(Buenos Aires, 1914-1999)
Casanova secreto (1959)
Guirnalda con amores
(Buenos Aires: Emecé, 1959, 201 págs.);
Historias de amor
(Buenos Aires: Emecé, 1972, 259 págs.)
“Casanova llegó a Constantinopla con una carta de Acquaviva para Claudio Alejandro, conde de Bonneval, que se pasó a los turcos. En Buyuk Dere compartí el cuarto con el veneciano, a quien también frecuenté en Constantinopla, donde almorzábamos y cenábamos juntos. Con toda franqueza discutíamos nuestros vanos intentos de trabar relación con otomanos más o menos notables. En cuanto a Bonneval, me consta que una tarde lo recibió. Volvió Casanova ponderando la espiritualidad del conde, pues tenía éste una biblioteca que, bien mirada, era bodega, y otras ocurrencias de parejo tenor. Cuando procuró visitarlo nuevamente, le dijeron que el conde estaba atareado y que no podía atenderlo. Casanova acabó por declararme que la famosa biblioteca-bodega, lejos de cubrir de gloria a su propietario, lo presentaba como parangón de vulgaridad. A mi entender la importancia del objeto en cuestión, curioso desde luego, no justificaba que lo discutiéramos diariamente.
“De tales contratiempos compensó la fortuna a Casanova con inauditas aventuras amatorias. Que un cristiano se introduzca en un harem musulmán es un hecho corriente en los libros; en la vida lo tengo por impracticable. No una, sino dos veces, penetró Casanova en el palacio de Yusuf, filósofo displicente. Cuando le pregunté cómo cumplió la hazaña, respondió: Fatam viam inveniunt y, por cierto, el hado halló el camino, ya que la primera ocasión bastó a mi veneciano para enamorar a una esposa del filósofo, Sofía de nombre, y la segunda para recoger el premio del coraje. En qué consistió el premio no es claro, pero Casanova trajo como reliquia un velo (objeto de paño que ahora servirá para disipar vuestros temores de que el episodio se reduzca a una alegoría). Por si lo anterior fuera poco, en el orden de las aventuras algo más ocurrió en una fiesta. Con mis propios ojos lo vi con esa esclava de Imael Efendi, compatriota suya, bailando frenéticamente la forlana.
“Todo esto lo mantuvo más ocupado en la imaginación que en los hechos. Para el viajero, Constantinopla es impenetrable. Quienes alguna vez vivimos dentro del precinto de la ciudad, guardamos recuerdo de haber vivido extramuros. El turco, ya lo dije, no se prodigaba; en cuanto a las mujeres recluidas en harem ¿alguien las trató? Sólo Casanova, en ocasiones poco menos que únicas. De manera que para platicar de nuestra vida y de nuestros amoríos el tiempo sobraba, al punto de que la sobremesa del mediodía se prolongaba en la sobremesa de la noche. Casanova me refirió sus prodigiosas aventuras turcas y las italianas, que pasan de cincuenta. Opino que no peco de crédulo si declaro que mi amigo no fue mentiroso. Prolijo, eso sí. Con idéntica desenvoltura narró sus triunfos y su derrota, que más de un caballero hubiera ostentado como galardón.
“En las antecámaras del conde conoció a la señorita Bonneval. Sangre limusina, por parte del padre, y armenia, de la madre (una poetisa aclamada en mérito de la perfección corpórea) confluían en esta señorita, con sus primores y caracteres, de modo que en el rostro cobrizo la claridad de los ojos tenía la hondura de mundos que amanecen, y la belleza del conjunto, aunque no se allanaba a los patrones habituales, era alucinante.
“Como las damas, en Constantinopla, reclamaban poco o nada de su tiempo, por todos los medios procuró el veneciano que la señorita le ofrendara la mayor parte del suyo. Bastante pronto la conquistó, o siquiera obtuvo favores que lo confirmaron en su buen ánimo y seguridad. Solía por entonces pavonearse con no retaceados panegíricos de la señorita Bonneval, a quien no podía menos que reconocer diferente de las otras mujeres. Elogiaba en ellas los arranques, aun los caprichos y la vitalidad. Esta vitalidad, más propia de una yegua que de una niña, fue nefasta para Casanova. En efecto, los días de su amante eran una apretada trama de ocupaciones, en las que apenas había, de tarde en tarde, un resquicio para nuestro aventurero. No sólo la requerían la fiesta y el sarao; por peregrino que parezca, la señorita se había erigido en amanuense de su padre, y con esa vitalidad por quemar y con su afán de advenediza —¿qué otra cosa, con relación al trabajo, es la mujer, sino una advenediza permanente?— se entregaba, según Casanova, de cuerpo y alma a los asuntos del despacho del conde (Consejero de la Sublime Puerta). Intencionalmente Casanova detalla de cuerpo y alma, pues (hay que atribuir la exageración al despecho) mantenía que para dar buen término a cualquier gestión que le encomendara su padre ella estaba resuelta a entregarse y aun a otros extremos. Poco a poco advirtió don Giacomo que en esta nueva intriga no lograba la felicidad que había descontado. Llegaba el fin de semana y la muchacha prefería retirarse a una propiedad de campo, en las orillas del Bósforo, donde se reunían jóvenes de su amistad, gente frívola, cuya majadería proclamaban los mismos motes y sobrenombres que se aplicaban entre ellos, a quedarse en la ciudad y correr, en un instante robado a la vigilancia de quienes la rodeaban, a los brazos de su querido, que la aguardaba en alguna alcoba tenebrosa. De veras, en esta situación, tocaba en suerte a nuestro don Giacomo (probablemente por lo despoblado de sus días en Constantinopla) el buscar, el esperar y el ansiar. Protestaba: «¿Hay alguien que no haya advertido que la ansiedad de la busca y de la espera no se miden por el merecimiento de lo buscado o esperado? Ganas no me faltan de hacer valer mis otros amores, pero en Turquía la menor infidencia es grave, porque pone en peligro la vida de las damas y la propia. Siempre mi desvelo fue persuadir a la mujer de que no la engaño; a ésta no podré nunca persuadirla de que no la quiero. También me tienta la ilusión de explicarle: Soy Casanova, terror de las damas, cuyos corazones estragué, como incendio empujado por el Siroco y el Mistral, desde Venecia hasta Roma, desde Ancona hasta Rimini; pero si la señorita es plenamente ingenua de mi renombre, por alto que éste sea ¿no caeré, al comunicarlo, en un género de vulgaridad y de fanfarronada?». ¿Quería decir que por un mero error de información, aquella chicuela que lo traía medio aturdido, no le temía ni lo respetaba mayormente y que él, de puro ocioso, encarnaba el papel de enamorado constante y manso, papel que en la odiada Constantinopla se le estaba volviendo una segunda naturaleza? ¡Con qué deleite denigraba por aquellos días a su enamorada! «Es ignorante» sostenía «como una paisana limusina, y tan astuta y embustera. Es belicosa como una vendedora de pescado de Chioggia, y artera como una ramera de Murano». Tras una carcajada hueca, agregaba: «A su respecto, nada hay de seguro. Ni siquiera que me engañe con los badulaques de fin de semana».
“De tal modo, a este hombre, que en la propia estima brillaba como irresistible para las mujeres y de cuyos enredos ulteriores vosotros contáis portentos, yo he visto suspirar de amor por Angélica María Clara Yolanda Josefina de Bonneval, que casó con tudesco y hoy es madre de un lozano ramillete de hijos”.
Trascribo estos párrafos de la carta del caballero Pierre Mirande, del séquito de Venier, cuyo original descubrió en la Biblioteca de Lausanne, en 1951, Louise Bennet, por la luz que puedan arrojar, etcétera, etcétera.
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