5/04/25

Camus: el moralista que jugó al absurdo

 Introducción

Albert Camus ocupa un lugar singular en la historia intelectual del siglo XX: fue un filósofo de lo cotidiano y un novelista del desasosiego, un pensador marcado por la experiencia del absurdo pero también un hombre convencido de la necesidad de una moral humana firme en medio del caos. Hablar de Camus como “el moralista que jugó al absurdo” es plantear una paradoja profunda: ¿cómo puede alguien erigirse en conciencia ética de su tiempo a la vez que proclama la ausencia de sentido último en la existencia? Camus no rehuyó esta tensión, sino que la convirtió en el motor de toda su obra. En una época sacudida por guerras mundiales, ideologías totalitarias y conflictos de descolonización, Camus se atrevió a defender la dignidad individual y la honestidad intelectual por encima de las lealtades partidistas, aun cuando el mundo pareciera carecer de propósito o razón. Desde sus primeros escritos en la Argelia natal hasta sus últimos ensayos en la Francia de posguerra, mantuvo una voz exigente e incómoda, una voz crítica que cuestionaba tanto las falsas certezas como la desesperación cínica. Fue un escritor mordaz en sus juicios, inquisitivo en sus preguntas y profundamente humanista en sus respuestas, si bien rehuyó siempre las respuestas absolutas. Camus fue a la vez un espíritu rebelde y un hombre de principios, alguien que jugó con la idea del absurdo como quien juega con fuego, extrayendo de esa hoguera no la resignación, sino una peculiar forma de moralidad laica. En las siguientes páginas exploraremos los ejes centrales de su pensamiento y su legado: su filosofía del absurdo y de la revuelta, su papel como moralista en un siglo violento, las obras literarias en que plasmó sus ideas (El extranjero, La peste, El mito de Sísifo), su relación conflictiva con el existencialismo sartreano, y su difícil postura política ante acontecimientos como la Guerra de Argelia. El trayecto revelará a un Camus complejo y contradictorio, cuya voz crítica sigue interpelándonos con la misma contundencia y lucidez con que lo hizo en vida.

El absurdo como piedra angular del pensamiento de Camus

En el centro de la filosofía de Albert Camus se encuentra el concepto del absurdo. Camus definió lo absurdo como el divorcio insalvable entre la búsqueda humana de sentido y el silencio indiferente del universo. El ser humano anhela comprender el propósito de la vida, encontrar algún orden o trascendencia que justifique sus esfuerzos y sufrimientos; pero el mundo que habita es opaco, mudo ante esas preguntas esenciales. La realidad, para Camus, no ofrece respuestas satisfactorias: “este mundo en sí no es razonable, ésa es toda la respuesta” escribiría, enfatizando que no hay un plan divino ni un destino predeterminado que explique nuestra existencia. Sin embargo —añade— lo verdaderamente absurdo surge al confrontar esa irracionalidad del mundo con el deseo humano de claridad y significado. En ese choque entre nuestra sed de sentido y el vacío del cosmos nace una sensación vertiginosa, una toma de conciencia de que habitamos una especie de exilio metafísico. Camus comparó esa certeza súbita y desoladora con sentir la vida “desnuda”, privada de todo telón de fondo tranquilizador. Es un despertar doloroso pero nítido: las creencias heredadas, los valores absolutos y las explicaciones cómodas se resquebrajan bajo el peso de una verdad incontestable —la de un mundo que carece de fin último más allá de la mera existencia.

Camus sostenía que asumir el absurdo constituye el primer paso para una filosofía genuinamente humana. En El mito de Sísifo (1942), su ensayo filosófico por excelencia, expone esta idea con crudeza implacable. Abre el texto con una afirmación célebre: “No hay más que un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. Con ello Camus plantea que, una vez reconocida la falta de sentido objetivo de la vida, la cuestión fundamental es si la vida merece o no ser vivida. Si el universo es opaco a nuestras esperanzas, ¿por qué no caer en la desesperación nihilista y poner fin a todo? Tal es el dilema existencial que Camus enfrenta sin evasiones. Pero su respuesta es inesperada: frente al absurdo, lejos de claudicar, el ser humano debe afirmarse en una revuelta constante. Camus rechaza tanto la opción del suicidio físico (renunciar a la vida) como la del “suicidio filosófico” (aferrarse a una fe religiosa o ideológica que mágicamente otorgue significado y consuelo). Consideraba que ambas salidas eluden la realidad del absurdo: la primera, destruyendo al propio cuestionador; la segunda, refugiándose en una ilusión trascendental. En lugar de huir, Camus propone mirar de frente la absurda condición humana y, aun así, vivir con pasión, con lucidez y con rebeldía. Esta actitud de desafiar al sinsentido constituye, a su juicio, la única forma íntegra de ser fiel a la verdad que hemos descubierto.

La metáfora de Sísifo ilustra perfectamente esta postura. En el mito griego, el hombre es condenado por los dioses a empujar eternamente una roca montaña arriba, solo para verla rodar de nuevo al valle y recomenzar el esfuerzo inútil. Camus ve en Sísifo la imagen del ser humano moderno: condenado a una tarea sin fin, a vivir una vida de rutina y lucha carente de justificación última. Pero en la visión camusiana, Sísifo no es una figura patética sino heroica. Al final de su ensayo, Camus imagina a Sísifo descendiendo de la cumbre tras el enésimo fracaso, y afirma en una frase emblemática: “Hay que imaginar a Sísifo feliz”. Esta paradoja encierra el núcleo de su ética del absurdo. Sísifo, consciente de su destino fútil, se niega sin embargo a sucumbir a la tristeza o la apatía; cada paso que da ladera abajo, en camino a recoger de nuevo la piedra, es un acto de desafío silencioso. La lucha por la cima, aunque sepamos que será en vano, basta para colmar el corazón de un hombre, dice Camus. Con ello proclama que la mera conciencia y rebelión contra el absurdo pueden conferir una suerte de dignidad y hasta de dicha a la existencia humana. No hay redención cósmica en el horizonte, pero sí una victoria íntima: la de quien no se rinde, la de quien vive y ama la vida tal cual es, en su eterna incertidumbre.

Esta filosofía del absurdo, lejos de incitar a la inacción, es para Camus un llamado a la responsabilidad individual. El reconocimiento de que “no se puede vivir sin una razón” pero que ninguna Razón mayúscula nos aguarda, implica que somos nosotros quienes debemos crear ese sentido día a día. Camus convierte así el vacío en un impulso para la libertad: el ser humano, abandonado a su propia suerte en un mundo sin Dios, está “condenado a ser libre” (tomando la célebre expresión de Sartre) y por tanto cargado con la obligación de inventar valores y decidir cómo actuar. No existe un mandato moral trascendente que nos dicte qué está bien o mal; nos toca a cada cual, con los otros, levantar una moral humana aquí y ahora. Esto nos impone un peso abrumador, pero Camus lo asume con ese coraje sereno que recorre sus páginas. Su pensamiento del absurdo es, en el fondo, una negación del nihilismo y un acto de fe en el ser humano: si nada externo nos salva, tendremos que salvarnos nosotros mismos, juntos, dotando de sentido a lo que aparentemente no lo tiene. Lejos de hundirse en la negación, Camus combate el nihilismo con una férrea afirmación de la vida: la vida merece vivirse, aunque no “sirva para nada” en términos absolutos, porque en ella podemos desplegar la conciencia, la solidaridad, el amor y la creatividad. Esa es su respuesta desafiante a la nada.

Un moralista en medio del siglo XX

Asumir el absurdo no convirtió a Camus en un cínico amoral sino, paradójicamente, en un moralista apasionado. Conviene entender bien este término: Camus fue un “moralista” no en el sentido convencional de predicador de virtudes estrechas, sino como una conciencia ética independiente en una época de extremos ideológicos. En medio de las convulsiones del siglo XX, Camus defendió obstinadamente ciertos valores fundamentales —la vida, la justicia, la compasión, la libertad— frente a quienes justificaban sacrificarlos en nombre de una causa. Armado solo con su pluma y su integridad, se erigió en un crítico incómodo de todos los fanatismos. Su actitud moral nacía de un principio sencillo pero exigente: ningún fin, por noble que parezca, legitima anular la dignidad humana del prójimo. Esta convicción recorría tanto sus obras literarias como sus artículos políticos.

Camus vivió en primera persona los grandes dilemas éticos de su tiempo. Durante la ocupación nazi de Francia en la Segunda Guerra Mundial, participó activamente en la Resistencia. Como editor del periódico clandestino Combat, escribió inflamados editoriales que combinaban la llamada a la lucha contra el totalitarismo con la advertencia de no perdernos a nosotros mismos en el proceso. Con la derrota del nazismo, apoyó la necesaria depuración de colaboradores pero siempre alertó contra el odio desmedido y la venganza indiscriminada. “Ni víctimas ni verdugos” fue el lema de una serie de ensayos suyos de 1946, donde argumentaba que, tras tanta sangre derramada, Europa debía renunciar tanto a someterse como a imitar la crueldad de los tiranos. Esa apuesta por la mesura y la humanidad, en un ambiente sediento de represalias, mostraba ya al Camus moralista: incómodo para los sedientos de absolutismo, desafiante para cualquier ortodoxia simplista.

En los años de posguerra, Camus se encontró pronto en terreno resbaladizo. Hombre de izquierdas por sensibilidad —creció en la pobreza obrera y detestaba las injusticias sociales—, no tardó en distanciarse de los círculos marxistas dominantes en la intelectualidad francesa. Por instinto y por principios, rehuía el sectarismo partidista. Se le ha llamado “apolítico” en el sentido de que nunca se afilió ciegamente a ninguna facción, aunque nada le era más ajeno que la indiferencia hacia los asuntos públicos. Al contrario, Camus seguía con angustia las encrucijadas políticas de su época —la Guerra Fría emergente, la confrontación entre Este y Oeste, la descolonización— pero se negaba a subordinar su conciencia a consigna alguna. Para muchos contemporáneos esto resultaba exasperante. En una Francia intelectual polarizada entre comunistas y anticomunistas, la cuidadosa independencia de Camus le ganó críticas tanto a derecha como a izquierda. Los militantes ortodoxos de uno y otro signo le reprochaban su falta de “compromiso” con un bando definido. Sin embargo, desde la perspectiva de Camus, el verdadero compromiso era con la verdad y con el ser humano concreto, no con la línea de un partido.

Su libro El hombre rebelde (1951) ofreció al mundo la culminación de esta ética personal y al mismo tiempo provocó la tormenta que lo enfrentó con antiguos amigos. En este extenso ensayo, Camus analiza la idea de rebelión a lo largo de la historia y examina cómo las revoluciones nacidas de un hambre de justicia acaban con frecuencia devorando aquello mismo que pretendían salvar. La conclusión de Camus es clara: una rebelión legítima —la del esclavo que dice “basta” ante el abuso— debe mantenerse fiel a un principio de limitación moral. Si los oprimidos, al derrocar a sus opresores, se convierten a su vez en verdugos fanáticos que justifican cualquier crimen en nombre del futuro, la rebelión habrá traicionado su sentido inicial. Camus clama por una “moral de los límites”: ni la libertad absoluta que sólo sería ley del más fuerte, ni la justicia absoluta que aniquilaría la libertad individual en nombre de una utopía. Ningún absoluto ideológico vale el precio de suprimir al ser humano concreto. Esta defensa de la moderación y la medida moral era, en el contexto de la Guerra Fría, poco menos que una herejía tanto para los entusiastas de la revolución proletaria como para los cruzados del anticomunismo sin matices. Camus, navegando contra la corriente de las pasiones de su tiempo, insistía en la necesidad de un socialismo democrático y humanista que no reprodujera las cadenas ni los paredones de fusilamiento. Fue una voz que clamaba en el desierto, admirada por muchos jóvenes idealistas pero acusada de ingenua o contrarrevolucionaria por los comisarios de la ortodoxia.

El compromiso moral de Camus también se manifestó en causas específicas, como su lucha contra la pena de muerte. Habiendo visto de cerca la violencia tanto del fascismo como del estalinismo, se convirtió en un ferviente opositor de la ejecución estatal. Escribió ensayos denunciando la guillotina y cualquier forma de asesinato legitimado por el Estado, afirmando que la justicia no puede fundarse jamás en la eliminación fría de una vida humana. En esto, como en todo, Camus aplicaba su principio rector: la sacralidad del individuo frente a los ídolos colectivos. Quizá por ello, y por su estilo claro y frontal, con el tiempo se le empezó a considerar una especie de “conciencia” de la nación. Cuando en 1957 recibió el Premio Nobel de Literatura, la academia sueca destacó “su aporte importante a la literatura, con clara lucidez que ilumina los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo”. Era una consagración internacional de Camus no sólo como narrador, sino también como guía moral en una época oscura. Sin embargo, el propio Camus mantenía la humildad y la inquietud: no se veía a sí mismo como filósofo sistemático ni como profeta infalible, sino como alguien que buscaba la verdad a tientas, guiado únicamente por una exigencia de honestidad consigo mismo.

La trayectoria de Camus como moralista independiente tuvo sus costos personales. Al negarse a plegarse por completo a ninguna capilla ideológica, perdió amistades valiosas y se ganó enemistades ruidosas. Tras la publicación de El hombre rebelde, su antigua camaradería con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir se hizo añicos en medio de reproches públicos. Intelectuales de izquierda que antes lo alababan por La peste o El extranjero pasaron a tildarlo de alma bella desconectada de la “verdadera” lucha de clases. Por otro lado, los reaccionarios nunca confiaron en un hombre que seguía proclamándose de izquierda y defendiendo causas sociales. Camus quedó, en cierto modo, aislado en el terreno elevado —y a veces frío— de la independencia ética. Pero nunca transigió con lo que consideraba fundamental. Él mismo admitió sus dudas y contradicciones: en sus cuadernos privados escribe sobre el temor de haber sido demasiado equilibrado, de haber callado verdades dolorosas por consideración a amigos. Ese ejercicio de autocrítica muestra a un moralista sincero, más severo consigo mismo que con nadie. A pesar de las presiones, Camus perseveró en su empeño de “llamar a las cosas por su nombre” aunque eso le valiera la impopularidad. Para él, la integridad consistía en negarse a mentir, negarse a odiar ciegamente y negarse a justificar el homicidio incluso bajo las coartadas más sublimes. Era, en suma, una moral personalísima y exigente, fragilizada a veces por la soledad, pero luminosa en su coherencia interna.

La literatura del absurdo: El extranjero y La peste

Camus no solo expuso su pensamiento en ensayos filosóficos, sino que lo encarnó en narraciones y personajes inolvidables. Sus obras literarias clave son verdaderos laboratorios existenciales donde sus ideas cobran vida dramática. Entre ellas destacan, sin duda, la novela El extranjero (1942) y la alegoría novelada La peste (1947), que junto con el ensayo El mito de Sísifo conforman el núcleo de su “ciclo del absurdo”. A través de estas obras, Camus exploró la condición humana enfrentada al sinsentido y las respuestas éticas posibles ante él. Lejos de ser tratados didácticos, son creaciones artísticas de gran potencia simbólica y profunda crítica social.

El extranjero presenta al que quizá sea el personaje camusiano más célebre: Meursault, un modesto empleado de Argel que un día, casi por azar, comete un asesinato absurdo. La novela está narrada en primera persona por este hombre aparentemente simple, cuya característica más chocante es su total indiferencia hacia las normas sociales y las emociones esperadas. Meursault no llora en el entierro de su madre, no finge dolor ni remordimiento ante las desgracias, vive el presente con una sinceridad desnuda que resulta escandalosa para quienes lo rodean. Al leer la historia, el lector asiste a un mundo moral puesto patas arriba: el protagonista no es ni héroe virtuoso ni villano malvado, sino un ser humano que se niega a mentir sobre lo que siente (o no siente). Cuando comete el acto criminal —disparar a un hombre bajo el sol abrasador de la playa, casi sin motivo—, Camus no ofrece justificaciones psicológicas convencionales. El propio Meursault confiesa que lo hizo “por culpa del sol”, es decir, bajo una suerte de impulso físico, irracional, circunstancial. Este motivo desconcertante subraya el absurdo del hecho y a la vez la sinceridad brutal del personaje, que rehúsa inventar excusas trascendentes.

El verdadero juicio al que se ve sometido Meursault no es tanto por haber matado a otro hombre, sino por su actitud ante la vida. En el tribunal, fiscales y jueces parecen más indignados porque no llorara en el velatorio de su madre que por la muerte del árabe en la playa. La sociedad, con sus representantes, castiga en Meursault su anomalía moral: su desapego, su falta de “alma” según los cánones al uso. Camus dibuja así un retrato ferozmente crítico de la hipocresía social: lo imperdonable para los bienpensantes no es el crimen en sí, sino la negativa de Meursault a fingir emociones estándar, a “jugar el juego” de la farsa social. El extranjero expone una verdad incómoda: la moral colectiva a menudo prefiere la mentira convencional (las lágrimas obligatorias, el arrepentimiento mecánico) antes que la verdad íntima de un individuo que, aunque inofensivo en su apatía, resulta inasimilable. El veredicto de muerte contra Meursault es la victoria de la sociedad ofendida contra el hombre absurdo que, sin grandes discursos, con su sola pasividad honesta, desafiaba las normas no escritas de la convivencia. Antes de su ejecución, Meursault tiene una especie de revelación final en la celda: comprende que el universo, “dulcemente indiferente” a su suerte, es parecido a él mismo en su indiferencia. En ese reconocimiento de la indiferencia compartida entre el mundo y su propio ser, Meursault encuentra una paz estoica. Incluso desea, en las últimas líneas de la novela, que haya muchos espectadores el día de su ejecución “y que me reciban con gritos de odio”. Este deseo paradójico cierra el círculo de su extranjería: Meursault acepta ser el otro, el incomprensible, y prefiere el odio sincero de la multitud a la falsa conmiseración. Camus, a través de este destino, nos confronta con la pregunta de qué autenticidad y qué sentido pueden hallarse en una vida sin justificaciones. El extranjero es tanto un estudio sobre la verdad de un hombre absurdo como una crítica mordaz a una sociedad que castiga la honestidad cuando ésta rompe sus cómodos moldes.

En La peste, Camus traslada su exploración moral a un plano colectivo. La novela relata la aparición repentina de una epidemia de peste en Orán, una ciudad costera de Argelia, y cómo reaccionan sus habitantes durante el prolongado aislamiento y terror. Publicada en 1947, poco después de la guerra, la obra fue inmediatamente leída como una alegoría de la lucha contra el fascismo (la peste simbolizaría la ocupación nazi) y de la resistencia clandestina. Sin embargo, Camus deliberadamente dio a su relato un cariz más universal, evitando referencias temporales precisas o identificar abiertamente a “los culpables”. Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre le criticaron justamente esa elección: consideraban que Camus había presentado la plaga como un mal casi natural, sin señalar al enemigo histórico concreto, diluyendo así la responsabilidad humana. Pero en esa elipse está la intención profunda de Camus. La peste no habla solo de un régimen político, habla de cualquier flagelo absurdo que golpea a la humanidad, sea una enfermedad, una guerra o una ideología totalitaria, y explora qué respuestas éticas son posibles ante ello.

El protagonista, el doctor Bernard Rieux, encarna la respuesta que Camus admira: la solidaridad activa y la rebeldía de la compasión. Rieux es un médico común que, al declararse la epidemia, decide permanecer en la ciudad cercada y dedicar todos sus esfuerzos a combatir el mal, aún sabiendo que la lucha puede ser prácticamente inútil. La peste mata indiscriminadamente a niños, jóvenes, ancianos, justos y pecadores; nada tiene más absurdo que su segador ciego de vidas. Podría pensarse que este espectáculo de muerte al azar conduciría al nihilismo o al sálvese-quien-pueda. Algunos personajes de la novela reaccionan con egoísmo o escapismo: Rambert, el periodista forastero, al principio solo anhela huir para reunirse con su amada en París; Cottard, el contrabandista, intenta sacar provecho del caos. Pero otros, como Rieux, Tarrou o la joven voluntaria Grand, se rebelan moralmente contra la muerte insensata entregándose a ayudar a los demás. Saben que no pueden salvar a todos, saben que su batalla es interminable —“el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás”, advierte Camus al final— pero aun así consideran que hay que luchar sin descanso contra la peste, contra todo aquello que aniquila vidas humanas injustamente.

Hay en La peste momentos de un humanismo sobrio pero estremecedor. Por ejemplo, cuando el padre Paneloux, un sacerdote, intenta al inicio interpretar la peste como castigo divino, Rieux le replica con hechos: ¿qué culpa tiene un niño inocente que agoniza terriblemente ante sus ojos? Esa escena, en la que muere un niño pese a los esfuerzos de Rieux y Tarrou, marca un punto de inflexión: incluso Paneloux comprende que no es posible justificar el horror con teodiceas o doctrinas. Solo queda decidir de qué lado se está: del lado de la peste o del lado de las víctimas. Rieux, que se declara no creyente, opta sencillamente por hacer su trabajo de médico, es decir, salvar a cuantos pueda. En algún momento afirma que lo que le importa es “ser un hombre”, no un santo ni un héroe; cumplir con una decencia básica: “el único medio de luchar contra la peste es la honestidad”. Esa palabra, honestidad, resume la ética de Camus: consiste en no pactar con el mal, en no tolerar la injusticia flagrante, aunque no tengamos esperanzas grandiosas de éxito.

La novela termina con la peste remitiendo por fin y la ciudad celebrando la liberación, pero el doctor Rieux —narrador oculto de la crónica— cierra con una meditación agridulce. Ha escrito esta historia, dice, para dar testimonio en favor de los “apestados”, de las víctimas sacrificadas, y para afirmar algo que él ha aprendido en medio de la plaga: “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Este mensaje encapsula la visión camusiana: a pesar de toda la maldad y absurdo que nos rodea, es posible encontrar en la solidaridad, en la amistad y en la compasión motivos para admirar al ser humano. Camus no era ingenuo respecto a la crueldad (la plaga puede volver, advierte, porque el bacilo espera dormido en las alcantarillas de la ciudad para quizá despertar un día). Pero se niega a concederle la victoria en el terreno del sentido: mientras haya personas como Rieux dispuestas a aliviar el sufrimiento ajeno sin segundas intenciones, la vida humana tendrá una dignidad rebelde. La peste es así un alegato por la bondad simple y tenaz en un mundo precario. La crítica que algunos le hicieron a Camus por no señalar culpables históricos pierde peso ante la resonancia universal de su parábola: cualquiera de nosotros, en cualquier época, puede verse enfrentado a “la peste” metafórica —sea un totalitarismo, una pandemia real, o cualquier catástrofe— y deberá elegir entre la cobardía egoísta o la solidaridad valiente. Camus confía en que elegiremos lo segundo, aun sin promesas celestiales, por pura humanidad.

Es importante señalar que Camus concebía sus obras literarias y filosóficas como complementarias. El extranjero, El mito de Sísifo y Calígula (una obra de teatro de 1944 sobre el delirio nihilista de un emperador romano) forman el ciclo del absurdo; La peste, Los justos (teatro, 1949) y El hombre rebelde conforman el ciclo de la revuelta. De esta manera, sus novelas y ensayos dialogan entre sí: la teoría expuesta en los ensayos encuentra carne y hueso en los personajes novelescos; y las tramas imaginadas ilustran y a la vez cuestionan las ideas abstractas. Por ejemplo, la figura de Kaliayev en Los justos —un revolucionario ruso que se niega a poner una bomba cuando ve que en el carruaje de su objetivo viajan también dos niños— representa la encarnación dramática de la moral de límites que Camus defiende en El hombre rebelde. Kaliayev está dispuesto a dar su vida por la justicia, pero “matar niños es contrario al honor”, dice, y prefiere fracasar en el atentado antes que convertirse en un asesino de inocentes. Este tipo de conflictos éticos, presentes también en La peste (¿huir para ser feliz con mi amada o quedarme para ayudar a los demás? se pregunta el periodista Rambert), muestran el empeño de Camus en explorar la conciencia moral individual frente a situaciones extremas. Su literatura, por tanto, no es simple ilustración de tesis: es un campo de batalla donde las dudas, los temores y las esperanzas humanas se despliegan con toda su ambigüedad. Precisamente por eso sus historias siguen conmoviendo. En la aparente frialdad de Meursault, en la firmeza callada de Rieux, en la agonía reflexiva de sus personajes de teatro, los lectores encontramos ese espejo inquietante y familiar: el de nuestra propia condición, oscilando entre la desesperanza y la necesidad de sentido, entre el egoísmo y la fraternidad.

Existencialismo, rebeldía y ruptura con Sartre

Aunque Camus es a menudo asociado con el existencialismo francés, su relación con esta corriente fue compleja y terminó en un distanciamiento abierto. En los años 40, Camus entabló amistad con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y otros intelectuales de Saint-Germain-des-Prés, en París. Por entonces se les veía como parte de una misma constelación: jóvenes escritores ateos, desengañados tras la guerra, que hablaban de la absurdidad del mundo, de la libertad radical del individuo y de la necesidad de comprometerse para transformar la sociedad. Sartre, Beauvoir y Camus eran, a los ojos del público, las caras de una nueva filosofía que desafiaba los valores tradicionales; las revistas los proclamaban la voz de la generación de posguerra. Sin embargo, bajo esa afinidad superficial latían diferencias filosóficas profundas. Sartre, el teórico por excelencia del existencialismo, sostenía que “la existencia precede a la esencia”, es decir, que el ser humano no tiene una naturaleza dada ni un propósito divino, sino que primero existe y luego, a través de sus elecciones libres, se define a sí mismo. Camus no contradecía esa visión —él también veía al hombre como radicalmente libre en un universo sin guión preestablecido—, pero nunca terminó de encajar del todo con la etiqueta “existencialista”. En parte porque se consideraba ante todo un moralista y un artista, no un filósofo académico, y recelaba de convertir su rebelión personal en una doctrina rígida.

Una diferencia crucial radicaba en el tratamiento del absurdo y sus consecuencias. Sartre describió en El ser y la nada y en su novela La náusea la angustia existencial ante un mundo contingente y sin dios; pero acabó derivando hacia la afirmación de la libertad absoluta como fundamento de los valores: puesto que no hay Dios, el hombre está totalmente libre y por tanto absolutamente responsable de todo lo que hace. Sartre era más optimista (intelectualmente) en cuanto a la capacidad humana de inventar un sentido mediante la acción y, sobre todo, confiaba en proyectos colectivos como el marxismo para darle dirección a esa libertad. Camus, por su parte, aun compartiendo la premisa de la ausencia de Dios y la necesidad de inventar valores, ponía más énfasis en los límites y en la imposibilidad de cualquier absoluto. Donde Sartre hablaba de compromiso político para realizar la libertad en el mundo, Camus advertía que ese compromiso debía estar siempre moderado por la reflexión moral para no devenir fanatismo. Uno subrayaba la voluntad, el otro la lucidez.

La ruptura personal e intelectual entre Camus y Sartre se produjo tras la publicación de El hombre rebelde. Sartre y Beauvoir, que dirigían la influyente revista Les Temps Modernes, vieron en el libro de Camus una crítica apenas velada a sus posturas. Y no les faltaba razón: Camus, sin nombrarlos, atacaba la tendencia de ciertos filósofos a justificar la violencia en nombre de un futuro mejor. Sartre en aquellos años flirteaba con la idea de que la revolución comunista, pese a sus costes, era el camino necesario hacia la justicia; si para abolir la opresión burguesa se requería el uso de la fuerza, muchos en la izquierda intelectual estaban dispuestos a aceptarlo como mal menor o incluso como bien histórico. Camus, en cambio, llamaba la atención sobre el peligro de que la búsqueda de la justicia absoluta desembocara en el terror absoluto. En El hombre rebelde sostiene que el siglo XX había presenciado ese fenómeno: revoluciones que empezaron proclamando la libertad e igualdad terminaron erigiendo gulags y guillotinas. No es que Camus equiparara sin más todos los horrores (sabía distinguir la barbarie nazi de otras realidades), pero insistía en que la lógica del “fin justifica los medios” era siempre mortal. En el ensayo escribe frases destinadas a incomodar a sus colegas: “la libertad absoluta es el derecho del más fuerte a dominar” y “la justicia absoluta exige la eliminación de toda contradicción, por tanto destruye la libertad”. Estas reflexiones apuntaban al corazón del debate: Sartre creía que era posible conciliar plena justicia y plena libertad en una sociedad futura (la utopía comunista lo prometía); Camus dudaba de esas promesas utópicas y, de hecho, sugería que perseguir ideales de pureza total conducía inexorablemente al autoritarismo. Para Camus, la única postura honesta era una tensión constante, un equilibrio inestable: mejorar la sociedad, sí, pero sin fetichizar ninguna idea por encima de la vida humana concreta.

La respuesta de Sartre fue demoledora. En Les Temps Modernes apareció una reseña anónima (escrita por un compañero de Sartre, Francis Jeanson) que despedazaba El hombre rebelde, acusando a Camus de no entender ni a Hegel ni a Marx, de construir un discurso reaccionario disfrazado de anhelo moral. Camus, dolido, replicó con una carta abierta orgullosa en la que defendía su trayectoria de izquierdas independientes y reprochaba a Sartre su condescendencia. Sartre, en vez de apaciguar las aguas, contestó con dureza notable: lo llamó “exquisito pequeño burgués” y vino a decirle que su moral de alma bella era incapaz de influir en la realidad. Aquel cruce epistolar de 1952 rompió definitivamente la amistad. Más allá de las pullas personales, lo que quedó al descubierto fue una incompatibilidad de visiones. Sartre optó por alinearse con el marxismo (aunque fuera crítico) en lo que veía como la batalla decisiva de la época, y años más tarde incluso justificaría ciertas violencias insurgentes como las del Tercer Mundo contra el colonialismo. Camus, por su lado, se negó a transigir con nada que oliera a justificación del crimen político, fuera en nombre de la clase obrera o de la nación colonizada (ya se verá en el caso argelino).

Otro punto de desencuentro fue la cuestión de la teoría. Sartre era un filósofo sistemático que había desarrollado toda una ontología del ser, la nada, la mala fe, etc. Camus nunca pretendió construir un sistema filosófico cerrado; de hecho, en El mito de Sísifo explícitamente dice que su intento es más modesto y literario: aclarar ciertos sentimientos y evidencias del absurdo, no hacer metafísica del ser. Beauvoir, en sus memorias, llegó a comentar con cierto desdén que Camus carecía de rigor teórico y que su pensamiento se había estancado en una moralización vaga, mientras que el de Sartre evolucionaba. Camus replicaría que no aspiraba a ser original en filosofía, sino a ser fiel a unas pocas verdades vividas. Esta diferencia de actitud intelectual se agudizó con los años. A medida que Sartre se sumergía en dialéctica y escribía tomos sobre materialismo histórico, Camus seguía fiel al formato del ensayo, de la novela, del aforismo, formas más fragmentarias pero en cierto modo más próximas a la experiencia humana. En este sentido, Camus se sentía más heredero de Montaigne o de Pascal, pensadores “morales” que reflexionaban sobre la condición humana, que de los filósofos académicos. Por ello muchos han insistido en llamarlo moralista en la tradición francesa (a la manera de La Rochefoucauld o Chamfort, salvando las distancias) más que existencialista. Él aceptaría quizá ese título si se entiende como alguien que escruta la moral de su tiempo y trata de alumbrar una ética personal.

Es interesante notar que tras la muerte prematura de Camus en 1960, Sartre mostró respeto por su antiguo amigo. En un texto necrológico, Sartre reconoció que Camus había encarnado “la honradez hecha hombre” y que su pérdida era irreparable. Paradójicamente, aquello que en vida le reprochaba —esa insistencia un poco terca en no mancharse las manos— fue lo que acabó admirando de él. Y es que la postura de Camus, pese a quedar marginada en los años 50, cobró nueva relevancia con el tiempo. Décadas más tarde, cuando salieron a la luz las brutalidades del estalinismo que Sartre tardíamente admitió, las advertencias de Camus resonaron con la clarividencia de quien no había querido cerrar los ojos. De igual modo, la entronización sartriana de la revolución violenta fue perdiendo brillo conforme se la vio derivar en nuevas opresiones. Así, la disputa Camus-Sartre simboliza dos maneras de concebir la responsabilidad del intelectual: una, la de Sartre, comprometida con una causa histórica colectiva aunque implique suciedades tácticas; otra, la de Camus, leal a una ética intransigente con el mal, aunque ello signifique quedarse a veces sin bando. Ninguna de las dos fue fácil de llevar ni está exenta de críticas, pero en la figura de Camus se reconoce hoy la valentía de haber pensado por cuenta propia, pagando el precio de la soledad entre sus pares. En definitiva, Camus se distanció del existencialismo dominante porque no pudo suscribir su deriva hacia un mesianismo político. El hombre absurdo de Camus, rebelde pero cauto, no podía transmutarse en el “compañero de ruta” de ninguna revolución salvadora. Su rebeldía era, ante todo, moral y personal, desconfiada de las abstracciones. Esta ruptura con Sartre marcó el fin de una fecunda amistad intelectual, pero afirmó a Camus en su camino propio, por más escarpado que fuese.

Camus ante la Guerra de Argelia: conciencia moral y silencio

El episodio más doloroso y controvertido en la trayectoria de Camus como intelectual comprometido fue, sin duda, su postura frente a la Guerra de Argelia. Para comprender ese drama, hay que recordar que Camus nació (en 1913) y creció en Argelia, entonces colonia francesa. Hijo de colonos europeos pobres —su madre era una humilde mujer de origen español, analfabeta y parcialmente sordomuda; su padre, francés, murió en la Primera Guerra Mundial—, Camus se crió en los barrios populares de Argel conviviendo con otros pieds-noirs (franceses nativos de Argelia) y también con árabes argelinos, aunque la sociedad colonial mantenía una separación marcada. Esa tierra bañada por el Mediterráneo no fue para él un mero accidente geográfico: constituyó su mundo afectivo y estético, la fuente de sus primeros deslumbramientos y reflexiones. El sol, el mar, la luz de Orán y Argel impregnaron sus páginas y su sensibilidad. Amaba Argelia profundamente como patria chica. A la vez, desde muy joven tomó conciencia de las injusticias del régimen colonial que mantenía a la mayoría árabe sumida en la pobreza y la falta de derechos. En 1939, con apenas 25 años, Camus trabajaba como periodista en Alger Républicain y realizó una célebre serie de reportajes titulada “La miseria de Cabilia”, en la que denunciaba las condiciones de extrema pobreza y abandono sanitario en esa región bereber de Argelia. Aquellos artículos muestran a un Camus indignado con el colonialismo francés: hablaba de deuda moral con la población indígena y exigía reformas urgentes, educación, alimentación, justicia. Esa temprana lucidez anticolonial le costó la censura del gobierno colonial y eventualmente contribuyó a su salida del periódico.

Con estos antecedentes, podría pensarse que Camus apoyaría sin reservas el movimiento independentista argelino que estalló en 1954. Sin embargo, la realidad fue mucho más trágica y compleja. Para Camus, Argelia no era un territorio lejano sino su hogar, poblado tanto por sus compatriotas europeos (familiares, amigos de infancia) como por sus compatriotas árabes a quienes también sentía unidos por la tierra compartida. En la visión idealista de Camus, existía la posibilidad de una Argelia futura donde árabes y europeos convivieran en igualdad, sin dominación colonial. De hecho, durante los años 40 él apoyó movimientos y manifiestos que pedían integrar plenamente a los argelinos musulmanes como ciudadanos franceses con plenos derechos. Imaginaba algo cercano a una solución federal o bicomunitaria, donde nadie tuviera que partir ni ser excluido. Esa visión quizás ya era utópica al nacer, pero era la que calentaba su corazón. Por desgracia, la intransigencia colonial francesa —que en 1945 respondió con masacres a las primeras protestas independentistas— fue cerrando el camino de la reconciliación gradual. A fines de la década de 1940, líderes moderados como Ferhat Abbas, que inicialmente proponían una Argelia autónoma asociada a Francia y basada en la convivencia, perdieron prestigio frente a una nueva generación de nacionalistas más radicales, dispuestos a tomar las armas y a no conceder nada a los europeos. Cuando en 1954 el FLN (Frente de Liberación Nacional) inicia la insurrección armada, la espiral de violencia recíproca va minando cualquier espacio intermedio. Para Camus, aquello supuso un desgarro interno quizá mayor que cualquier otro conflicto vivido.

Al comienzo de la guerra, Camus intentó una vez más encontrar un terreno de entendimiento. Apoyó al breve gobierno francés de Pierre Mendès-France, que parecía dispuesto a negociar y que acababa de descolonizar Indochina. Camus albergó la esperanza de que se ofreciera a Argelia algo parecido: cese de hostilidades y un compromiso de autodeterminación progresiva. Pero esa posibilidad se esfumó rápido. La guerra se recrudeció, las posturas se endurecieron en ambos bandos. Camus, que para entonces ya era una figura prestigiosa (y Nobel de Literatura en 1957), hizo su último intento público de influir: en enero de 1956 publicó un artículo pidiendo una “tregua civil”. Su idea era sencilla y humanitaria: que ambas partes, ejército francés y FLN, pactaran al menos no atacar a civiles inocentes, es decir, renunciar a masacrar aldeas o poner bombas en cafés y tranvías. Era un llamado desesperado a salvar vidas de gente común mientras se buscaba una solución política. Pero nadie escuchó. Ni los colonos franceses ultras ni los combatientes independentistas querían moderación: la consigna de ese tiempo era “o victoria o muerte”. Semanas después, Camus viajó a Argel para hablar ante un auditorio de estudiantes y defender esa tregua; allí fue abucheado por unos y otros, recibieron su propuesta con hostilidad y burlas. Aquel fue un momento devastador para él: comprendió que ya no tenía nada que hacer en ese torbellino sanguinario.

A partir de entonces, Camus cayó en un doloroso silencio público sobre Argelia. Continuó expresando en privado su angustia —en cartas a amigos confiesa que Argelia le “atraviesa la garganta” y le impide pensar en otra cosa—, pero se abstuvo de tomar partido públicamente por ninguna facción. Muchos no le perdonaron ese silencio, interpretándolo como cobardía o tibieza. Desde la izquierda metropolitana francesa, que mayoritariamente apoyaba la independencia argelina a toda costa, se veía a Camus como un “pied-noir” demasiado apegado a sus orígenes, incapaz de aceptar la justa causa anticolonial. Desde la extrema derecha colonial, obviamente, también lo detestaban por haber denunciado las torturas y atropellos del ejército francés. Camus quedó, de nuevo, aislado en tierra de nadie, esta vez sobre la arena ardiente de su país natal.

¿Fue realmente cobardía lo de Camus? ¿O había coherencia íntima con sus convicciones morales? Si examinamos sus razonamientos, vemos que Camus estaba siendo fiel —de forma quizá trágica— a su principio de “ni víctimas ni verdugos”. Él condenaba sin paliativos la represión colonial: ya en 1947 había escrito en Combat un artículo feroz contra las torturas francesas, equiparando esas prácticas con las de los nazis que Francia acababa de derrotar (“hacemos lo mismo que reprochamos a los alemanes”, advirtió con valentía). Durante los años 50 siguió denunciando el racismo institucional, la marginación de los árabes, y se lamentó de cada oportunidad perdida de otorgarles derechos y autonomía. Así que no puede decirse que fuera ciego a la injusticia que originó el conflicto. Por otro lado, también rechazaba los métodos del FLN: las bombas en lugares públicos, los asesinatos por la espalda de civiles europeos o de árabes considerados “colaboracionistas”. En su perspectiva moral, esas tácticas eran igualmente condenables. Camus se encontraba ante un dilema insoluble: ambos bandos, a sus ojos, habían traspasado líneas rojas éticas. Los franceses, con su “guerra sucia” de tortura y ejecuciones sumarias; el FLN, con su campaña terrorista de atentados ciegos. ¿Qué podía hacer alguien que clamaba por el respeto a la vida inocente? Apoyar a los independentistas significaba, en cierto modo, justificar sus métodos terribles (aunque fuera por una causa legítima); apoyar a Francia significaba avalar la opresión y la violencia colonial que él siempre había repudiado. Camus no podía conscientemente hacer ni lo uno ni lo otro. De allí su silencio: un silencio más cercano a la impotencia y el luto que a la indiferencia.

Ese conflicto interno quedó inmortalizado en la famosa frase de Camus: “Si eso es la justicia, prefiero a mi madre”. La pronunció precisamente en 1957, en Estocolmo, cuando un estudiante argelino lo increpó por no firmar un manifiesto a favor de la independencia. Camus respondió que él siempre había defendido la justicia en Argelia, pero que no podía apoyar a quienes colocaban bombas en tranvías donde su madre —que aún vivía en Argel— podía ser una víctima. “Creo en la justicia —dijo en sustancia—, pero entre la justicia y mi madre, escojo a mi madre”. Esta declaración, a menudo malentendida, no significa que Camus despreciara la justicia abstracta, sino que revelaba su tormento personal: no estaba dispuesto a aceptar que en nombre de la causa más noble se segara la vida de un ser inocente y querido. La frase es estremecedora porque pone en términos íntimos un dilema universal: ¿qué hacemos cuando la revolución con la que soñamos amenaza con destruir a quienes amamos? Camus, ser humano antes que ideólogo, confesó sin reparo que él protegería a su madre (símbolo en realidad de cualquier inocente) antes que consentir su sacrificio en aras de ningún ideal. Esto para algunos fue prueba de su insuperable sesgo colonial (al fin y al cabo su empatía máxima iba dirigida a una europea), pero para otros fue la muestra de una honestidad emotiva innegable. Camus hablaba no como político calculador sino con las entrañas y la conciencia moral desnuda.

El resultado práctico de todo esto fue que Camus se retiró de la arena pública en sus últimos años. Se concentró en proyectos más personales (como la novela autobiográfica El primer hombre, que dejó inconclusa) y evitó pronunciamientos sonoros. Este silencio le granjeó desprecio de sectores militantes: en pleno fervor anticolonial, figuras de la nueva izquierda veían a Camus como un intelectual “huido”, incapaz de asumir la crudeza de la lucha de liberación. Incluso un observador tan ecuánime como Raymond Aron opinó que Camus, con toda su buena voluntad, no logró superar la mentalidad de un colono bienintencionado que no podía concebir un futuro realmente nuevo para Argelia. Aron señalaba que, en último término, el silencio de Camus equivalía a mantener el statu quo (con algunas reformas) —algo ya inviable en aquel momento. En parte tenía razón: a finales de los 50, realmente no existía una “tercera vía” practicable. Argelia caminaría hacia la independencia bajo la bandera del FLN, o permanecería francesa mediante una carnicería interminable. No había término medio realista.

Pero desde la óptica de Camus, quedarse callado era preferible a apoyar una matanza. “Cuando la palabra puede conducir a la eliminación despiadada de la vida de otras personas, el silencio es una actitud honrosa”, llegó a explicar. Para él, en Argelia ninguna de las partes ostentaba ya la razón completa, solo quedaba el reino del odio y el dolor. Su silencio fue, pues, la extensión lógica de su promesa de sinceridad: no podía pregonar soluciones ficticias ni unirse al coro de los vengativos. Fue el precio de tomarse en serio la complejidad de sus propios sentimientos. Porque no cabe duda de que sus lazos sentimentales con Argelia (sus “raíces” europeas allí) nublaron en parte su lucidez política. Él mismo lo admitió en un arranque de humildad: “tengo con Argelia una relación que me impide ser totalmente lúcido”. La herida era demasiado personal. Ese reconocimiento, lejos de absolverlo, humaniza su dilema. Camus no fue un juez omnisciente, fue un hombre atravesado por la historia, tenso entre la justicia y el amor.

Argelia obtuvo su independencia en 1962, poco más de dos años después de la muerte accidental de Camus. Este no alcanzó a ver el desenlace. No vio tampoco cómo la “tierra de ruinas y muertes” que predijo se hacía realidad en una Argelia libre pero pronto ensangrentada por dictaduras, luchas faccionales y, décadas más tarde, una guerra civil fratricida. Puede decirse que algunas de las sombrías intuiciones de Camus se cumplieron: la liberación no trajo inmediatamente la armonía soñada. Treinta años después, Argelia sufría bajo nuevos terrores, distintos a los coloniales. Esta constatación histórica ha llevado a reevaluar a Camus con menos dureza. Lo que en 1960 podía tacharse de pesimismo “reaccionario”, hoy se lee quizá como la clarividencia —triste, sí, e impotente— de quien sabía que toda victoria nacida del odio engendra nuevas cadenas. No obstante, la postura de Camus ante Argelia sigue siendo objeto de debate apasionado. ¿Debería haber alzado su voz para denunciar con igual fuerza el colonialismo terminal como lo hizo con otros males? ¿O hizo bien en apartarse cuando vio que cualquier pronunciamiento serviría para justificar más violencia? No hay respuesta fácil. Lo cierto es que Camus sufrió una soledad amarga en sus últimos años a causa de este conflicto. Y sin embargo, esa soledad era la consecuencia de la lealtad a su propia ética: él jugó el papel de moralista hasta el extremo, incluso cuando el mundo real no le daba espacio para triunfar. Prefirió callar a traicionarse. Prefirió quedar incomprendido a aplaudir lo que su conciencia repudiaba. Así de exigente era consigo mismo.

Conclusión

Albert Camus vivió y pensó en la cuerda floja que separa la nada del sentido, la desesperación del deber. Se le podría imaginar como un funambulista filosófico: caminando sobre el abismo del absurdo con la sola barra de equilibrio de su moral personal. Ese equilibrio, precario pero firme, es lo que hizo de él un moralista singular en pleno siglo XX, alguien que sin creer en Dios ni en verdades absolutas se empeñó en discernir el bien del mal en cada encrucijada concreta. Camus “jugó al absurdo” en el sentido de que convivió con esa idea escurridiza, la manoseó, la exploró en sus ficciones y ensayos, pero no para complacerse en la nihililidad, sino para extraer de allí una actitud humana más auténtica. Si la vida es absurda, parecía decirnos, que lo sea; nosotros no lo seremos. Nosotros dotaremos a la vida de una dirección ética, por frágil que sea, mediante nuestros actos de solidaridad, de honestidad y de amor.

En su relativamente corta existencia —murió trágicamente a los 46 años, víctima de un absurdo accidente de coche, cuando aún tenía tanto por decir— Camus dejó una huella intelectual y literaria indeleble. Su obra nos interroga con preguntas que siguen vigentes: ¿Cómo enfrentarnos a un mundo que no tiene sentido inherente? ¿Cómo comportarnos moralmente cuando las ideologías claman por sacrificar vidas en nombre de futuros luminosos? ¿Qué valor tiene la integridad individual frente a las fuerzas impersonales de la Historia? Camus no ofreció soluciones cómodas ni sistemas totalizantes. Ofreció, en cambio, el ejemplo de una conciencia alerta que se niega a abdicar de la compasión y la justicia, incluso cuando sabe que no existe garantía divina de ellas. Esta postura le ganó el título de “la conciencia de su época”, pero también le acarreó la incomprensión de muchos contemporáneos más estridentes. A la distancia, su legado brilla con una claridad austera: nos lega la idea de que, en último término, ser humano es un acto moral voluntario. Es elegir no ser verdugo aunque el mundo nos empuje a ello; es negarse a la mentira aunque la verdad sea incómoda; es amar la vida sabiendo que un día acabará.

Camus se definió una vez, con ironía, como un pesimista profundamente optimista. Pessimista, porque no albergaba ilusiones metafísicas ni creía en paraísos terrenales; optimista, porque confiaba en la capacidad humana de crear pequeños paraísos cotidianos de fraternidad y belleza. Sus novelas y ensayos están impregnados de ese tono bifronte: sombríos en el diagnóstico, luminosos en la propuesta. El absurdo es ineludible, sí, pero la respuesta correcta es la rebelión y la alegría de vivir a pesar de todo. Esta es quizá la enseñanza más contundente de Camus, y por ello sigue hablándonos al oído en este siglo XXI atribulado. En un mundo que a veces se antoja nuevamente absurdo —por guerras, pandemias o vacíos de sentido— la voz de Camus resuena, no para darnos consuelo fácil, sino para instarnos a la valentía moral. Su vida misma fue testimonio de esa valentía: nunca dejó de buscar la verdad, nunca dejó de defender al ser humano frente a las abstracciones devoradoras, nunca dejó de amar la tierra, el mar, la amistad, incluso bajo la sombra de la muerte omnipresente.

“En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible”, escribió Camus en uno de sus ensayos. Esa frase poética condensa la resiliencia de su espíritu. El “verano invencible” es esa fuerza interior —ese amor a la vida, esa lealtad a la justicia elemental— que sobrevive a todas las heladas del absurdo. Camus, moralista sin dogmas, jugó con el absurdo y lo sometió a su juego: lo convirtió en motivo para la ética en lugar de excusa para la apatía. Así, nos legó una forma de pensar y de estar en el mundo que rehúye tanto la falsa esperanza como la desesperanza estéril. Su crítica reflexiva nos exige mirarnos al espejo y preguntarnos qué valores sostendremos cuando nada exterior nos obligue a sostener ninguno. Y su ejemplo nos muestra que es posible —y necesario— vivir con lucidez y con decencia aun en un universo indiferente.

Albert Camus, el moralista que jugó al absurdo, nos sigue invitando a ese difícil juego: caminar erectos en la incertidumbre, hacer el bien sin promesa de premio, y encontrar en la solidaridad humana, en la simple belleza del momento presente, razones suficientes para afirmar, contra todo, la dignidad de nuestra vida.

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