(Buenos Aires, 1914-1999)
Máscaras venecianas (1986)
Historias desaforadas
(Buenos Aires: Emecé Editores, 1986, 231 págs.)
Cuando algunos hablan de somatización como de un mecanismo real e inevitable, con amargura me digo que la vida es más compleja de lo que suponen. No trato de convencerlos, pero tampoco olvido mi experiencia. Durante largos años anduve sin rumbo entre un amor y otro: pocos, para tanto tiempo, y mal avenidos y tristes. Después encontré a Daniela y supe que no debía buscar más, que se me había dado todo. Entonces precisamente empezaron mis ataques de fiebre.
Recuerdo la primera visita al médico.
—De esta fiebre no son ajenos tus ganglios —anunció—. Voy a recetarte algo para bajarla.
Interpreté la frase como una buena noticia, pero mientras el médico escribía la receta me pregunté si el hecho de que me diera algo para el síntoma no significaría que no me daba nada para la enfermedad, porque era incurable. Reflexioné que si no salía de dudas me preparaba un futuro angustioso, y que si preguntaba me exponía a recibir como respuesta una certidumbre capaz de volver imposible la continuación de la vida. De todos modos, la idea de una larga duda me pareció demasiado cansadora y me animé a plantear la pregunta. Contestó:
—¿Incurable? No necesariamente. Hay casos, puedo afirmar que se recuerdan casos, de remisión total.
—¿De cura total?
—Vos lo has dicho. Pongo las cartas sobre la mesa. En situaciones como la presente, el médico recurrirá a toda su energía para dar confianza al enfermo. Toma nota de lo que voy a decirte, porque es importante: de los casos de curación no tengo dudas. Las dudas aparecen en el análisis del cómo y del por qué de las curaciones.
—Entonces, ¿no hay tratamiento?
—Desde luego que lo hay. Tratamiento paliativo.
—¿Que resulta curativo, de vez en cuando?
No me dijo que no y en esa imperfecta esperanza volqué la voluntad de curarme.
Parecía indudable que me había ido bastante mal en el examen clínico, pero cuando salí del consultorio no sabía qué pensar, todavía no me hallaba en condiciones de intentar un balance, como si me hubieran llegado noticias que, por falta de tiempo, no hubiese leído con detención. Estaba menos triste que apabullado.
En dos o tres días el remedio me libró de la fiebre. Quedé un poco débil, o cansado, y tal vez por eso acepté literalmente el diagnóstico del médico. Después me sentí bien, mejor que antes de enfermarme, y empecé a decir que no siempre los médicos aciertan con sus diagnósticos; que tal vez yo no tuviera un segundo ataque. Razonaba: «Si fuera a tenerlo, algún malestar lo anunciaría, pero la verdad es que me siento mejor que nunca».
No negaré que había en mí una marcada propensión a descreer de la enfermedad. Probablemente de ese modo me defendía de las cavilaciones en que solía caer, sobre sus posibles efectos en mi futuro con Daniela. Me había acostumbrado a ser feliz y la vida sin ella no era imaginable. Yo le decía que un siglo no me alcanzaba para mirarla, para estar juntos. La exageración expresaba lo que sentía.
Me gustaba que me hablase de sus experimentos. Espontáneamente yo imaginaba la biología, su materia, como un enorme río que avanzaba entre prodigiosas revelaciones. Gracias a una beca, Daniela había estudiado en Francia con Jean Rostand y con Leclerc, su no menos famoso colaborador. Al describirme el proyecto en que Leclerc trabajaba por aquellos años, Daniela empleó la palabra carbónico; Rostand, por su parte, indagaba las posibilidades de aceleración del anabolismo. Recuerdo que dije:
—Yo ni siquiera sé qué es el anabolismo.
—Todos los seres pasamos por tres períodos —explicó Daniela—. El anabólico, de crecimiento, después una meseta más o menos larga, el período en que somos adultos, y por último el catabólico o decadencia. Rostand pensó que si perdiéramos menos tiempo en crecer, ganaríamos años útilísimos para la vida.
—¿Qué edad tiene?
—Casi ochenta. Pero no creas que es viejo. Todas sus discípulas se enamoran de él.
Daniela sonrió. Sin mirarla, contesté:
—Yo, si fuera Rostand, dedicaría mi esfuerzo a postergar, aun a suprimir, el catabolismo. Te aclaro que no digo esto porque lo considere viejo.
—Rostand piensa como vos, pero sostiene que para entender el mecanismo de la decadencia es indispensable conocer el del crecimiento.
A pocas semanas de mi primer ataque de fiebre, Daniela recibió una carta de su maestro. Cuando me la leyó, tuve una verdadera satisfacción. Para mí fue sumamente agradable que un hombre famoso por su inteligencia estimara y quisiera tanto a Daniela. El motivo de la carta era pedirle que asistiera a las próximas Jornadas de Biología de Montevideo, donde encontraría a uno de los investigadores de su grupo, el doctor Proux, o Prioux, que podría ponerla al tanto del estado actual de los trabajos.
Daniela me preguntó:
—¿Cómo le digo que no quiero ir?
Siempre consideró que esos congresos y jornadas internacionales eran inútiles. No conozco persona más reacia a la figuración.
—¿Te parece una ingratitud decirle que no a Rostand?
—Le debo todo lo que sé.
—Entonces no le digas que no. Te acompaño.
Recuerdo la escena como si la viera. Daniela se echó en mis brazos, murmuró un sobrenombre (ahora lo callo porque todo sobrenombre ajeno parece ridículo) y exclamó alborozada:
—Una semana en el Uruguay, con vos. ¡Qué pertido! —Hizo una pausa y agregó:
—Sobre todo si no hubiera Jornadas.
Se dejó convencer. El día de la partida amanecí con fiebre y, al promediar la mañana, me sentía pésimamente. Si no quería ser una carga para Daniela, debía renunciar al viaje. Confieso que estuve esperando un milagro y que sólo a última hora le anuncié que no la acompañaba. Aceptó mi decisión, pero se quejó:
—¡Una semana separados para que yo no me pierda ese aburrimiento! ¡Por qué no le dije que no a Rostand!
De repente se hizo tarde. La despedida, muy apresurada, me dejó un sentimiento de incomprensión mezclado a la tristeza. De incomprensión y desamparo. Para consolarme pensé que fue una suerte no tener tiempo de explicarle el alcance de mis ataques de fiebre. Suponía tal vez que si no hablaba de ellos, les quitaba importancia. Esta ilusión duró poco. Me encontré tan enfermo que me desanimé profundamente y entendí que estaba grave y que no tenía cura. La fiebre cedió al tratamiento más trabajosamente que en la ocasión anterior, y me dejó nervioso y agotado. Cuando Daniela volvió me sentí feliz, pero mi aspecto no debía de ser bueno, porque preguntó con alguna insistencia cómo me sentía.
Me había propuesto no hablar de la enfermedad, pero ante no sé qué frase en que noté, o creí notar, un velado reproche por no haberla acompañado a Montevideo, le recordé el diagnóstico. Le dije lo esencial, pasando por alto los casos de cura, que tal vez no fueran sino un recurso del médico para atenuar la terrible verdad que me había comunicado. Daniela preguntó:
—¿Qué propones? ¿Que dejemos de vernos?
Le aseguré:
—No tengo fuerzas para decirlo, pero hay algo que no puedo olvidar: el día en que me conociste yo era un hombre sano y ahora soy otro.
—No entiendo —contestó.
Traté de explicarle que yo no tenía derecho a cargarla para siempre con mi invalidez. Interpretó como una decisión lo que en definitiva eran cavilaciones y escrúpulos. Murmuró:
—Está bien.
No discutimos, porque Daniela era muy respetuosa de la voluntad ajena y sobre todo porque estaba enojada. Desde ese día no la vi. Yo razonaba tristemente: «Es la mejor solución. Por horrible que me parezca la ausencia de Daniela, peor sería cerrar los ojos, cansarla, notar su cansancio y sus ganas de alejarse». Además la enfermedad podría obligarme a renunciar a mi empleo en el diario; entonces Daniela no sólo tendría que aguantarme, sino también que mantenerme.
Recordaba un comentario suyo, que alguna vez me hizo gracia. Daniela había dicho: «Qué cansadora esa gente aficionada a las peleas y a las reconciliaciones». No me atreví, pues, a buscar una reconciliación. No fui a verla ni la llamé por teléfono. Busqué un encuentro casual. Nunca he caminado tanto por Buenos Aires. Cuando salía del diario, no me resignaba a volver a casa y postergar hasta el día siguiente la posibilidad de encontrarla. Dormía mal y despertaba como si no hubiera dormido, pero seguro de que ese día la encontraría en alguna parte, por la simple razón de no tener fuerzas para seguir viviendo sin ella. En medio de esta ansiosa expectativa me enteré de que Daniela se había ido a Francia.
Conté a Héctor Massey, un amigo de toda la vida, lo que me había pasado. Reflexionó en voz alta:
—Mira, la gente desaparece. Uno rompe con una persona y ya no vuelve a verla. Siempre sucede lo mismo.
—Buenos Aires sin Daniela es otra ciudad.
—Si es así, tal vez te sirva de aliento algo que he leído en una revista: en otras ciudades suele haber dobles de las personas que conocemos.
A lo mejor decía eso para distraerme. Debió de apinar mi irritación porque se disculpó:
—Comprendo lo que será renunciar a Daniela. Nunca tendrás una mujer igual.
A mí no me gusta hablar de mi vida privada. Sin embargo, he descubierto que tarde o temprano consulto con Massey todas mis dificultades y dudas. Probablemente busco su aprobación porque lo considero honesto y justo y porque no deja que los sentimientos desvíen su criterio. Cuando le conté mi última conversación con Daniela, quiso cerciorarse de que la enfermedad era realmente como yo la había descrito y después me dio la razón. Añadió:
—No vas a encontrar otra Daniela.
—Lo sé demasiado bien —dije.
He pensado muchas veces que la ingenua insensibilidad de mi amigo era una virtud, pues le permitía opinar con absoluta franqueza. Personas que lo consultan profesionalmente (es abogado) lo elogian por decir lo que piensa y por tener una visión clara y simple de los hechos.
Pasé años aislado en mi pesadilla. Ocultaba la enfermedad como algo vergonzoso y creía, a lo mejor con razón, que si no veía a Daniela no valía la pena ver a nadie. Evité al propio Massey; un día supe que andaba por los Estados Unidos o por Europa. En las horas de trabajo, en el diario, trataba de aislarme de los compañeros que me rodeaban. Mantuve con todo una esperanza que no formulé de manera explícita, pero que me sirvió para sobreponerme al desconsuelo y para ajustar mis actos a la invariable meta de recomponer el destruido castillito de arena de la salud: la desesperada esperanza de curarme (no me pregunten cuándo) y de reunirme con Daniela. Esperar no me bastó; imaginé. Soñaba con nuestra reunión. Como un exigente director de cine, repetía la escena hasta el cansancio, para que fuera más triunfal y conmovedora. Muchos opinan que la inteligencia es un estorbo para la felicidad. El verdadero estorbo es la imaginación.
Llegaron de París noticias de que Daniela se había volcado íntegramente en sus trabajos y experimentos biológicos. Las consideré buenas. Nunca tuve celos de Rostand ni de Leclerc.
Me parece que empecé a mejorar. (El enfermo vive en un continuo vaivén de ilusiones y desilusiones). Durante el día ya no cavilaba tanto sobre el próximo ataque; las noches eran menos angustiosas. Una mañana, muy temprano, me despertó el timbre de la puerta de calle. Al abrir, me encontré con Massey que según entendí llegaba de Francia, directamente, sin pasar por su casa. Le pregunté si la había visto. Contestó que sí. Hubo un silencio tan largo, que me pregunté si el hecho de que Massey estuviera ahí presente se relacionaría de algún modo con Daniela. Entonces me dijo que viajó con el único propósito de anunciarme que se habían casado.
La sorpresa, la turbación, no me dejaban hablar. Por último aduje que tenía hora con el médico. Yo estaba tan mal, que debió de creerme.
No dudé nunca de que Massey había obrado de buena fe. Debía de figurarse que no me quitaba nada, pues yo me había alejado de Daniela. Cuando me dijo que su casamiento no sería obstáculo para que los tres nos viéramos como antes, debí explicarle que mejor sería pasar un tiempo sin vernos.
No le dije que su matrimonio no iba a durar. A esta convicción no llegué por despecho, sino por conocimiento de las personas. Es claro que el despecho me consumía.
A los pocos meses oí la noticia de que se habían separado. Ninguno de los dos volvió a Buenos Aires. En cuanto al restablecimiento aquel (uno de tantos), resultó ilusorio, de modo que yo seguía arrastrando una vidita en que los ataques de fiebre alternaban con los períodos de esperanzada recuperación.
Los años se fueron rápidamente. Quizás habría que decir insensiblemente: nada menos que diez, arrastrados por la vertiginosa repetición de semanas casi iguales. Dos hechos probaban, sin embargo, la realidad del tiempo. Una nueva mejoría de mi salud (entendí que era la mejoría) y un nuevo ensayo por parte de Massey y Daniela de vivir juntos. Tantos meses yo había pasado sin fiebre, que me pregunté si estaba sano; Massey y Daniela estuvieron separados tantos años, que la noticia de que volvían a reunirse me sorprendió.
Para afianzar mi restablecimiento pensé que debía salir de la rutina, romper con el pasado. Quizás un viaje a Europa fuera la mejor solución.
Visité al médico. Largamente cavilé sobre la frase que emplearía para comunicarle mis planes. No quería dar pie a una posible objeción. En realidad temía que por buenas o malas razones me disuadiera.
Sin levantar los ojos de mi historia clínica murmuró:
—Me parece una idea excelente.
Me miró como si quisiera decirme algo, pero la campanilla del teléfono lo distrajo. Tuvo una larga conversación. Mientras tanto recordé, con un poco de asombro, que en mi primera visita había visto ese consultorio como parte de un mal sueño y al médico (lo que ahora parecía increíble) como un enemigo. Al recordar todo esto me sentía muy seguro, pero de pronto se me ocurrieron preguntas que me alarmaron: «¿Qué me querrá decir? ¿Yo podría jurar que sus palabras fueron 'una idea excelente'? Y si lo fueron, ¿no las habrá dicho con intención irónica?». Se acabó la ansiedad cuando cortó la comunicación y explicó:
—La parte anímica tiene su importancia. En este momento un viaje por Europa te caerá mejor que todos los medicamentos que yo pueda recetarte.
Diversas circunstancias, entre las que un temporario fortalecimiento de nuestro peso fue la principal, permitieron que emprendiera ese viaje. Parecía que el destino me ayudaba.
Pensé que el agrado de demorarme indefinidamente en casi cualquier lugar del mundo me impediría caer en el clásico turismo de las agencias: dos días en París, una noche en Niza, almuerzo en Génova, etcétera; pero una impaciencia, como de quien se afana en busca de algo o está huyendo (¿para que la enfermedad no lo alcance?), me obligaba a retomar el viaje al otro día de llegar a los sitios más agradables. Seguí en mi absurdo apuro hasta una tarde de fines de diciembre, en que por un canal, en una góndola (ahora me pregunto si no fue en una lancha cargada de turistas y equipaje ¡qué importa!), entré en Venecia y me encontré en un estado de ánimo en que se combinaban, en perfecta armonía, la exaltación y la paz. Exclamé:
—Aquí me quedo. Esto era lo que buscaba.
Bajé en el hotel Mocenigo, donde me habían reservado un cuarto. Recuerdo que dormí bien, ansioso de que llegara el día, para levantarme y recorrer Venecia. De repente me pareció que la tenue luz encuadraba la ventana. Corrí, me asomé. «El amanecer refulgía en el Gran Canal y sacaba de las sombras el Rialto». Un frío húmedo me obligó a cerrar y a refugiarme entre las mantas.
Cuando me pareció que había entrado en calor salté de la cama. Tras un ligero desayuno me di un baño bien caliente y, sin más demora, salí a recorrer la ciudad. Por un instante me creí en un sueño. No, fue más extraño aún. Sabía que no soñaba, pero no encontraba explicación para lo que veía. «A su debido tiempo todo esto va a aclararse», me dije sin mayor convicción, porque seguía perplejo. Mientras dos o tres gondoleros reclamaban mi atención con gritos y ademanes, en una lancha se alejaba un arlequín. Resuelto, no sé muy bien por qué, a no traslucir mi asombro, con indiferencia pregunté a uno de los hombres cuánto cobraba por un viaje al Rialto y entré con paso vacilante en su góndola. Partimos en dirección opuesta a la que llevaba la máscara. Mirando los palacios de ambos lados del canal reflexioné: «Parecería que Venecia fue edificada como una interminable serie de escenarios, pero ¿por qué, lo primero que veo, al salir de mi hotel, es un arlequín? Tal vez para convencerme de que estoy en un teatro y subyugarme aún más. Es claro que si de pronto me encontrara con Massey le oiría decir que todo en este mundo es gris y mediocre y que Venecia me deslumbra porque yo vine dispuesto a deslumbrarme».
Fue necesario que me cruzara con más de un dominó y un segundo arlequín para recordar que estábamos en carnaval. Le dije al gondolero que me extrañaba la abundancia de gente disfrazada a esa hora.
Si entendí bien (el dialecto del hombre era bastante cerrado) me contestó que todos iban a la Plaza San Marcos, donde a las doce había un concurso de disfraces, al que yo no debía faltar, porque allá se reunirían las más lindas venecianas, que eran famosas en todo el mundo por su belleza. Tal vez me tuviera por muy ignorante, porque nombraba, silabeando para ser más claro, las máscaras que veía.
—Po-li-chi-ne-la. Co-lom-bi-na. Do-mi-nó.
Desde luego pasaron algunas que yo no hubiera reconocido: Il dottore, con lentes y nariz larga, Meneghino, con una corbata de tiras blancas, otra francamente desagradable: la peste o la malattia, y una que no recuerdo bien, llamada Brighella o algo así.
Bajé a tierra cerca del puente del Rialto. En el correo despaché una tarjeta para el médico (Querido dottore: Viaje espléndido. Yo muy bien. Saludos) y por la calle de la Mercería me encaminé hacia la Plaza San Marcos, mirando las ocasionales máscaras, como si buscara alguna en particular. Por algo se dice que si nos acordamos de una persona al rato la encontramos. En un puente, cerca de una iglesia, San Giuliano o Salvatore, casi me llevo por delante a Massey. Con espontánea efusividad le grité:
—¡Vos acá!
—Hace tiempo que vivimos en Venecia. ¿Cuándo llegaste?
No le contesté en seguida, porque ese verbo en plural me cayó desagradablemente. Bastó la alusión a Daniela para sumirme en la tristeza. Yo creía que las viejas heridas habían cicatrizado. Por fin murmuré:
—Anoche.
—¿Por qué no te venís con nosotros? Hay cuartos de sobra.
—Me hubiera gustado, pero mañana viajo a París —mentí para no exponerme a un encuentro que no sabía cómo me afectaría.
—Si mi mujer sabe que estuviste en Venecia y que te vas sin verla, no me perdonará. Esta noche dan Lorelei de Catalani, en La Fenice.
—No me gusta la ópera.
—¿Qué importa la ópera? Lo que me importa es pasar un rato juntos. Vení a nuestro palco. Te vas a pertir. Hay función de gala, por el carnaval, y la gente va disfrazada.
—A mí no me gusta disfrazarme.
—Muy pocos hombres lo hacen. Las que van disfrazadas son las mujeres.
Debí de pensar que ya había hecho bastante de mi parte y que si Massey insistía, no podría negarme por mucho tiempo. Creo que en ese momento descubrí que el secreto estímulo de mi viaje había sido la esperanza de encontrar a Daniela y que, sabiéndola en Venecia, la idea de partir sin verla me parecía una renuncia muy superior a mis fuerzas.
—Te buscamos en tu hotel —dijo.
—No, voy por mi lado. Dejame la entrada en la boletería.
Insistió en que fuera puntual, porque si llegaba después del primer acorde no entraría hasta el fin del acto. Sentí impulsos de preguntar por Daniela, pero también aprensión y disgusto de que Massey la nombrara. Nos despedimos.
Por cierto no me acordé más del concurso de disfraces. Pensar en Daniela y en la emoción de verla fueron mis únicas preocupaciones. De vez en cuando me llegaba, en dolorosas puntadas, la conciencia de lo que estaba en juego en la entrevista. Después de todo lo que sufrí, reavivaría una pena que, si no había desaparecido, se había acallado. ¿Alentaba alguna ilusión de encontrar el modo, en un rato, en un palco, en una función de ópera, de recuperar a Daniela? ¿Le haría eso a Massey? Para qué plantearme una posibilidad que no existía… Es claro que bastaba la expectativa de ver a Daniela, para que la suerte estuviera echada.
Cuando llegué, la función había empezado. Un acomodador me condujo hasta el palco, que era de los llamados balcones. Al entreabrir la puerta lo primero que vi fue a Daniela, vestida de dominó, comiendo chocolates. A su lado estaba Massey. Daniela me sonreía y, detrás del antifaz, que no se quitó, como yo hubiera deseado, brillaban sus ojos. Me susurró:
—Acerca una silla.
—Estoy bien acá —le dije.
Para no hacer ruido, me senté en la primera silla que encontré.
—No vas a ver nada —dijo Massey.
Yo estaba perturbado. Pasaba de la alegría a un sordo fastidio por la presencia de Massey en el palco. Una soprano empezó a cantar:
Vieni, deh, vieni
y Daniela, como fascinada, se volvió hacia el escenario y me dio la espalda. Injustamente, sin duda, pensé que la mujer de mi vida, al cabo de una separación interminable, me había concedido (creo que la palabra adecuada es prestado) su atención por menos de un minuto. Lo más extraordinario, tal vez lo más triste, era que yo reaccionaba con indiferencia. Tan distante me sentía que pude enterarme de los desgraciados amores de Ana, de Walter y de Lorelei, que por despecho y para obtener poderes mágicos se casa con un río (si mal no recuerdo, el Rhin). En un primer momento la única similitud que advertí entre la historia que se desarrollaba en el escenario y la mía fue la de envolver a tres personas; no necesité más para seguirla con notable interés. A ratos, es verdad, me abstraía en mi desconcierto… Me encontraba en una situación imprevista, que me escandalizaba: Daniela y yo nos mirábamos como extraños. Algo peor, quería irme. Cuando llegó el entreacto, Daniela preguntó:
—¿Quién es el ángel que me trae más chocolates como éstos? Los venden acá enfrente, en el bar de la plaza.
—Yo voy —me apresuré a contestar.
Con disgusto oí la voz de Massey que anunciaba:
—Te acompaño.
Rodeados de máscaras y de señores de etiqueta, lentamente bajamos por la escalera de mármol. Echamos a correr al salir del teatro, porque en la placita hacía demasiado frío. En el bar, Massey eligió una mesa contra la puerta. Entraron una muchacha vestida de dama antigua, con miriñaque, un «noble» y un «turco»; pertidos con la conversación, se demoraban en la puerta entreabierta.
—Esta corriente de aire no me gusta —dije—. Cambiemos de mesa.
Nos mudamos a una del fondo. En seguida tomaron nuestro pedido: para mí un strega, para Massey un café y los chocolates. Casi no hablamos, como si hubiera un solo tema y estuviera vedado. En el momento de pagar no quedaban mesas desocupadas; por más que los llamáramos, los mozos pasaban de largo. El frío había traído a la gente. De pronto, en el rumor de las conversaciones, se oyó con nitidez una voz inconfundible y los dos miramos hacia la puerta de entrada. No sé por qué me pareció que tuvimos una brevísima vacilación, como si cada cual sintiera que el otro lo había sorprendido. En nuestra primera mesa (le habían arrimado otras) vi arlequines, colombinas y dos o tres dominós. En el acto supe cuál era Daniela. El brillo de sus ojos, que miraban desde el antifaz, no dejaba lugar a dudas.
Con visible nerviosidad, Massey consultó el reloj y anunció:
—Está por empezar. —Mentalmente pedí que no insistiera con la historia de que si llegábamos tarde no entraríamos. Lo que dijo me enojó más.
—Esperame en el palco.
«Qué se cree, sacarme de en medio, porque vino Daniela», pensé, indignado. Después de un instante recapacité: cada cual veía las cosas a su modo y a lo mejor Massey se consideraba con todos los derechos; porque se casó con ella cuando la dejé partir. Dije:
—Yo le llevo los chocolates.
Me los dio, vacilando, como si mi pedido lo desconcertara. Cuando llegué a su mesa, Daniela me miró en los ojos y murmuró:
—Mañana, a esta hora, aquí mismo.
Dijo también otra palabra: un sobrenombre, que sólo ella conocía. En un halo de felicidad salí del bar. Como si un velo se descorriera, me pregunté por qué tardé tanto en comprender que en el palco Daniela se había mostrado distante por disimulo. De pronto descubrí que no le había dado los chocolates y ya me volvía cuando reflexioné que al reaparecer con ellos quizás agregara un toque ridículo a un momento maravilloso. De algo estoy seguro: no me demoré en la plaza, porque hacía frío, y en La Fenice me encaminé directamente a nuestro palco. Por eso me asombró ver allí a Daniela, sentada como la dejé un rato antes, acodada en el terciopelo rojo de la baranda. Se diría que en todo ese tiempo no había cambiado de posición. Atiné a alcanzarle los chocolates, pero en verdad me hallaba muy aturdido. Una sospecha, una estúpida corazonada (recordaba que Massey a la mañana no había dicho «Daniela», sino mi «mujer») de pronto me impulsó a pedirle que se quitara el antifaz. Para serenarme fijé la atención en las evoluciones de sus manos, que primero corrieron hacia atrás la capucha del dominó y en seguida acomodaron el pelo ligeramente desordenado. Cómo extrañé otros tiempos. No era necesario, pensé, que se quitara el antifaz, porque sólo ella tenía esa gracia; me disponía a disuadirla, pero ya Daniela estaba con la cara descubierta. Aunque siempre la había recordado como incomparable, como única, la perfección de su belleza me deslumbró. Murmuré su nombre.
Me arrepentí muy pronto. Había pasado algo extraño: esa palabra tan querida, ahí, en ese momento, me entristeció. El mundo se me volvió incomprensible. En medio de la confusión tuve una segunda corazonada, que me provocó un vivo desagrado: «¿Gemelas?». Entonces, como si vislumbrara una sospecha y quisiera aclararla cuanto antes, me incorporé cautelosamente, para no ser oído, me deslicé al pasillo, pero al trasponer la puerta me pregunté si no me equivocaba, si no me portaba mal con Daniela. Me volví y susurré:
—Ya vuelvo.
Corrí por la galería en herradura, que rodea los palcos. En el preciso instante en que me precipitaba escalones abajo, vi a Massey, subiendo lentamente y me oculté detrás de un grupo de máscaras. Si me preguntaban «¿Qué hace ahí?» no hubiera encontrado una contestación aceptable. Quizá no advirtieron mi presencia. Antes que Massey llegara a la entrada del palco, me abrí paso entre las máscaras y bajé corriendo. Como quien se tira al agua helada, salí a la placita. En cuanto llegué al bar noté que había menos gente y que la silla de Daniela estaba vacía. Hablé con una muchacha disfrazada de dominó.
—Acaba de irse, con Massey —me dijo, y debió notar mi confusión, porque agregó solícitamente:
—Muy lejos no estará… A lo mejor la alcanza por la calle Delle Veste.
Emprendí la busca firmemente resuelto a sobreponerme a todas las dificultades y a encontrarla. Porque estaba sano podía volcar mi voluntad en ese único propósito. Probablemente me daba fuerzas el ansia impostergable de recuperar a Daniela, a la verdadera Daniela, y también un impulso de probar que la quería y que si alguna vez la había dejado no fue por desamor. De probarlo ante Daniela y ante el mundo. Por la segunda calle doblé a la derecha; me pareció que por ahí doblaban todos. Sentí un dolor, un golpe, que me cortaba la respiración: era el frío. He descubierto que si me acuerdo de la enfermedad me enfermo y, para pensar en otra cosa, me dije que nosotros no éramos tan valientes como los venecianos; en una noche así, los porteños no andamos por las calles. Trataba de conciliar la necesidad de apurar el paso, con la de mirar detenidamente, en la medida de lo posible, a las mujeres de negro y, desde luego, a las vestidas de dominó. Frente a una iglesia, estuve seguro de reconocerla. Al acercarme descubrí que era otra. El desengaño me produjo malestar físico. «No debo perder la cabeza», me dije. Seguramente para no acobardarme pensé que era gracioso cómo, sin querer, expresaba literalmente lo que sentía: en efecto, mantuve el equilibrio con dificultad.
No quería llamar la atención ni apoyarme en el brazo de nadie, por temor de tropezar con algún comedido que me demorara. Cuando pude retomé el camino. Procuraba adelantarme a la interminable corriente de los que iban en igual rumbo y de esquivar a los que venían en el sentido contrario. Me afanaba por buscar la mirada y observar las facciones visibles de toda mujer disfrazada de dominó. Aunque me desvivía, eran tantas que más de una se me habrá pasado por alto. La imposibilidad de mirarlas a todas significaba un riesgo al que no me resignaba. Me abrí paso entre la gente. Un arlequín se hizo a un lado, se echó a reír y me gritó algo, parodiando tal vez a los gondoleros. La verdad es que yo me veía a mí mismo como un barco que se abría camino con la proa. En esa imagen de sueño mi cabeza y la proa se confundían. Llevé una mano a la frente: quemaba. Empecé a explicarme que por extraño que pareciera los golpes de las olas originaban el calor y perdí el conocimiento.
Vinieron luego días confusos, de soñar cuando dormía y cuando despertaba. A cada rato me creía realmente despierto y confiaba en que se disiparían del todo esos sueños, tan molestos por lo persistentes. Muy pronto llegaba el desengaño, tal vez porque hechos reales, difíciles de admitir y que me preocupaban, provocaron (con la fiebre, que también era real) nuevos delirios.
Para que todo fuera angustiosamente incierto, no reconocí el cuarto en que me encontraba. Una mujer, que me atendía con maternal eficacia y a la que yo no había visto nunca, me dijo que estábamos en el hotel La Fenice. La mujer se llamaba Eufemia; yo le decía Santa Eufemia.
Creo que en dos ocasiones me visitó un doctor Kurtz. En la primera me explicó que vivía «aquí nomás, en el corazón de Venecia», en no sé qué número de la calle Fiubera y que si lo necesitaba lo llamara a cualquier hora de la noche. En la segunda me dio de alta. Cuando salió reparé en que no le había pedido la cuenta, lo que me trajo una nueva inquietud, porque temía no recordar bien su dirección, olvidarme de pagar o no encontrarlo, como si fuera un personaje de un sueño. En realidad era el típico médico de familia, de esos que había en otras épocas. Tal vez resultara un poco irreal en la nuestra, pero ¿hay algo en Venecia que no sea así?
Una tarde le pregunté a Eufemia cómo llegué al hotel La Fenice. Me contestó con evasivas e insistió enfáticamente en que hasta dos veces diarias durante la fiebre, el señor y la señora Massey me habían visitado. Inmediatamente recordé las visitas o, mejor dicho, vi en un sueño muy nítido a Massey y a Daniela. Lo peor de la fiebre (y al respecto, todo seguía igual) era la autonomía de las imágenes mentales. El hecho de que la voluntad no tuviera poder sobre ellas, me angustiaba, como un principio de locura. Esa tarde pasé de recordar alguna de las visitas de los Massey, a verlos como si estuvieran sentados al lado de mi cama de enfermo, y a ver a Daniela comiendo chocolates en el palco, y después a una máscara, con antifaz, reclinada sobre mí, que me hablaba y que identifiqué fácilmente. Revivir o soñar la escena me perturbó tanto que al principio no oí las palabras de la máscara. En el preciso momento en que yo estaba pidiéndole que por favor las repitiera, desapareció. Massey había entrado en el cuarto. La desaparición me desconsolaba, porque yo prefería tener a Daniela en sueños, a encontrarme sin ella; pero la presencia de Massey me despertó del todo: un alivio tal vez, porque empecé a sentirme menos extraviado. Mi amigo me habló con su habitual franqueza, como si yo estuviera sano y pudiera enfrentar la verdad. Traté de corresponder esa prueba de confianza. Me dijo algo que desde luego yo sabía: que después de mi alejamiento, Daniela no fue la misma mujer de antes. Aclaré:
—Nunca la he engañado.
—Es cierto. Y reconoce que no creyó del todo en tu enfermedad hasta que te encontró aquí a la vuelta, tirado en la calle.
Me enojé de pronto y dije:
—Pretende resarcirme con una buena enfermera y un buen médico.
—No le pidas lo que no puede darte.
—¿Sabes lo que pasa? No entiende que la quiero.
Me contestó que no fuera presuntuoso, que ella también me quería cuando la dejé. Protesté:
—Yo estaba enfermo.
Dijo que el amor pedía lo imposible. Agregó:
—Como ahora lo estás probando, con tus exigencias de que vuelva. No volverá.
Le pregunté por qué estaba tan seguro, y me dijo que por experiencia propia. Exclamé con mal contenida irritación:
—No es lo mismo.
Contestó:
—Desde luego. Yo no la abandoné.
Lo miré asombrado, porque por un instante creí que se le quebraba la voz. Me aseguró que Daniela sufrió mucho, que después de lo que pasó conmigo ya no podía enamorarse, por lo menos como antes.
—Para toda la vida, ¿comprendes?
No me contuve. Dije:
—A lo mejor todavía me quiere.
—Es claro que te quiere. Como a un amigo, como al mejor amigo. Y podrías pedirle que haga por vos lo que hizo por mí.
Massey había recuperado el aplomo. En un tono de lo más tranquilo se puso a dar explicaciones horribles, que yo no quería oír y que en la debilidad de mi convalecencia entendí apenas. Habló de los llamados hijos carbónicos, o clones, o dobles.
Dijo que Daniela, en colaboración con Leclerc, había desarrollado de una célula suya (creo que empleó la palabra célula pero no puedo afirmarlo) hijas idénticas a ella. Ahora pienso que tal vez fuera una sola (bastaba una, para la pesadilla que Massey me comunicaba) y que logró acelerar el crecimiento con tal intensidad que en menos de diez años la convirtió en una espléndida mujer de diecisiete o dieciocho años.
—¿Tu Daniela? —pregunté con inesperado alivio.
—Parece increíble, pero realmente es una mujer hecha a mi medida. Idéntica a la madre pero ¿cómo decirte?, tanto más adecuada a un hombre como yo. Te voy a confesar algo que te parecerá un sacrilegio: por nada la cambiaría por la original. Es idéntica, pero a su lado vivo con otra paz, con genuina serenidad. Si supieras cómo son realmente las cosas, me envidiarías.
Para que no insistiera en lo que yo debía pedir a Daniela, declaré:
—No me interesa una mujer idéntica. La quiero a ella. —Me replicó tristemente pero con firmeza:
—Entonces no conseguirás nada. Daniela me dijo que al ver tu cara en el bar comprendió que seguías queriéndola. Piensa que reanudar un viejo amor no tiene sentido. Para evitar una discusión inútil, cuando le dijeron que no corrías peligro, se fue en el primer avión.
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