Si te gusta, si te va la vida, si pese a los momentos difíciles o dramáticos crees que la vida vale la pena, enhorabuena. Tus padres acertaron, adivinaron tus gustos. Pero, ay, si a ti la vida ni fu ni fa. Porque una de las peores cosas que descubrimos es que la vida, aunque nuestros padres nos la hayan dado, aunque sea nuestra, ¡nos la tenemos que ganar! ¿No parece una paradoja?
La vida, ese laberinto de absurdos, donde cada paso es un eco de vacío, un susurro de lo inalcanzable. Aquí estamos, almas errantes en un teatro de lo grotesco, donde las risas se ahogan en el mar de la desesperanza. Cada día, una tragicomedia sin guion, donde los protagonistas ignoran su papel, danzando al son de una melodía que no comprenden.
Oh, cruel destino, que nos ata con cadenas invisibles de expectativas y sueños desvanecidos. Nos prometieron estrellas y nos dieron polvo; nos vendieron ilusiones, pero nos cobraron en lágrimas. Somos marionetas en un escenario sin luz, donde cada sonrisa es una mueca en el espejo roto de nuestra realidad.
Y aún así, persistimos, ¿por qué? ¿Acaso es la esperanza una broma cruel, una dulce mentira susurrada al oído de los desafortunados? Caminamos sobre un hilo de desesperación, equilibrando nuestra cordura, mientras el abismo nos sonríe con dientes afilados. La felicidad, esa quimera efímera, se escurre entre nuestros dedos como arena fina.
Vivimos en un mundo donde la tragedia es la norma, y la alegría, una rareza fugaz. Nos dicen que luchemos, que alcancemos, que soñemos, pero ¿qué sentido tiene cuando el juego está amañado? Somos actores de una obra sin aplausos, donde el telón cae pesadamente en un silencio ensordecedor.
Y al final, ¿qué nos queda? Sólo el eco de nuestras preguntas sin respuesta, el sabor amargo de un destino no elegido. Bailamos en la oscuridad, abrazando nuestras sombras, mientras el universo se ríe de nuestra insignificancia. Tal es el destino de aquellos que buscan sentido en un mundo que se deleita en el absurdo.
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