Por: CC
La esclavitud no ha desaparecido. Ha mutado. Ha mudado de piel como lo hacen las serpientes milenarias. La civilización moderna, en su obsesión por proclamarse libre, ha ocultado los nuevos rostros del sometimiento bajo las máscaras del progreso, la productividad y la autonomía individual. Pero todo imperio, incluso el de la libertad, arrastra sus sombras. Y en esas sombras habita una figura que se creía extinta: el esclavo. Solo que ahora viste corbata, tiene acceso a internet, puede votar, comprar, publicar, participar. Pero no decide, no piensa por sí mismo, no es libre. Este es el drama del esclavo moderno: su cárcel no tiene barrotes y, por eso mismo, es más difícil de ver.
Toda forma de esclavitud parte de un eje común: la negación del sujeto como ser autónomo. El esclavo no se pertenece; es otro quien dispone de su tiempo, su cuerpo, sus decisiones, su palabra. En la Antigüedad, esa apropiación era directa y brutal: el esclavo era propiedad del amo, instrumento viviente que no tenía ni derechos ni voluntad. En la Edad Media, el siervo del feudo obedecía a una lógica parecida, aunque matizada por la religión y el pacto. Más tarde, con la revolución industrial, surgió un nuevo tipo de esclavitud: la del obrero-fuerza productiva, sometido al capital, a la fábrica, al reloj. Cada época ha tenido su forma de servidumbre, su técnica de dominación, su narrativa legitimadora. Pero ninguna tan sofisticada, tan insidiosa, tan perfectamente disimulada como la que vivimos hoy.
Lo primero que hay que comprender es que la esclavitud moderna ya no necesita imponer desde fuera. Se ejerce desde dentro. El sujeto se ha convertido en su propio amo y su propio esclavo. Vive en un estado de autoexplotación permanente, convencido de que ese esfuerzo lo hace libre. Produce sin descanso, se exige sin pausa, se mide, se controla, se compara. La sociedad contemporánea ha logrado un hito monstruoso: convencer al individuo de que el rendimiento constante es un acto de libertad, que ser exitoso es un deber moral y que descansar es una forma de culpa.
La figura del sujeto empresario de sí mismo, como lo denuncia Byung-Chul Han, es la piedra angular de esta esclavitud. Ya no hay jefes que gritan ni castigos físicos. Ahora hay métricas, objetivos, autoevaluaciones, metas personales. El sujeto se convierte en marca, en producto, en gestor de su propio rendimiento. ¿Y quién fiscaliza? Él mismo. El nuevo esclavo trabaja más que nunca, pero sin látigo. Lo hace por iniciativa, por deseo, por necesidad de validación. En nombre del éxito, se sacrifica el cuerpo, se desmantela la salud mental, se renuncia a la vida. Todo en nombre de una ilusión que nunca se concreta del todo, porque siempre hay algo más que alcanzar, algo más que demostrar.
El esclavo moderno no tiene tiempo. Vive corriendo, respondiendo correos, actualizando su imagen, adaptándose a las demandas cambiantes del mercado, de la empresa, de la moda. Su día se organiza no por el sol ni por el deseo, sino por la productividad. Incluso el ocio ha sido capturado. Ver una película, leer, viajar, todo debe ser compartido, documentado, validado. Ya no se descansa por placer, sino para recuperar energía para seguir rindiendo. La lógica capitalista ha invadido cada rincón de la existencia.
Lo más perverso de esta nueva esclavitud es su invisibilidad. El esclavo moderno no se reconoce como tal. Cree que es libre porque elige qué consumir, qué publicar, qué carrera seguir. Pero todas sus elecciones están ya determinadas por algoritmos, por tendencias, por presiones sociales. Su libertad es una simulación cuidadosamente orquestada. Como el prisionero que cree estar en un parque porque la celda tiene flores pintadas. El esclavo moderno vive en una realidad domesticada, anestesiada, dulcemente opresiva.
La tecnología, que prometía emancipación, ha sido uno de los principales instrumentos de esclavización. Los dispositivos móviles, las redes sociales, las plataformas digitales han colonizado el tiempo y el espacio personal. El esclavo moderno está permanentemente disponible, conectado, expuesto. Se vigila a sí mismo, se exhibe, se entrega voluntariamente a la mirada del otro. No hay ya intimidad ni desconexión. Cada acción deja una huella, cada emoción puede ser monetizada. La vida entera se convierte en dato, en contenido, en capital.
Los sistemas educativos no escapan a esta lógica. Desde niños, se nos prepara para rendir, competir, destacar. No para pensar, amar o convivir. Se entrena al individuo para ser útil al sistema, no para ser humano. La creatividad, la reflexión, el arte, la lentitud, el silencio: todo eso es relegado al margen. La escuela moderna no libera, forma esclavos eficientes, obedientes, sonrientes. La universidad no cuestiona, certifica. La cultura no transforma, entretiene. Todo ha sido domesticado.
El esclavo moderno tampoco pertenece a una clase social específica. Está en todas partes. Puede ser un obrero sin contrato, una ejecutiva de éxito, un influencer de redes, un docente precarizado, un artista frustrado, un estudiante sobresaturado. La esclavitud contemporánea no distingue por ingresos, sino por mentalidad. Hay millonarios esclavos y pobres libres. Lo que marca la diferencia es la conciencia. Y eso es lo más temido por el sistema: un sujeto que piensa, que se detiene, que dice no, que recupera su tiempo, que reconstruye sus vínculos. Porque ese sujeto puede escapar.
Pero escapar no es fácil. El esclavo moderno no tiene cadenas que romper, sino ideas que desmontar. Debe renunciar a toda la narrativa que le han vendido desde la infancia: que si trabaja duro logrará todo, que el éxito es cuestión de actitud, que la competencia es natural, que el fracaso es culpa suya, que descansar es perder el tiempo. Todas esas ideas son los barrotes mentales de su prisión. La verdadera emancipación no será política, sino simbólica. Es la mente la que debe ser liberada.
Y para liberar la mente hay que volver a la filosofía. Hay que reactivar el pensamiento crítico, la duda radical, la pregunta por el sentido. ¿Por qué vivimos como vivimos? ¿Qué es una vida buena? ¿Qué queremos realmente? Estas preguntas han sido expulsadas del debate público. Se habla de productividad, de eficiencia, de crecimiento, pero no de felicidad, de justicia, de plenitud. El esclavo moderno ha sido educado para no preguntarse nada. Solo debe seguir, cumplir, lograr.
Además de la filosofía, hay que recuperar el cuerpo. El esclavo moderno vive desconectado de su corporalidad. Su cuerpo no es vivido, sino gestionado. Se le impone dieta, ejercicio, estética, disciplina. El cuerpo se convierte en herramienta, en escaparate, en campo de batalla. Pero ya no se habita. El cuerpo libre es aquel que baila sin ser visto, que descansa sin culpa, que siente sin filtros. Hay que volver al cuerpo para volver a la vida.
Y también hay que volver al otro. La esclavitud moderna es, en última instancia, un fenómeno de aislamiento. Cada sujeto vive encerrado en su burbuja, compitiendo, comparándose, protegiéndose. La solidaridad ha sido sustituida por la competencia, la comunidad por el mercado, la amistad por el networking. El esclavo moderno no tiene tribu, no tiene pueblo, no tiene comunidad. Por eso es tan vulnerable. Solo puede liberarse si se reencuentra con los otros, si reconstruye lazos, si deja de verse como competidor y se reconoce como semejante.
El capitalismo ha logrado convertir la libertad en una mercancía. Nos vende la ilusión de que somos dueños de nuestra vida, mientras nos roba el tiempo, la energía, la capacidad de soñar. Nos hace creer que todo está al alcance de un clic, mientras nos entierra en deudas, ansiedad y frustración. El esclavo moderno no es dueño de su presente ni de su futuro. Vive atrapado en el ahora constante de la productividad, sin raíces ni horizonte. La historia ha sido suspendida. La utopía ha sido cancelada. Solo queda el rendimiento.
Pero no todo está perdido. La conciencia es una llama que nunca se apaga del todo. Siempre hay momentos de lucidez, de desconexión, de ruptura. Una conversación, una lectura, una caminata, un silencio puede despertar la sospecha, el deseo de otra vida. El sistema teme esos momentos. Por eso los bombardea con ruido, con estímulos, con urgencias. Pero si logramos proteger esos espacios de lucidez, si los cultivamos, si los compartimos, podemos empezar a desmantelar la esclavitud.
La verdadera revolución del siglo XXI no será tecnológica ni política. Será existencial. Será una revolución silenciosa, profunda, cotidiana. Será la decisión radical de vivir de otra manera. De recuperar el tiempo. De reconquistar el cuerpo. De reencontrar el deseo. De reconstruir la comunidad. Será la rebelión de los esclavos que descubren que siempre fueron libres, pero no lo sabían.
Porque, al final, la libertad no se concede: se toma. Y el primer acto de libertad del esclavo moderno es atreverse a decir la verdad. A mirar el sistema a los ojos y declarar: “Ya no juego tu juego. Ya no corro en tu rueda. Ya no sonrío para que me aceptes. Ya no me vendo. Soy. Estoy. Y me pertenezco.”
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