimiento de un quiosco para la venta de diarios y revistas en una estación ferroviaria. Aclaró:
       —Tolosa o Tristán Suárez, no recuerdo. Un lugar cercano, pero medio muerto.
       Según Pegoraro, Gauna debía tomar un departamento en el Barrio Norte y abrir una agencia de colocaciones.
       —Ahí, repantigado frente a una mesa con teléfono particular, hacés pasar a los recién llegados. Cada uno te abona cinco pesos.
       Antúnez le propuso que le diera todo el dinero. Él se lo entregaría a su padre y dentro de un mes Gauna lo recibiría multiplicado por cuatro.
       —La ley del interés compuesto —dijo.
       —Ya sobrará tiempo para ahorrar y sacrificarse —respondió Gauna—. Esta vez nos divertiremos todos.
       Lo apoyó Larsen. Entonces Antúnez sugirió:
       —Consultemos al doctor.
       Nadie se atrevió a contradecirlo. Gauna pagó otra «vuelta» de vermut, brindaron por tiempos mejores y se encaminaron a la casa del doctor Valerga. Ya en la calle, con esa voz entonada y llorosa que, años después, le granjearía cierto renombre en kermeses y en beneficios, Antúnez cantó La copa del olvido. Gauna, con amistosa envidia, reflexionó que Antúnez encontraba siempre el tango adecuado a las circunstancias.
       Había sido un día caluroso y la gente estaba agrupada en las puertas, conversando. Francamente inspirado, Antúnez cantaba a gritos. Gauna tuvo la extraña impresión de verse pasar con los muchachos, entre la desaprobación y el rencor de los vecinos, y sintió alguna alegría, algún orgullo. Miró los árboles, el follaje inmóvil en el cielo crepuscular y violáceo. Larsen codeó, levemente, al cantor. Éste calló. Faltaría poco más de cincuenta metros para llegar a la casa del doctor Valerga.
       Abrió la puerta, como siempre, el mismo doctor. Era un hombre corpulento, de rostro amplio, rasurado, cobrizo, notablemente inexpresivo; sin embargo, al reír —hundiendo la mandíbula, mostrando los dientes superiores y la lengua— tomaba una expresión de blandísima, casi afeminada mansedumbre. Entre los hombros y la cintura, la extensión del cuerpo, un poco prominente a la altura del estómago, era extraordinaria. Se movía con cierta pesadez, cargada de fuerzas, y parecía empujar algo. Los dejó entrar, sucesivamente, mirando a cada uno en la cara. Esto asombró a Gauna, porque había bastante luz, y el doctor debía saber, desde el primer momento, quiénes eran.
       La casa era baja. El doctor los condujo por un zaguán lateral, a través de una sala, que había sido patio, hasta un escritorio, con dos balcones sobre la calle. Colgaban de las paredes numerosas fotografías de gente comiendo en restaurantes o bajo enramadas o rodeando asadores, y dos solemnes retratos: uno del doctor Luna, vicepresidente de la República, y otro del mismo doctor Valerga. La casa daba la impresión de aseo, de pobreza y de alguna dignidad. El doctor, con evidente cortesía, les pidió que se sentaran.
       —¿A qué debo tanto honor? —interrogó.
       Gauna no contestó en seguida, porque le pareció descubrir en el tono una sorna velada y, para él, misteriosa. Se apresuró Larsen a balbucir algo, pero el doctor se retiró. Nerviosamente, los muchachos se movieron en sus sillas. Gauna preguntó:
       —¿Quién es la mujer?
       La veía a través de la sala, a través de un patio. Estaba cubierta de telas negras, sentada en una silla muy baja, cosiendo. Era vieja.
       Gauna tuvo la impresión de que no le habían oído. Al rato, Maidana contestó, como despertando:
       —Es la criada del doctor.
       Trajo éste en una bandejita tres botellas de cerveza y algunas copas. Puso la bandejita sobre el escritorio y sirvió. Alguien quiso hablar, pero el doctor lo obligó a callarse. Los mortificó un rato con protestas de que era una reunión importante y que debía hablar la persona debidamente comisionada. Todos miraron a Gauna. Por fin, éste se atrevió a decir:
       —Gané mil pesos en las carreras y creo que lo mejor es gastarlos en estas fiestas, divirtiéndonos juntos.
       El doctor lo miró inexpresivamente. Gauna pensó: «Lo ofendí, con mi precipitación». Agregó, sin embargo:
       —Espero que quiera honrarnos con su compañía.
       —No trabajo en un circo, para tener compañía —respondió el doctor, sonriendo; después agregó con seriedad—: Me parece muy bien, mi amigo. Con la plata del juego hay que ser generoso.
       La reunión perdió la tirantez. Todos fueron a la cocina y volvieron con una fuente de carne fría y con nuevas botellas de cerveza. Después de comer y beber consiguieron que el doctor contara anécdotas. El doctor sacó del bolsillo un pequeño cortaplumas de nácar y empezó a limpiarse las uñas.
       —Hablando de juego —dijo—, ahora me acuerdo de una noche, allá por el veintiuno, que me invitó a su escritorio el gordo Maneglia. Ustedes lo veían, tan gordo y tan tembloroso, y ¿quién iba decirles que ese hombre fuera delicado, una dama, con los naipes? De ser envidioso no me reputo —declaró mirando agresivamente a cada uno de los circunstantes— pero siempre lo envidié a Maneglia. Todavía hoy me pasmo si pienso en las cosas que ese finado hacía con las manos, mientras ustedes abrían la boca. Pero es inútil, una mañanita se le asentó el rocío y antes de veinticuatro horas se lo llevaba la pulmonía doble.
       »Aquella noche habíamos cenado juntos y el gordo me pidió que lo acompañara hasta su escritorio, donde unos amigos lo esperaban para jugar al truco. Yo no sabía que el gordo tuviera escritorio, ni ocupación conocida, pero como los calores apretaban y habíamos comido bastante, me pareció conveniente ventilarme un poco antes de tirarme en el catre. Me asombró que se aviniera a caminar, sobre todo cuando vi cómo se le atajaba el resuello, pero todavía no me había dado pruebas de ser tacaño y aficionado al dinero. Pero más me asombré cuando lo vi meterse por el portón de una cochería. Se detuvo y, sin mirarme, dijo: “Aquí estamos ¿no entra?”. Yo siempre he sentido asco por las cosas de la muerte, así que entré achicado, a disgusto, entre esa doble fila de carrozas fúnebres. Subimos por una escalera de caracol y nos encontramos en el escritorio del gordo. Allí lo esperaban, entre humo de cigarrillos, los amigos. Les mentiría si les dijera qué cara tenían. O mejor dicho: me acuerdo que eran dos y que uno tenía la cara quemada, como una sola cicatriz, si ustedes me entienden. Le dijeron a Maneglia que un tercero —lo nombraron, pero no puse atención— no podía venir. Maneglia no pareció asombrarse y me pidió que reemplazara al ausente. Sin esperar mi respuesta, el gordo abrió un roperito de pinotea, trajo los naipes y los dejó sobre la mesa; después buscó un pan y dos tarros amarillos de dulce de leche; en uno había garbanzos para tantear y en el otro dulce de leche. Tiramos a reyes, pero comprendí que eso no tenía importancia; cualquiera que fuera mi compañero iba a ser compañero del gordo.
       »La suerte, al principio, estaba indecisa. Cuando llamaba el teléfono, el gordo tardaba en atenderlo. Explicaba: “Para no hablar con la boca llena”. Era una cosa notoria lo que ese hombre comía de pan y dulce. Cuando colgaba el tubo, se levantaba pesadamente y abría una ventanita endeble que daba sobre las caballerizas y por lo común gritaba: “Altar completo. Ataúd de cuarenta pesos”. Daba las medidas y el nombre de la calle y el número. La gran mayoría de los ataúdes era de cuarenta pesos. Recuerdo que por la ventanita entraban emanaciones verdaderamente fuertes de olor a pasto y de olor a amoniaco.
       »Puedo asegurarles que el gordo me dio una interesante lección de ligereza de manos. Hacia la medianoche empecé a perder de veras. Comprendí que las perspectivas no eran favorables, como dicen los chacareros, y que tenía que sobreponerme. Ese lugar tan fúnebre medio me desanimaba. Pero el gordo había cantado tantas flores sin que yo encontrara calce para la menor protesta, que me disgusté. Ya estaban ganándome otro chico esos tramposos, cuando el gordo dio vuelta sus cartas —un as, un cuatro y un cinco— y gritó: “Flor de espadas”. “Flor de tajo”, le contesté, y tomando el as se lo pasé de filo por la cara. El gordo sangró a borbotones y salpicó todo. Hasta el pan y el dulce de leche quedaron colorados. Yo junté despacio el dinero que había sobre la mesa y me lo guardé en el bolsillo. Después agarré un manotón de naipes y le enjugué la sangre al gordo, refregándoselos por la trompa. Salí tranquilamente y nadie me cerró el paso. El finado me calumnió una vez ante conocidos, diciendo que abajo del naipe yo tenía el cortaplumas. El pobre Maneglia creía que todos eran tan ligeros de manos como él».


II

      No es verdad que los muchachos dudaran, siquiera alguna vez, del doctor Valerga. Comprendían que los tiempos habían cambiado. Si llegaba a presentarse la ocasión, el doctor no los defraudaría; sarcásticamente podría insinuarse que ellos, temerosos de que el inesperado azar de la violencia los convirtiera en víctimas, diferían y evitaban esa ocasión anhelada. Quizá Larsen y Gauna, en alguna confidencia a la que después no aludirían, habían sugerido que la facilidad del doctor para contar anécdotas no debía interpretarse en detrimento de su carácter; en los tiempos actuales, el inevitable destino de los valientes era rememorar hazañas pretéritas. Si alguien pregunta por qué este fácil narrador de su vida tenía fama de taciturno y de callado, le contestaremos que tal vez fuera una cuestión de voz o de tono y le pediremos que recuerde los hombres irónicos que ha conocido; convendrá con nosotros que en muchos casos la ironía en la boca, en los ojos y en la voz era más fina que en las mismas palabras. Para Gauna la discusión del coraje del doctor tenía alusiones y ecos secretos. Gauna pensaba: «Larsen recuerda la vez que crucé la calle para no pelear con el chico de la planchadora. O la vez que vino a casa el ranita Vaisman —realmente parecía una rana— acompañado de Fernando Fonseca. Yo tendría seis o siete años; hacía poco que había llegado a Villa Urquiza. A Fernandito casi lo admiraba; por Vaisman sentía algún afecto. Vaisman entró solo en la casa. Me dijo que Fernandito le había contado que yo hablaba mal de él, y venía a pelearme. Yo me dejé impresionar mucho por la traición y por las mentiras de Fernandito y no quise pelear. Cuando lo acompañé a Vaisman hasta la puerta, Fernandito me hacía morisquetas desde atrás de los árboles. A los pocos días Larsen lo encontró en un baldío; hablaron de mí, y al rato los muchachos lo vieron a Fernandito colgado de la mano de una vecina, sangrando por la nariz, llorando y rengueando. Tal vez Larsen recuerde mi séptimo cumpleaños. Yo estaba muy convencido de la importancia de cumplir siete años y acepté boxear con un muchacho más grande. El otro no quería lastimarme y la pelea duró mucho; todo iba muy bien hasta que sentí impaciencia; tal vez me pregunté cómo acabaría eso; lo cierto es que me tiré al suelo y empecé a llorar. Tal vez Larsen recuerde aquel domingo que peleé con el negro Martelli. Era mulato, pecoso y entre las rodillas y la cintura se ensanchaba apreciablemente. Mientras yo le daba muchos golpes cortos en la cintura me preguntó cómo hacía para golpear tan fuerte. Durante unos segundos creí que hablaba en serio, pero después vi que en esos labios, por fuera celestes y por dentro rosados como carne cruda, había una sonrisa repugnante».
       Larsen recordaba una tarde que apareció un perro rabioso y que Gauna lo mantuvo a raya con un palo, hasta que él y los demás muchachos huyeron. Larsen recordaba también una noche que durmió en casa de Gauna. Estaban solos con la tía de Gauna y poco antes de amanecer entraron ladrones. La tía y él estaban ofuscados por el susto, pero Gauna hizo un ruido con la silla y dijo: «Tomá el revólver, tío», como si su tío estuviera ahí; luego se asomó al patio tranquilamente. Larsen vio desde el fondo de la habitación un rayo de linterna alumbrando hacia el cielo, por arriba de la tapia, y vio abajo a Gauna, inerme, ínfimo, huesudo: la imagen del valor.
       Larsen creía saber que su amigo era valeroso. Gauna pensaba que Larsen vivía medio acobardado pero que, llegada la ocasión, haría frente a cualquiera; de sí mismo pensaba que podía disponer, con indiferencia, de su vida; que si alguien le pedía que la jugaran a los dados, al agitar el cubilete no tendría ni muchas dudas ni muchos temores, pero sentía una repulsión de golpear con sus puños; quizá temía que los golpes fueran débiles y que la gente se riera de él; o quizá, como después le explicaría el brujo Taboada, cuando sentía una voluntad hostil se impacientaba irreprimiblemente y quería entregarse. Pensaba que ésta era una explicación verosímil, pero temía que la verdadera fuera otra. Ahora no tenía fama de cobarde. Vivía entre aspirantes a guapo y no tenía fama de achicarse. Pero es verdad que ahora casi todas las peleas se resolvían con palabras; en el fútbol hubo algunos incidentes: asunto de tirarse botellas o pedradas o de pelear indiscriminadamente, en montón. Ahora el valor era cuestión de aplomo. Cuando uno era chico uno se ponía a prueba. Para él, el resultado de la prueba había sido que era cobarde.


III

      Aquella noche, después de contar otras anécdotas, el doctor los acompañó hasta la puerta.
       —¿Mañana nos encontramos aquí a las seis y media? —inquirió Gauna.
       —A las seis y media empieza la sección vermut —sentenció Valerga.
       Los muchachos se alejaron en silencio. Entraron en el Platense y pidieron cañas. Gauna reflexionó en voz alta:
       —Tengo que invitar al peluquero Massantonio.
       —Debiste consultar con el doctor —afirmó Antúnez.
       —Ahora no podemos volver —dijo Maidana—. Va a pensar que le tenemos miedo.
       —Si no lo consultan, se enoja. Es mi opinión —insistió Antúnez.
       —No importa lo que piense —aventuró Larsen—. Pero imaginate cómo se va a poner si ahora lo molestamos para pedirle ese permiso.
       —No es pedirle permiso —dijo Antúnez.
       —Que Gauna vaya solo —aconsejó Pegoraro.
       Gauna declaró:
       —Tenemos que invitar a Massantonio —puso unas monedas sobre la mesa y se levantó— aunque haya que sacarlo de la cama.
       La perspectiva de sacar de la cama al peluquero sedujo a todos. Olvidando al doctor y a los escrúpulos que habían sentido por no consultarlo, se preguntaron cómo dormiría el peluquero e hicieron planes para entretener a la señora mientras Gauna hablaba con el marido. En la exaltación de los proyectos, los muchachos caminaron rápidamente y se distanciaron de Larsen y de Gauna. Estos, como de acuerdo, se pusieron a orinar en la calle. Gauna recordó otras noches, en otros barrios, en que también, sobre el asfalto, a la luz de la luna, habían orinado juntos; pensó que una amistad como la de ellos era la mayor dulzura para la vida del hombre.
       Frente a la casa donde vivía el peluquero, los muchachos los esperaban. Larsen dijo con autoridad:
       —Mejor que Gauna entre solo.
       Gauna atravesó el primer patio; un perrito lanudo y amarillento, que estaba atado a un picaporte, ladró un poco; Gauna prosiguió su camino y en el corredor de la izquierda, a continuación del segundo patio, se detuvo frente a una puerta. Golpeó, primero tímidamente, después con decisión. La puerta se entreabrió. Asomó la cabeza Massantonio, soñoliento, ligeramente más calvo que de costumbre.
       —Aquí he venido para invitarlo —dijo Gauna, pero se interrumpió porque el peluquero parpadeaba mucho—. Aquí he venido para invitarlo —el tono era lento y cortés; alguien podría sugerir que soñando una íntima y apenas perceptible fantasía alcohólica el joven Gauna se convertía en el viejo Valerga— para que nos ayude, a los muchachos y a mí, a gastar los mil pesos que me hizo ganar a las carreras.
       El peluquero seguía sin entender. Gauna explicó:
       —Mañana a las seis lo esperamos en casa del doctor Valerga. Después saldremos a cenar juntos.
       El peluquero, ya más despierto, lo escuchaba con una desconfianza que trataba de ocultar. Gauna no la percibía y, cortésmente, pesadamente, insistía en su invitación.
       Massantonio imploró:
       —Sí, pero la señora. No puedo dejarla.
       —Qué más quiere que la deje un rato —contestó Gauna, inconsciente de su impertinencia.
       Entrevió frazadas y almohadas —no sábanas— de una cama en desorden; entrevió también un mechón dorado de la señora, y un brazo desnudo.


IV

      A la mañana siguiente Larsen amaneció con dolor de garganta; a la tarde tenía grippe. Gauna había propuesto a los muchachos «postergar la salida para mejor oportunidad»; pero, al notar la contrariedad que provocaba, no insistió. Sentado sobre un cajoncito de madera blanca, ahora escuchaba a su amigo. Éste, en mangas de camiseta, envuelto en una frazada, sobre un colchón a rayas, apoyada la cabeza en una almohada muy baja, le decía:
       —Anoche, cuando me tiré en esta cama, ya sospechaba algo; hoy, a cada hora que pasaba, me sentía peor. Toda la mañana estuve mortificándome con la idea de no poder salir con ustedes, de que a la noche me voltearía la fiebre. A las dos de la tarde ya era un hecho.
       Mientras oía las explicaciones, Gauna pensaba con afecto en la manera de ser de Larsen, tan diferente de la suya.
       —La encargada me recomienda gárgaras de sal —declaró Larsen—. Mi madre fue siempre gran partidaria de las de té. Me gustaría oír tu opinión al respecto. Pero no creas que estoy inactivo. Ya me lancé al ataque con un Fucus. Por cierto que si consulto al brujo Taboada —que sabe más que algunos doctores con diploma— tira todos estos remedios y me hace pasar una semana comiendo tanto limón que de pensarlo me da ictericia.
       Hablar de grippe y de las tácticas para combatirla, casi lo conciliaba con su destino, casi lo animaba.
       —Con tal que no te contagie —dijo Larsen.
       —Vos todavía creés en esas cosas.
       —Y, che, la pieza no es grande. Menos mal que esta noche no dormirás aquí.
       —Los muchachos se mueren si dejamos la salida para mañana. No creas que les entusiasma salir; les asusta comunicar a Valerga la postergación.
       —No es para menos —la voz de Larsen cambió de tono—. Antes de que me olvide ¿cuánto ganaste en las carreras?
       —Lo que dije. Mil pesos. Más exactamente: mil sesenta y ocho pesos con treinta centavos. Los sesenta y ocho pesos con treinta centavos quedaron para Massantonio, que me pasó el dato.
       Gauna consultó el reloj; agregó después:
       —Ya es hora de irme. Es una lástima que no vengas.
       —Bueno, Emilito —contestó Larsen persuasivamente—. No bebas demasiado.
       —Si supieras cómo me gusta, sabrías que tengo voluntad y no me tratarías como a un borracho.


V

      Y cuando vio llegar al peluquero Massantonio, el doctor Valerga no hizo cuestión. Gauna íntimamente le agradeció esa prueba de tolerancia; por su parte comprendía el error de haber invitado al peluquero.
       Porque salían con Valerga, no se disfrazaron. Entre ellos —con el doctor no aventuraban opinión alguna sobre el asunto— afectaban estar muy por encima de tanta pantomima y despreciar a las pobres máscaras. Valerga traía pantalón a rayas y saco oscuro; a diferencia de los muchachos, no llevaba pañuelo al cuello. Gauna pensó que si después de las fiestas le sobraba un poco de plata compraría un pantalón a rayas.
       Maidana (o tal vez Pegoraro) propuso que empezaran por el corso de Villa Urquiza. Gauna respondió que era del barrio y que por allí todo el mundo lo conocía. Nadie insistió. Valerga dijo que fueran a Villa Devoto, «total —agregó— todos acabaremos ahí» (alusión, muy celebrada, a la cárcel de ese barrio). Con el mejor ánimo se dirigieron a la estación Saavedra.
       El tren estaba lleno de máscaras. Los muchachos protestaron, visiblemente disgustados. Movido por estas protestas, Valerga se mostró conciliador. Apenas empañaba la alegría de Gauna el temor de que alguna máscara pretendiera reírse del doctor o de que Massantonio lo enojara con su timidez. Por Colegiales y La Paternal llegaron a Villa Devoto (o a «Villa», como decía Maidana). Estuvieron en el corso; el doctor opinó que ese año el carnaval era menos animado y contó anécdotas de los carnavales de su mocedad. Entraron en el club Os Mininos. Los muchachos bailaron. Valerga, el peluquero (muy avergonzado, muy molesto) y Gauna se quedaron en la mesa, conversando. El doctor habló de campañas electorales y de reuniones hípicas. Gauna sintió una suerte de culpable responsabilidad hacia el doctor y hacia Massantonio y un poco de rencor hacia Massantonio.
       Salieron a refrescarse por la solitaria plaza Arenales y, después, frente al club Villa Devoto, los ocupó un breve y confuso incidente con personas que estaban del otro lado del alambre tejido.
       Cuando el calor se hizo más intolerable apareció una murga francamente ruidosa y molesta. La formaban unos pocos individuos, que parecían muchos, con bombos, con tambores y con platillos, con narices rojas, con las caras tiznadas de negro, con mamelucos negros. Afónicamente gritaban:
Por fin llegó la murga
Los Chicos Musicantes.
Si nos pagan la copa.
Nos vamos al instante.
       Gauna llamó una victoria. A pesar de las protestas del cochero y de los ofrecimientos de retirarse, que repetía Massantonio, subieron los seis al coche. En el pescante, al lado del cochero, se sentó Pegoraro; atrás, en el asiento principal, Valerga, Massantonio y Gauna y, en el estrapontín, Antúnez y Maidana. Valerga ordenó al cochero: «A Rivadavia y a Villa Luro». Massantonio trató de arrojarse del coche. Todos querían verse libres de él, pero no lo dejaron bajar.
       A lo largo del camino encontraron más de un corso, los siguieron y los dejaron; entraron en almacenes y en otros establecimientos. Massantonio, bromeando angustiosamente, aseguró que si no regresaba en seguida, la señora lo mataría a palos. En Villa Luro hubo un incidente con un chico perdido; el doctor Valerga le regaló un pomo de la marca Bellas Porteñas y después lo llevó a la comisaría o a la casa de los padres. Eso era, por lo menos, lo que Gauna creía recordar.
       Pasadas las tres, dejaron Villa Luro. Prosiguieron con el coche hacia Flores y, luego, hacia Nueva Pompeya. Ahora Antúnez iba en el pescante; melosamente cantaba Noche de Reyes. A toda esta parte del trayecto, Gauna la recordaba confusamente. Alguien dijo que, arriba, Antúnez estaba atareado y que el cochero lloraba. Del caballo tenía imágenes caprichosas, pero vívidas (esto es extraño, porque él estaba sentado en la parte de atrás de la victoria). Lo recordaba muy grande y muy anguloso, oscuro por el sudor, vacilando, con las patas abiertas, o lo oía gritar como una persona (esto último, sin duda, lo había soñado); o le veía solamente las orejas y el testuz, y sentía una inexplicable compasión. Después, en un descampado, en un momento lila y casi abstracto por anticipaciones del alba, hubo un gran júbilo. Él mismo gritó que sujetaran a Massantonio y Antúnez descargó su revólver en el aire. Finalmente llegaron a pie a una quinta de un amigo del doctor. Los recibieron manadas de perros y después una señora más agresiva que los perros. El dueño estaba ausente. La señora no quería que pasaran. Massantonio, hablando solo, explicaba que él no podía trasnochar, porque se levantaba temprano. Valerga los distribuyó por los cuartos de la casa. Cómo pasaron de ahí a otra parte era un misterio; Gauna recordaba el despertar en un rancho de lata; su dolor de cabeza; el viaje en un carro muy sucio y después en un tranvía; una tarde y una luz muy claras en un corralón de Barracas, donde jugaron a las bochas; la observación de que Massantonio había desaparecido, que él escuchó con sorpresa y en seguida olvidó; la noche en un prostíbulo de la calle Osvaldo Cruz, donde al oír el Claro de luna que tocó un violinista ciego sintió un gran arrepentimiento por haber descuidado su instrucción y el deseo de fraternizar con todos los presentes, desdeñando —como dijo en voz alta— las pequeñeces individuales y exaltando las aspiraciones generosas. Después se había sentido muy cansado. Habían caminado bajo un aguacero. Habían entrado, para reaccionar, en una casa de baños turcos. (Sin embargo, ahora veía imágenes del aguacero en la quema de basura del Bañado de Flores y en las barandas sucias del carro). De la casa de baños recordaba una especie de manicura, con la cara pintada y con batón, que hablaba seriamente con un desconocido, y una mañana interminable, borrosa y feliz. Recordaba, también, haber caminado por la calle Perú, huyendo de la policía, con las piernas flojas y la mente despejada; haber entrado en un cinematógrafo; haber almorzado, a las cinco de la tarde, con mucha hambre, entre los billares de un café de la Avenida de Mayo; haber participado, sentados en la capota de un taxímetro, en los corsos del centro; haber asistido a una función del Cosmopolita, creyendo que estaban en el Bataclán.
       Contrataron un segundo taxímetro, lleno de espejitos y con un diablo colgando. Gauna se sintió muy seguro cuando ordenó al chauffeur que fuera a Palermo, y muy orgulloso cuando oyó que decía Valerga: «Parecen la sombra de ustedes, muchachos, pero Gauna y este viejo siguen con ánimo». A la entrada del Armenonville tuvieron una colisión con un Lincoln particular.
       Del Lincoln bajaron cuatro muchachitos y una muchacha, una máscara. Si no hubiera intervenido Valerga, los muchachitos hubieran peleado con el chauffeur del taxímetro; como el hombre no se mostró agradecido, Valerga le dijo unas palabras adecuadas.
       Gauna trató de contar las veces que se había emborrachado desde el domingo a la tarde. Nunca había sentido tanto dolor de cabeza ni tanto cansancio.
       Entraron en un salón «grande como La Prensa —explicó Gauna— o como el hall de Retiro, pero sin el modelo de locomotora que usted pone diez centavos y lo ve andar». Estaba ese local muy iluminado, con guías de gallardetes, banderitas y globos de colores, con palos y cortinas, con gente ruidosa y música a toda orquesta. Gauna se agarró la cabeza con las manos y cerró los ojos; creyó que iba a gritar de dolor. Al rato se encontró hablando con la máscara que habían traído los muchachitos. Llevaba antifaz, estaba disfrazada de dominó. No se había fijado si era rubia o morena, pero al lado de esa máscara se había sentido contento (con la cabeza milagrosamente aliviada) y desde esa noche había pensado muchas veces en ella.
       Al rato volvieron los muchachitos del Lincoln. Cuando los recordaba tenía la impresión de estar soñando. Había uno que parecía prócer del libro de Grosso, con la cara increíblemente delgada. Otro era muy alto y muy pálido, como hecho de miga; otro era rubio, también pálido, y cabezón; otro tenía las piernas cambadas, como jockey. Este último le preguntó «quién es usted para robamos la máscara» y antes de acabar de hablar se puso en guardia, como boxeador. Gauna palpó su cuchillito, en el cinto. Aquello fue como una pelea de perros: los dos se distrajeron muy pronto. En algún momento Gauna oyó hablar a Valerga, en tono persuasivo y paternal. Después se encontró muy feliz, miró a su alrededor y dijo a su compañera: «Parece que estamos de nuevo solos». Bailaron. En medio del baile perdió a la máscara. Volvió a la mesa: allí estaban Valerga y los muchachos. Valerga propuso una vuelta por los lagos «para refrescarnos un poco y no acabar en la seccional». Levantó los ojos y vio, junto al mostrador del bar, a la máscara y al muchachito rubio. Porque en ese momento sintió despecho, aceptó la propuesta de Valerga. Antúnez señaló una botella de champagne empezada. Llenaron las copas y bebieron.
       Después, los recuerdos se deforman y se confunden. La máscara había desaparecido. Él preguntaba por ella; no le contestaron o procuraban calmarlo con evasivas, como si estuviera enfermo. No estaba enfermo. Estaba cansado (al principio, perdido en la inmensidad de su cansancio, pesado y abierto como el fondo del mar; finalmente, en el remoto corazón de su cansancio, recogido, casi feliz). Se encontró luego entre árboles, rodeado por gente, atento al inestable y mercurial reflejo de la luna en su cuchillo, inspirado, peleando con Valerga, por cuestiones de dinero. (Esto es absurdo: ¿qué cuestión de dinero podía haber entre ellos?).
       Abrió los ojos. Ahora el reflejo aparecía y desaparecía, entre las tablas del piso. Adivinaba que afuera, tal vez muy cerca, brillaba impetuosamente la mañana. En los ojos, en la nuca, sentía un dolor denso y profundo. Estaba en la oscuridad, en un catre, en un cuarto de madera. Había olor a yerba. Abajo, entre las tablas del piso —como si la casa estuviera al revés y el piso fuera el techo— veía líneas de luz solar y un cielo oscuro y verde, como una botella. Por momentos, las líneas se ensanchaban, aparecía un sótano de luz y un vaivén en el fondo verde. Era agua.
       Entró un hombre. Gauna le preguntó dónde estaba.
       —¿No sabés? —le replicaron—. En el embarcadero del lago de Palermo.
       El hombre le cebó unos mates y paternalmente le arregló la almohada. Se llamaba Santiago. Era corpulento, de unos cuarenta y tantos años de edad, rubio, de piel cobriza, con la mirada bondadosa, el bigote recortado y una cicatriz en el mentón. Llevaba una tricota azul, con mangas.
       —Cuando volví anoche te encontré en el catre. El Mudo te cuidaba. Para mí que alguien debió de traerte.
       —No —contestó Gauna, sacudiendo la cabeza—. Me encontraron en el bosque.
       Sacudir la cabeza lo mareó. Se durmió casi en seguida. Al despertar oyó una voz de mujer. Le pareció reconocerla. Se levantó: entonces o mucho después, no podía precisarlo. Cada movimiento repercutía dolorosamente en su cabeza. En la deslumbrante claridad de afuera vio, de espaldas, a una muchacha. Se apoyó en el marco de la puerta. Quería ver el rostro de esa muchacha. Quería verlo porque estaba seguro de que era la hija del Brujo Taboada.
       Se había equivocado. No la conocía. Debía de ser de profesión lavandera, porque había recogido del suelo una bandeja de mimbre. Gauna sintió, muy cerca de la cara, una suerte de ladridos roncos. Entrecerrando los ojos, se volvió. El que ladraba era un hombre parecido a Santiago, pero más ancho, más oscuro y con la cara rasurada. Llevaba una tricota gris, muy vieja, y unos pantalones azules.
       —¿Qué quiere? —preguntó Gauna.
       Cada palabra pronunciada era como un enorme animal que, al moverse dentro de su cráneo, amenazara con partirlo. El hombre volvió a emitir sonidos torpes y roncos. Gauna comprendió que era el Mudo. Comprendió que el Mudo quería que él volviera al catre.
       Entró y se acostó de nuevo. Cuando despertó se encontró bastante aliviado. Santiago y el Mudo estaban en el cuarto. Con Santiago conversó amistosamente. Hablaron de fútbol. Santiago y el Mudo habían sido cancheros de un club. Gauna habló de la quinta división de Urquiza, a la que ascendió de la calle, al cumplir once años.
       —Una vez —dijo Gauna— jugamos contra los chicos del club KDT.
       —¡Y cómo les ganaron, los de KDT! —ponderó Santiago.
       —Qué van a ganar —contestó Gauna—. Si cuando ellos metieron su único gol, nosotros ya les habíamos puesto cinco adentro.
       —El Mudo y yo trabajamos en KDT. Éramos cancheros.
       —¡No cuente! ¿Y quién le dice que no nos vimos aquella tarde?
       —Es claro. Es a lo que iba. ¿Se acuerda del vestuario?
       —¿Cómo no me voy a acordar? Una casita de madera, a la izquierda, entre las canchas de tenis.
       —Pero sí, hombre. Ahí mismo vivíamos con el Mudo.
       La posibilidad de que se hubieran visto en aquel entonces y la confirmación de que tenían algunos recuerdos comunes sobre la topografía del extinto club KDT y sobre la casita del vestuario alentó la cálida llama de esa amistad incipiente.
       Gauna habló de Larsen y de cómo se habían mudado a Saavedra.
       —Ahora soy hombre de Platense —declaró.
       —No es mal equipo —contestó Santiago—. Pero yo, como decía Aldini, prefiero a Excursionistas.
       Santiago pasó a contar cómo quedaron sin trabajo y cómo después consiguieron la concesión del lago. Santiago y el Mudo parecían marinos; dos viejos lobos de mar. Acaso debieran el aspecto al oficio de alquilar botes; acaso a las tricotas y a los pantalones azules. Las dos ventanas de la casa estaban rodeadas por sendos salvavidas. De las paredes colgaban cinco retratos: Humberto Primo; unos novios; el equipo argentino de fútbol que, en las Olimpíadas, perdió contra los uruguayos; el equipo de Excursionistas (en colores, recortado de El Gráfico) y sobre el catre del Mudo, el Mudo.
       Gauna se incorporó.
       —Ya estoy mejor —dijo—. Creo que podré irme.
       —No hay apuro —aseguró Santiago.
       El Mudo cebó unos mates. Santiago preguntó:
       —¿Qué hacías en el bosque, cuando el Mudo te encontró?
       —Si yo lo supiera —contestó Gauna.

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