4/02/20

La obra (1962)/Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

La obra (1962)
El lado de la sombra
(Buenos Aires: Emecé, 1962, 192 págs.)


Haciendo torres sobre tierna arena.
LOPE DE VEGA


      Como si no bastaran las promesas del más allá, queremos perdurar en nuestra tierra, tan vilipendiada y tan querida. Casi todo el mundo comparte el afán por sobrevivir en obras, en hijos, de cualquier modo. Sin duda nos mueve un instinto y en ese punto al menos igualamos en inteligencia a dos insectos, la hormiga y la abeja, y a un roedor, el castor o castor fiber. Si reflexionáramos un minuto acerca de la inmortalidad deparada por libros, obras de arte, inventos, función pública, saborearíamos la amargura de quien se dejó atrapar en una estafa. Yo anhelo la inmortalidad de mi conciencia y no soy tan vanidoso para contentarme con sobrevivir en media docena de volúmenes alineados en un anaquel; pero desde luego me aferró con uñas y dientes a esa inmortalidad de la media docena, mi robusto bastión contra los embates del tiempo, y no es menos verdad que me hago cruces, metafóricamente hablando, ante quienes día a día se afanan en trabajos que día a día se desvanecen. ¿Cómo entender a tanto artista, cuyos productos afrontan pruebas que barrerían con los cuadros del Museo de Arte Moderno, por no decir nada de muchos libritos de los poetas? Hablo de peluqueros de señoras y grandes chefs, del todo indiferentes a la rápida ruina de sus elucubraciones, llámelas complicados peinados o sabias tortas.
       En cuanto a los referidos tomitos, descuento que me asegurarán un nicho —vivienda poco alegre, pero ¿qué tiene de alegre la posteridad?— en la historia de la literatura argentina. Acaso no figure entre los exaltados ni entre los ínfimos; me conformo con un lugar secundario: en mi opinión, el más decoroso. Mi nombre es desconocido por la muchedumbre, erudita en los bandos del football y en la genealogía de los caballos. Cuando digo que soy novelista, brillan los ojos del fortuito interlocutor que me propone el asiento del vagón o la mesa del casino o del banquete, pero cuando, a su pregunta, doy mi nombre, la sonrisa momentánea se turba, hasta que una nueva esperanza la reanima: «¿Firma con seudónimo?». «No, no firmo con seudónimo». Tal vez el interlocutor no recuerde al novelista, pero sí las novelas. Con abnegación las enumero, aunque esa mueca en el ingenuo rostro desilusionado excluye toda duda: nunca oyó tales títulos.
       Mi yerro, como escritor, fue probablemente el de contar ficciones, a la postre mentiras; las mentiras, quién lo ignora, llevan adentro un germen de muerte. Ahora contaré un suceso verdadero.
       Hasta hoy me abstuve de aprovechar literariamente estos hechos, por consideración a las personas comprometidas; pero en nuestro país el olvido corre más ligero que la historia, de manera que uno puede publicar un episodio ocurrido diez años atrás, perfectamente seguro de no incomodar a los vivos ni empañar la memoria de los muertos. No hay memoria que empañar, porque nadie recuerda nada.
       Lucharon siempre en mi ánimo la íntima holgazanería y la voluntad de dejar obra. Aquel año la holgazanería fue demasiado lejos, aprovechó demasiado cuanto pretexto le ofreció la vida en Buenos Aires. Como yo tenía entre manos un buen argumento —generalmente, creo tener entre manos un buen argumento— resolví salvarlo, escribirlo, aunque para ello debiera abandonar la ciudad y los compromisos, rusticar quién sabe dónde.
       —Aproveche para visitar el país —dictaminó la mujer del portero.
       Como desconfía de mi patriotismo —es tucumana y más de un 9 de julio me sorprendió sin escarapela— no me atreví a explicarle que mi propósito no era turístico ni patriótico, sino literario.
       En el fuero interno determiné ignorar el consejo y partir a Mar del Plata. Con espuma en la cara, frente al espejo de la peluquería, hablé del proyecto.
       —Francamente —comenzó el peluquero, con su habitual displicencia—, usted no abusa de la imaginación.
       —El novelista —repliqué— debe ejercer la imaginación en la obra, pero en la vida ¡por favor!, déjenos elegir cualquier expediente fácil. Le digo más: conviene Mar del Plata porque es pan comido; no andaré alelado, buscando puntos de interés, ni me distraeré de la novela.
       Por si ello fuera poco, estábamos en abril, cuando las últimas tandas de veraneantes han vuelto a sus reductos y cuando son más hermosas las tardes. ¿No es abril el mes de los ingleses, de los que saben?
       Debatí el asunto con mi amigo Narbondo. En el barrio así lo llamamos, a despecho de su verdadero apellido, según creo Rechevsky, por estar al frente de la antigua farmacia de aquel nombre, que en el treinta y tantos compró a un anterior Narbondo, a quien conocíamos por tal, pese a su verdadero apellido, Pérez o García. Alegó el farmacéutico:
       —Allá tenemos unos parientes que están muy bien. Explotan una red de estaciones de servicio, desde la costa hasta el Tandil. Ganan más de lo que gastan, usted me entiende, y año tras año levantan un chalet. Si quiere le pedimos que le alquilen uno de los mejorcitos.
       —¿Cómo no va a querer? —protestó la señora—. Un artista en un cuarto de hotel muere de asfixia.
       —Hago la salvedad —dije— de que José Hernández, en hoteles ¡y de entonces!, escribió el Martin Fierro, ida y vuelta. Un argumento en favor de la vida de hoteles.
       —O de la vida de cárceles —observó el farmacéutico—. ¿No redactó Barca, en la cárcel de Henares, La vida es sueño? Así le salió.
       Hablaban tan rápidamente que usted no tenía tiempo de rectificarlos. Ya insistía la señora:
       —Una casita proporciona otra tranquilidad. Con su buena chimenea y la vista al mar, yo misma daría rienda suelta a la inspiración y escribiría una novela.
       Me dejé persuadir. «No busco aventuras», reflexioné, «sino condiciones favorables para el trabajo». Los farmacéuticos telegrafiaron a los parientes, los parientes telegrafiaron a los farmacéuticos y yo, en Constitución, me encaramé a un tren y encontré la aventura, la sórdida aventura interminable que es hoy, en esta república, todo trayecto ferroviario. A las cansadas llegué a Mar del Plata, a mi casa, donde por no sé qué agradable generosidad del destino me esperaban imágenes que la señora del farmacéutico evocó en nuestro diálogo: en la chimenea los leños crepitando, en la ventana el mar.
       También me esperaban los parientes de Narbondo, el matrimonio Guillot; me entregaron la casa y con delicadeza notable miraron que nada faltara. Yo había pensado: «Prósperos nuevos ricos de una ciudad un tanto materializada. ¡Cruz diablo!». Me llevé una sorpresa. Quizás en Juan Guillot, admitidas la inteligencia, la ilustración, la rectitud, la liberalidad, quedara por perdonar una que otra futesa, innecesaria prueba de que el hombre se hallaba en pleno curso de refinamiento detrás del mostrador; pero su mujer, Viviana, doña Viviana (como todos la llamábamos, aunque tenía menos de veinticinco años), era una persona extraordinaria, en quien no sabía yo si preferir la belleza tan nítida o la gracia, el don de gentes, que me dejaba satisfecho de la vida y de mí. La definí como la esposa perfecta, no sólo para el circunstancial marido comerciante, sino para el potencial cualquiera, artista o escritor.
       Cuando partieron abrí la valija, escarbé entre la ropa que me había acomodado la señora del portero —con porfía afloraron objetos relativamente inútiles: una máquina de asentar hojas de afeitar, cuyo fabricante previo tal vez una nueva edad de oro, donde no cupieran la prisa ni la impaciencia, un traje de baño que de sólo verlo usted por las dudas tomaba una aspirina, un bastoncito que requería de quien lo empuñara un coraje superior a mis fuerzas, un catalejo anhelado largamente, que después de comprado quedó en un cajón—, como pude extraje los zapatos con suela de goma, los pantalones de franela, una gruesa tricota con mangas. Con ese conjunto plenamente marrón y con la pipa encendida (pipa y conjunto que me depararon cierta fama, entre las mujeres, de espíritu curioso), me senté frente a la chimenea. Pensé: «Debo comprar una botella de whisky. Con el vaso de whisky en una mano, la pipa y un buen libro en la otra, ¿quién me echa sombra? Completaría el cuadro», reconocí, «un perro fiel. De todos modos, con o sin perro, antes de volver a Buenos Aires, me fotografiarán en este rincón. Cuando la novela aparezca, lograré que algún librero exponga la fotografía».
       A la otra mañana, con la pipa humeante, me lancé a una caminata por el barrio, operación de reconocimiento que aproveché para comprar yerba, azúcar, whisky, etcétera, en el almacén y para desayunar a cuerpo de rey en la lechería.
       Probablemente porque el viajero es pájaro que viaja con la jaula, al entrar en el almacén de Mar del Plata me creí en el almacén de la vuelta de casa, en Buenos Aires: el mismo olor, la misma penumbra, la misma clientela de mujeres bajas, morenas y mustias. En el mostrador, es claro, no estaba el gallego don Faustino: estaba un gallego peticito, ojeroso, pálido, gris, notablemente desaseado, que se llamaba (no tardé en enterarme) don Fructuoso. Esperando el turno, lo veía despachar a las mujeres y pensaba: la identidad de la función borra cualquier diferencia entre don Faustino y don Fructuoso. En este país, aunque de muchas maneras últimamente se rebelaron, hay (por un tiempo breve, quizá) grandes reservas de mujeres tímidas y sumisas. Cuando les toca el turno en el almacén, continúan calladas, con los ojos bajos. Así quedarían interminablemente si el gallego, don Faustino o don Fructuoso, con un tono de cordial palmada en las nalgas no las animara: «Bueno, niña, ¿qué va a llevar?». Sin levantar los ojos, con una voz humilde como laucha que no se atreve a salir de la cueva, la mujer responde: «Y… cien gramos de mondiola». El gallego pesa la mondiola y pregunta: «¿Qué más?». Después de una pausa la mujer dice por lo bajo: «Una latita de mondongo». El gallego empuña la escalera, trepa, vuelve al mostrador, pregunta: «¿Qué más?». La voz queda emite: «Cincuenta de cebollitas en vinagre». Nada indica si el pedido es el último o si una larga lista continuará. El almacenero no ignora que de tales cerebros no hay que exigir la síntesis de un pedido conjunto. Con calma el hombre se encarama en la escalera, baja con la lata, obtiene de la clienta un nuevo pedido, lleva la escalera a otra parte, trepa en busca de otra lata, baja, obtiene otro pedido, vuelve la escalera al lugar de antes, trepa en busca de otra lata. Magnánimo con su tiempo y con el del prójimo, el almacenero acepta este inútil ir y venir, se cobra en familiaridad, en el tono de manoseo con que trata a su clientela. Hay mucha indulgencia de su parte, pero nadie ignora quién manda, quién es el amo; de verdad el gallego es el gallo en el gallinero, un turco en el harén. Me atrevo a creer que para esta relación del almacenero y las clientas, el mismo Freud hubiera encontrado una interpretación psicoanalítica.
       Aunque el tiempo era desapacible, frío y ventoso, no tardé en bajar a la playa, pues las casas, con tablones que tapiaban puertas y ventanas, quién sabe por qué me deprimieron.
       El mar está lejos, más allá de bañados cubiertos de maleza, que uno cruza por caminitos terraplenados. Llegué, para comprender, al fin de la peregrinación, que sólo quería estar de vuelta. Me alenté: «En una mañana fría, nada más agradable que una caminata». La verdad es que ya en la caminata, la cintura duele, como si hubiera que llevarlo a cuestas el cuerpo pesa, pies y calzado tardan, retenidos por la arena interminable.
       En el borde, la arena estaba firme. Del mar se desprendía ingrávida espuma que el viento deslizaba por la playa. Las gaviotas, compañeras únicas en aquella inmensidad, evocaron mis viajes y mis aventuras de alguna encarnación previa, y de pronto, olvidando el cansancio, recorrí un largo trecho, me encontré en el balneario de Atilio Bramante, frente a casa. Por la playa no tengo un punto más próximo. Aun así, para concluir la agotadora travesía debía andar unos trescientos metros (o quinientos ¿quién calcula estas distancias?). Con el pretexto de alquilar una carpa, buscaría al bañero y encontraría una silla. Confundido por la fatiga, estúpidamente olvidé mi verdadero propósito y con la idea fija de dar con el hombre amontoné más cansancio, mientras obstinadamente empujaba mi pobre humanidad por el desierto. Por último llegué a la vivienda de Bramante, en el centro del balneario, una casita de madera, sobre postes, pintada de azul; cuatro altos peldaños llevaban a la puerta de entrada, que estaba al frente, cara al mar; a ambos lados de la puerta había ojos de buey. En uno de ellos, como en un medallón, Bramante fumaba su pipa.
       Le pregunté si era él. Sin apartar la pipa de la boca, sin mirarme, rugió, según entendí, afirmativamente.
       —¿Puedo pasar? —fue mi segunda pregunta.
       Subí y entré. La casa consistía en un cuarto; había un catre, cubierto por una manta gris; lonas apiladas; cuerdas; un cofre de madera, con una calavera pintada y el nombre Bramante; un salvavidas, con el mismo nombre, colgado en la pared; un barómetro y olor de cáñamo, de maderas y de resinas.
       —¿Qué quiere? —preguntó.
       —Alquilar una carpa.
       —Levanto todo —repuso—. La temporada se acabó. Por cuatro náufragos que quedan…
       En esa vaga categoría despectiva, sin duda yo estaba incluido. No era cosa de enojarse: el aspecto del bañero reflejaba un tranquilo y concentrado poder que se me antojaba más que humano, como si procediera de las rocas o del mar, de algún ingrediente elemental de nuestro planeta. Atilio Bramante era corpulento, cobrizo, con la cara cruzada por una cicatriz lívida; con las manos cortas, hirsutas; con una pierna de palo. Vestía gruesa tricota azul, pantalón azul, que se perdía, en la pierna sana, en una bota de goma roja. Con tal individuo, en ese cuartito, yo me imaginaba en un barco, en medio del océano; pero no en un barco de ahora, sino en un velero del tiempo de los piratas y los corsarios. Probablemente el cofre con la calavera tenía su parte en la ilusión.
       —Yo paro en un chalet de los Guillot, por eso lo veo.
       —Haberlo dicho —reprochó—. En esta casa un amigo de los Guillot manda.
       Con el andar torpe y pomposo de un león marino fuera del agua, bajó a la playa, trajo dos sillas de mimbre. Del cofre sacó una botella y vasos.
       —¿Ron? —preguntó.
       También me convidó con unas galletas revestidas de chocolate, que se llaman Titas, o algo por el estilo; fumamos y conversamos.
       Así comenzó una de mis tres o cuatro costumbres de aquella calmosa temporada que abruptamente desembocó en infortunios. El agrado que yo encontraba en los paseos junto al mar, en la pipa, el ron y el diálogo con Bramante, provenía, a lo mejor, de imaginarme en esas actividades y de suponer que me documentaba para alguna meritoria obra futura. En idear pretextos para postergar el trabajo es infatigable el hombre holgazán. ¿De qué me hablaba el bañero? De lejanos recuerdos de niñez, de buques y de tormentas del mar Adriático; del balneario donde nos hallábamos, distinto de todos (en su opinión) y muy superior; del caminito de acceso, que lo enorgullecía casi tanto como el propio hijo, una suerte de Apolo rubio, rojo y robusto, cuyo cuerpo joven, cubierto de vello dorado, tendía a la forma esférica; lo avisté más de una vez, como a un capitán en el puente de mando, en el centro de la herradura de carpas del balneario contiguo. A este hijo, que había formado a su lado, el verano último lo puso al frente de uno de los dos balnearios que regenteaba; el muchacho se portaba a la altura de las circunstancias y a la tarde trabajaba en la estación de servicio, donde el matrimonio Guillot lo trataba «como de la familia», y en las madrugadas de invierno salía a pescar con la lancha, mar afuera.
       Tales diálogos frente al océano duraban hasta el mediodía. Después yo juntaba fuerzas para emprender la vuelta, almorzaba como un tigre en la cantina y cuando llegaba a casa, con buen ánimo para el trabajo, caía en un siestón del que no despertaba del todo hasta la hora del té. Algún pretexto —por ejemplo, preguntarle si conocía a una muchacha para la limpieza— me encaminaba hacia el departamento de doña Viviana, que estaba en los altos de la estación de servicio. Allí, en buena compañía, yo absorbía, sin llevar la cuenta, repetidos tazones de chocolate espeso, más una cantidad notable de factura. Aunque mi conversación era pobre, por un prejuicio en favor de los escritores, del que tardaba en desengañarse, la señora me escuchaba como a un maestro, mientras yo, absorto en la visible suavidad de sus manos blancas, entreveía esperanzas descabelladas. Comportarme de tal manera no me preocupaba demasiado, porque estaba borracho por el aire fuerte y la digestión.
       Los Guillot tenían un hijo: un gordo de tres o cuatro años que rodeaba en un silencioso y terco triciclo la mesa donde tomábamos el chocolate. Yo debía estar bastante enamorado de la madre, pues el chiquillo —por lo general, no los veo— me interesaba. Que al dirigirse a ella la llamara doña Viviana, me parecía una irrefutable prueba de personalidad. Un chico es un loro que repite lo que oye; yo sabía esto, pero lo había olvidado.
       Mirando al gordo, una tarde afirmé:
       —Sobrevivimos en la obra. Por eso hay que hacerla con amor. Por todo Viviana se ruborizaba. Misteriosa y encantadoramente ruborizada, replicó:
       —Qué disparate. La obra reemplaza al autor y no hay más que resignarse. ¿De verdad usted cree que revive Chopin cada vez que toco un nocturno? ¿Cuando alguien lea la historia de Flora, de Urbina y de Rudolf, dentro de cien años, el autor sonreirá en su tumba?
       —Hablamos en serio —protesté, molesto y halagado de que me citara.
       —No hay que renegar de las criaturas —declaró—. Yo sé que no sobreviviré en mi hijo, pero estoy contenta de que sea él quien me reemplace.
       Pensé: nadie reemplaza a nadie. También: está contenta porque piensa que de algún modo su vida sigue en el vástago. Pero no me atreví a hablar, porque sabía que no encontraría las palabras, ni me atreví a decirle que yo deseaba un hijo, porque adiviné que la frase, en aquel momento, sonaría a vulgaridad.
       Mayor audacia desplegué en mis tratos con Dorila, la muchacha que la señora Viviana me mandó diariamente para barrer, fregar y planchar. Al principio me llevé una desilusión, me dije que por ese lado no había esperanzas y la bauticé la Mataca. Era baja, de color cobrizo, de pelo negro, de cara ancha, de frente angosta, de ojos pequeños, bastante apartados el uno del otro y sesgados. Me ocurrió algo inexplicable: mientras procuraba pensar en mi novela, de algún modo yo seguía por la casa los movimientos de esta mujer joven. Días u horas de convivencia bajo un mismo techo operan en las personas auténticas metamorfosis. Perplejos asistimos al paulatino florecimiento de encantos: una insospechada morbidez en el brazo, o aquella región inexplorada entre la oreja y la nuca, blanca como los lados crudos de un pan, investida de no sé qué deseable intimidad, o los ojos, que de pronto revelan una ferocidad en la que uno quisiera entrar como en las aguas de un río. Desde luego me refrenaba el peligro del paso en falso que llegara a oídos de doña Viviana. Me hubiera muerto de vergüenza, aunque lo más probable es que tal extremo resultara innecesario, a juzgar por las familiaridades acordadas por la Mataca a repartidores y medio mundo. Presumo que hubo entre ella y yo un acuerdo tácito y que nos deslizamos, no sin vértigo de mi parte, hasta lo que se llama el mismo borde.
       Como un pecador que no perdiera la fe, yo confiaba en que esta rutina, por una admirable transición, algún día me abocaría de lleno en el trabajo de la novela, cuyo manuscrito me acompañó en mis andanzas fielmente, bajo el brazo. En determinado momento pareció que la previsión se cumpliría. Con relación a las dos mujeres (tan diferentes, que debo acallar escrúpulos para juntarlas en una frase) me resignaba al papel de espectador; por otra parte, indudablemente empezaba a acercarme a la historia del libro, los personajes eran de nuevo reales para mí.
       Después de comer, mientras volvía a casa, mirando el cielo amenazador, una noche me encontré en plena invención de los episodios finales de la novela. Había leído en un diario, que el ocupante previo dejó en mi mesa, un suelto sobre la «costa galana». Me pregunté si con el epíteto «galana» habría alguna frase tolerable. Como respuesta, los versos de López Velarde me vinieron a la mente:
       ¿Quién en la noche…
       (siguen unas palabras olvidadas)
       no miró antes de saber del vicio
       del brazo de su novia la galana
       pólvora de los fuegos de artificio?
       Rápidamente inventé el episodio de los fuegos artificiales, que los héroes contemplan de la mano. Sólo faltaba la voluntad de pasar todo aquello al papel. Resolví madurar el tema, rumiarlo durante la noche, postergar el trabajo para el otro día. En este punto salí burlado, porque ya en cama el sueño me abandonó, inconteniblemente urdí situaciones y frases. Muy tarde me habré dormido, porque en seguida las detonaciones me despertaron. Primero creí que eran salvas de la fiesta de mi libro. Después comprendí que ocurrían en el mundo de afuera, pero lo comprendí con una razón tan oscurecida por el sueño, que me atribuí la culpa. «Quién me manda pensar en pirotecnia», dije asustado. No era para menos. De tanto en tanto, por la, persiana entraban iracundos relumbrones, como extremas olas de un creciente mar de luz. «Que se embrome el barullo: no me va a sacar de la cama. Habrá tiempo mañana de averiguar las cosas». Me tapé completamente con la cobija, me imaginé a mí mismo como alimaña en la madriguera. Ya el previsto sueño me solazaba, cuando reventó, yo diría que en mi propio cuarto, una bomba o un rugido enorme. El relumbrón inmediato fue vivo. Incorporado en la cama proyecté en pared y techo una sombra que me intimidó: «La pereza es la madre de los vicios», mascullé, mientras me vestía con notable prontitud. No omití la chalina, porque la noche debía de estar fresca. «Voy a ver qué pasa. No vaya a convertirme, dentro del chalet, en pichón al horno».
       Abrí la puerta. No hacía frío. La noche tenía una insólita tonalidad de cobre. Había grupos de gente mirando hacia el lado del faro; del lado del puerto llegaba más gente. Cuando en un grupo avisté a don Fructuoso, corrí como a los brazos de un amigo.
       —¿Qué pasa? —pregunté.
       —Fuego, un incendio bastante gordo —contestó.
       —Saboteadores —explicó uno de los que llegaban del lado del puerto—. Mientras aquí no apliquen la pena de muerte, estamos fritos.
       —El país no tiene fundamento —dijo otro.
       —¿Qué se quemó? —pregunté.
       —Pues casi nada —respondió don Fructuoso—. Verá usted.
       —La estación de servicio —dijo la señora de la lechería.
       —¿No la de Guillot? —pregunté con miedo en el alma. Ya veía las llamaradas y la ingente columna de humo.
       —La de Guillot —respondió don Fructuoso.
       —¿Quién estaba adentro? —pregunté.
       —El fuego los atrapó adentro —dijo la señora de la lechería. La chica que atiende en la frutería agregó:
       —También al pobre Cacho Bramante, sin comerla ni bebería.
       —¿Cacho Bramante? —pregunté un poco atontado.
       —El hijo del bañero Bramante —dijo la señora de la lechería—. El balneario queda enfrente del chalet…
       Interrumpí las explicaciones con la pregunta:
       —¿No puede uno hacer nada para salvarlos?
       —Allí arde nafta, mi buen señor —razonó don Fructuoso—. ¿Quién se arrima? Ni yo ni usted.
       Un anciano que parecía muy débil opinó:
       —Todos, póngale la firma, incinerados.
       Me alejé de esa gente cruel. Rondé por donde pude, llegué hasta donde los bomberos cortaron el paso. Realmente apretaba el calor. De nuevo encontré a la chica que atiende en la frutería.
       —¿Está llorando? —me preguntó.
       —Es el humo —contesté—. ¿A usted no le incomoda el humo?
       —Dicen que no estaban todos adentro —anunció. Yo no quería esperanzas, pero interrogué:
       —¿Quiénes estaban?
       —No sé —contestó—. Ojalá que no estuviera el Cacho.
       «Pensamos en distintas personas», me dije, «pero la ansiedad es igual». La tomé del brazo, la chica sonrió, yo hallé que había algo noble en su mirada y que debajo de mucho desaliño y poca higiene no era fea.
       Afirmó un muchacho corriendo:
       —El que no está es Guillot. Ayer a la tarde fue al Tandil. Dios me perdone, quedé consternado. Solté a la muchacha, porque temí que me trajera mala suerte.
       —Cuando vuelva —observó una mujer— ¡qué cuadro! Dijeron otras:
       —Yo, en su lugar, prefería haber muerto.
       —Mil veces.
       —Pasto de las llamas la señora y el pobre hijo inocente.
       —También Cacho Bramante, sin comerla ni beberla —repitió la chica que atiende en la frutería.
       —Ya serán polvo y hollín los pobres. ¡Miren qué infierno!
       —No crea. El cuerpo humano aguanta. ¿No oyó hablar de los cadáveres de Pompeya?
       —No me gusta hablar de esas cosas. Tengo imaginación. Pienso en doña Viviana, llena de vida ayer, y ahora… ¿qué parecerá? Yo tengo mucha imaginación.
       —Yo he visto el cadáver de un siniestro: queda un mechón de pelo áspero y la dentadura blanquea.
       —Tan blanca la señora: se habrá quemado como un terrón de azúcar.
       —Tanto desvelo de doña Viviana por ese hijo. Ya no hay ni hijo ni Viviana.
       —Muy joven doña Viviana y muy señora.
       —Ayer nomás vi al chico en el triciclo.
       «Qué gente», murmuré con rabia. «Qué manera de conmoverlo a uno». Me alejé, tratando de atender las cosas que me rodeaban, los pormenores del camino, el incendio a lo lejos; tratando de distraerme de mis pensamientos. ¿Quién no es un miserable? Casi tanto como la confirmación de la muerte de Viviana temía yo la eventualidad de llorar en público. «Es una vergüenza», repetía ambiguamente. «Si me hablan del pobre chico en el triciclo me revuelven un cuchillo adentro». Miré el humo y me encontré pensando que tal vez una parte ínfima de esa columna negra provenía del cuerpo de Viviana. Sin querer exclamé: «Pobrecita». Procuré callar la mente, pero ya formulaba otra reflexión: «No volveré ¡qué raro! a verla, nunca». Argumenté en el acto: «¿Quién sabe? No tengo más testimonio que el rumor de la calle». Recordé las obras de Gustave Le Bon, como si las hubiera leído, y sostuve que la multitud siempre se equivoca. «Ojalá se equivoque ahora», murmuré.
       No había suficiente agua o faltaba presión, o todo era uno y lo mismo, de modo que tardaron los bomberos en apagar el fuego.
       Como sonámbulo rondé por allá, describiendo círculos cuyo obstinado propósito no imaginé. Los dueños de una casa me llevaron al balcón, para que viera mejor, y en otra, a medio construir, llegué al techo. Pronto bajé de estos miradores, afanado por continuar las vueltas. ¡Cuánto anduve aquella noche y aquella mañana!
       —Acabará arrojándose a la hoguera —opinó la señora de la lechería.
       Era increíble: hablaba de mí y todos convenían con ella. Sospecho que el mucho trajinar me habrá dado aire de loco. Fue inútil resistir: me arriaron al almacén, en cuya trastienda me sentaron a una larga mesa, cubierta por un pulcro mantel de diarios, presidida por don Fructuoso y compartida por la señora de la lechería, los fruteros, que son turcos acriollados, la chica y otros vecinos que no identifico en la memoria.
       —Corra, pues, aperital con granadina —ordenó el dueño de casa.
       El siniestro, como decían, les abrió el apetito; a mí me cerró la garganta. En una fuente enlozada trajeron un lechón —juro que parecía un niño rubio—, un lechón entero, con todos los detalles de ojos, orejas, etcétera. Con voracidad lo devoraron. Era admirable en esa gente la cálida fraternidad, tan generosa, tan dispuesta a no excluir a nadie, que me incluía a mí: la valoro con gratitud.
       Una mujer me gritó en la oreja:
       —Ahogue la pena en vino dulce.
       Bebí; quería huir; cada trago era un paso que me alejaba. Aún hoy no entiendo por qué los pormenores macabros, referencias pías a cadáveres carbonizados o no, que todo el mundo aportaba en la comilona, combinados con tanto lechón, me incomodaban. Comí poco. Bebí el aperital con granadina; después, vino dulce. Mi último recuerdo es de alguien que llegó de repente y declaró de un modo indefinidamente dramático:
       —Anoche lo vieron al hijo de Bramante cuando salía por una ventana.
       —¡Bravo! —aplaudió la muchacha de la frutería.
       Luego me enteré de que me llevaron a casa y me metieron en cama. Desperté a la madrugada. La noche íntegra soñé con Viviana y su hijo, carbonizados y vivos, o admirablemente blancos y muertos, con Bramante, con el hijo de Bramante, huyendo por la ventana como ladrón; soñé con fuego, con explosiones, con ambulancias, con carruaje de bomberos aullando sirenas.
       Lo que en el sueño repetidamente interpreté como sirenas fue sin duda el viento. Diríase que arrancaría la casa. Ventanas, marcos, tirantes, unían sus quejidos al quejido de todo lo de afuera. Dominando el estruendo general bramaba el mar, inmediato, como si rodara y reventara encima.
       Me levanté, en la cocinita preparé un café negro y salí, bastante arropado, a beberlo al corredor. El alba se trocó en mañana luminosa. No podía uno menos que mirar hacia la playa. Era muy notable el rumor de las olas: nunca oí un rumor tan grande. En cuanto al mismo mar, próximo y colérico, nadie hubiera dudado de su poder, si un antojo meteorológico lo ordenaba, de acabar con nuestra tierra firme. Por todos lados, el aspecto era de restos dispersos, desolación, tumulto. Los bajos y el camino del balneario estaban anegados. Las olas todavía llegaban a la casa de Bramante. Cuando divisé un punto negro y móvil entre las desnudas armazones de las carpas recordé el catalejo. Yo estaba seguro de haberlo sacado de la valija. Después de un rato lo encontré.
       En el nítido lente del catalejo apareció mi amigo, el bañero Bramante. Para salvar las maderas de sus carpas luchaba con el mar a brazo partido, de igual a igual.
       —Qué madrugador —me espetó el turco frutero. Tenía una inconfundible manera de modular sinuosamente las palabras.
       —Usted también —repliqué.
       —Pobre Bramante —dijo.
       —¿Por qué? —pregunté con algún fastidio.
       La imagen de Bramante atareado allá abajo, que me traía el anteojo, sugería un león, una antigua locomotora a vapor, cualquier símbolo de poder y de orgullo, pero, francamente, no el término «pobre».
       —La noche entera peleando con el mar para salvar palos y estacas. No le queda otra cosa. Lo miré sin entender y repetí:
       —¿No le queda otra cosa?
       —Al hijo hay que darlo por perdido. Salió con la lancha ayer a la madrugada. Todos los pescadores volvieron, menos él.
       —Ni volverá —dijo don Fructuoso que había llegado silenciosamente.
       —¿Porqué? -pregunté.
       —Con este mar —respondió el frutero.
       —Que el mar se lo trague —sentenció don Fructuoso—. ¿Os digo lo que me dijo el auxiliar Boccardo? Está probado que aprovechando el viaje del marido al Tandil, el hijo de Bramante trató de deshonrar a doña Viviana. En el forcejeo la mató. Luego, para borrar crimen y rastros, el tipejo arrimó una cerilla a las cortinas: al rato los tanques de combustible completaron la faena.
       Aquel día no tuve coraje de visitar a Bramante y a Guillot. Me recluí en casa, a trabajar. Para las comidas corría hasta una fonda, donde nadie me conocía ni me hablaba. Escribí con provecho. Porque al retratar a la heroína pensaba en Viviana y al explicar el dolor de los héroes refería mi dolor, escribí con elocuencia. A fines del invierno, en Buenos Aires, publiqué el libro; en mi opinión los críticos no lo entendieron debidamente.
       Por cierto no dejé a Mar del Plata sin llevar antes mi pésame a Guillot —un cuarto de hora de incomodidad, en que hablé menos al deudo de su pena que de su chalet— y a Bramante. Cuando enfrenté la casita azul, el bañero asomado a un ojo de buey, como en aquella primera mañana que ahora me parecía tan remota, fumaba la pipa. Bebimos ron, comimos galletas revestidas de chocolate y por último conversamos. Involuntariamente me puse a consolarlo. ¿Quién era yo para consolar a Bramante? La desgracia no lo apocaba. Del hijo no quería acordarse y del mar afirmó que era un bicho nada simpático.
       —Pero le debo algo —admitió—. En mi largo trato con el mar aprendí que lo más natural del mundo son los cambios. Como yo estaba pobre de ideas, nuevamente lo arengué:
       —No se descorazone —dije.
       No lo tomó a mal. Admitía la posibilidad, confiado de dominarla. Declaró:
       —No me descorazono, porque dejo obra. Con un ademán sereno indicó la playa.

(A E.P., tan amistosa
como secretamente)

No hay comentarios:

Publicar un comentario