Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)
Intermedio en Schöenbrunn
La muerte del estratega: narraciones, prosas, y ensayos
[Algunos textos periodísticos]
(México : Fondo de Cultura Económica, 1988, 214 págs.);
Los rostros del estratega
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 77 págs.)
Para Jaime Muñoz de Baena
Una carroza tirada por cuatro caballos bañados en sudor se detiene al pie de la amplia escalera principal del palacio, frente a los jardines que ya florecen en el tibio mayo a orillas del Danubio. La vasta construcción, terminada por la emperatriz María Teresa y que, como todas las de su época, intentaba inútilmente copiar la graciosa armonía de Versalles, ha sido abandonada al vencedor.
La casi milenaria dinastía de los Habsburgo, detentadora de la corona del Sacro Imperio, acaba de dejar su capital, Viena, a la merced de los soldados de Napoleón, cuya corona apenas cuenta cinco años de historia. ¿Pero qué historia? Excepción hecha de Inglaterra y de Rusia, Europa entera se ha doblegado ante las águilas imperiales. Del carruaje bajan primero dos ayudantes de campo. En sus uniformes se advierten aún las señales de la sangrienta batalla librada en la pequeña aldea, de Wagram. Los aliados han sido derrotados, una vez más. los oficiales de la guardia. El Emperador de los franceses llega a tomar posesión de Schöenbrunn, residencia de su enemigo tradicional, la casa de Habsburgo. A pasos largos y enérgicos recorre los amplios salones, los lujosos aposentos privados. Sus ayudantes le siguen sin pronunciar palabra, agotados por el cansancio y el sueño. Hace treinta horas que no disfrutan de un minuto de reposo.
Por fin, el Emperador va a sentarse en un sillón que él mismo coloca, con gesto brusco y firme, de vista hacia los jardines. Allí permanece, sin despojarse del abrigo ni del negro unicornio que lo distinguen siempre entre el fragor de los combates. Se hunde de inmediato en una meditación sin fondo. Los ojos color del acero, abiertos, fijos, allá, a lo lejos, en algún punto perdido de su febril memoria sin sosiego. Entra Caulaincourt, Duque de Vicenza. Un gesto de los ayudantes lo detiene, callado, junto a ellos. Nadie se atreve a interrumpir al amo de Europa, vencedor de cinco coaliciones sucesivas de las más grandes potencias de la tierra.
La respiración regular, la intensidad de la mirada, la inmovilidad del cuerpo imponen ese silencio de otro mundo que reina en el recinto invadido ya por las sombras del crepúsculo. Pasa el tiempo. Los rayos del sol apenas se demoran en el oro de los artesonados y de las puertas. La oscuridad se hace casi completa. Una mano delgada, blanca, casi femenina, cuelga de la silla en una inmovilidad espectral. De pronto, del pecho del Emperador se escapa un lento, profundo suspiro desolado y se le oye decir hacia la húmeda sombra de los jardines, hacia el horizonte de recuerdos cuya densidad lo acaba de rescatar del prolongado silencio: “¡Qué novela mi vida!”.
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