“Todo empieza cambiando uno mismo” es un mantra cómodo para quienes no quieren cambiar nada más. Es el eslogan perfecto del gestor que recorta presupuestos, del burócrata que firma con bolígrafo de lujo mientras pide “resiliencia”, del político que inaugura murales motivacionales en escuelas sin agua. Dicho a un docente suena a ironía cruel: como si el maestro pudiera arreglar con meditación y buena vibra lo que el Estado desarma con tijeras, lo que el sistema escolar atasca con planillas, y lo que la desigualdad vuelve rutina. La frase, servida con sonrisa de coaching, desplaza el foco: convierte un problema público en un defecto privado, y, como truco de feria, hace desaparecer al verdadero responsable.
Nadie sensato niega el valor del cuidado personal, de la reflexión, de pulir la práctica. Pero aquí la mordacidad es un servicio higiénico: si el techo gotea, no se le exige al paraguas que cambie de actitud; se exige un techo nuevo. Pedirle al docente que “cambie por dentro” mientras enseña a treinta y cinco estudiantes en un salón sin ventilación, con currículos que se reescriben cada semestre y con sueldos que llegan tarde, es confundir virtud con milagro. Es como dar vitaminas a un corredor y luego pedirle que compita con los cordones atados y una mochila con ladrillos. Si el circuito es injusto, la dieta no alcanza.
El dispositivo retórico es viejo: psicologizar lo estructural. “Cambie usted, profe”, y así no hay que discutir por qué el tiempo de planeación es humo, por qué la formación continua es powerpoint y café tibio, por qué la conectividad es una promesa pegada con cinta. La frase se vuelve detergente moral: lava culpas ajenas sobre la bata del maestro. Que el docente sea mejor gestor emocional, más creativo, más innovador, más tecnológico… claro; pero la escuela no es un teatro solista. Enseñar es un deporte de equipo con árbitros, reglas y estadio; si el césped es barro, si la pelota es un ladrillo, si el marcador está amañado, la épica individual sirve para cuentos, no para política pública.
La mordida duele porque hay verdad incómoda: sí, hay docentes que se oxidan, que se ciegan de rutina, que se esconden en la fotocopia eterna. Negarlo sería infantil. Pero usar esa verdad como mazo para no tocar el presupuesto, la nutrición escolar, el transporte rural, la salud docente o el tamaño de los grupos es un fraude lógico. La mejora personal es condición necesaria y jamás suficiente. Otra imagen: una semilla puede ser excelente, pero si la tierra es salada, si no hay lluvia, si el sol no llega, la culpa no es de la semilla. La agricultura escolar necesita suelo fértil institucional, riego de recursos, estaciones de evaluación digna, y agricultores que no vivan agotados.
Seamos precisos: cuando a un docente le dicen “todo empieza cambiando uno mismo”, suele venir acompañada de tareas mágicas: “reencuadre su mentalidad”, “haga gamificación con lo que haya”, “inove con cero pesos”, “logre milagros con evidencia”. Es la economía de los milagros lean: haga más con nada. La ironía es que el sistema sí pide cambios… pero solo donde no cuestan. Cambiar la mente es barato; cambiar la jornada, el currículo, la infraestructura o el transporte escolar cuesta y compromete. El mantra es contabilidad política: ahorra donde duele al maestro y gasta donde luce en foto.
Puede parecer que la mordacidad niega la agencia. Todo lo contrario. El docente tiene agencia real allí donde su decisión modifica el clima cotidiano: en la relación con sus estudiantes, en la didáctica que elige, en la forma de evaluar sin humillar, en la creación de pequeñas comunidades de aprendizaje. Esa agencia es oro pedagógico y debe cuidarse; pero jamás debe ser excusa para que la institución abdique de sus deberes. La ecuación honesta es dual: cambio personal + cambio estructural. Suprimir cualquiera de los dos términos rompe el puente. Quien predica solo lo primero vende espejitos; quien predica solo lo segundo se sienta a esperar revoluciones que no llegan.
El efecto colateral del mantra es la culpa. Si “todo empieza” en el interior del maestro, todo fracaso también se le pega como sombra. No lee el estudiante: culpa del docente que no motivó. No hay laboratorio: culpa del docente que no improvisó. No llegaron los textos: culpa del docente que no “gestionó alianzas”. La culpa es el lubricante perfecto del inmovilismo: hace que todo siga igual, pero con el maestro pidiendo perdón por lo que no puede solucionar. Un sistema serio reparte responsabilidades como reparte recursos: con criterios y garantías.
Conviene desnudar el truco lingüístico. “Todo” es una palabra tramposa. En educación, “todo” jamás empieza en un solo sitio. Empieza en el niño que trae hambre o curiosidad, en la familia que puede o no acompañar, en el aula que dignifica o asfixia, en la comunidad que abre puertas o exige desapariciones, en el Estado que provee o abandona. “Todo” empieza en muchos lugares a la vez. Por eso la buena política es polifónica: atiende comedores, bibliotecas, transporte, conectividad, formación y bienestar docente. Decir “todo empieza cambiando uno mismo” es reducir una orquesta a una flauta dulce y pedirle que suene a sinfonía.
Ahora, si de frases se trata, hay versiones menos cínicas y más útiles. “Empieza por lo que sí controlas, exige lo que te deben, y teje con otros lo que falta”. Allí hay tres verbos sanos: empezar, exigir, tejer. Empezar: el aula como microclima donde se puede tratar con respeto, leer en voz alta, evaluar sin humillar, abrir el mundo con lo que se tenga. Exigir: la voz colectiva que demanda tiempos de planeación reales, materiales, rutas escolares, psicorientación, conectividad, salarios dignos y salud que funcione. Tejer: redes entre docentes, familias, bibliotecarios, artistas, campesinos, sabedores; porque el territorio también educa y la escuela no puede ser isla.
También está el tiempo. Cambiar prácticas lleva meses; cambiar instituciones lleva años; cambiar culturas lleva generaciones. Pedir al maestro que cambie “desde hoy” mientras lo rodea un ecosistema que no cambia es una receta para el desgaste y la ironía amarga. El profesionalismo docente necesita horizontes temporales realistas, metas medibles y descansos protegidos. Quien ordena maratones sin agua alienta la deserción silenciosa y la precariedad como norma. La energía pedagógica es un recurso; malgastarla en culpas o en “mantras placebo” empobrece a todos.
Vale reconocer que, a veces, la frase nace de buenas intenciones torpes. Un directivo quiere motivar, un asesor quiere activar reflexión, un funcionario quiere evitar confrontación. Bien. Entonces que cambien la frase por compromisos. “Todo empieza cambiando uno mismo” puede mutar a “todo mejora cuando quienes pueden cambiar condiciones lo hacen ya”. Si el ministerio ajusta, la secretaría garantiza, la institución libera tiempos y la comunidad participa, lo que cambia “uno mismo” se multiplica. Si no, queda la foto con cartel motivacional y el maestro contando chistes para tapar goteras.
Ser mordaz no es despreciar el crecimiento personal; es negarse a la fábula que lo usa como cortina. La docencia requiere ética del cuidado y ética de la dignidad. Cuidado: revisar sesgos, aprender nuevas herramientas, practicar la escucha y la claridad. Dignidad: no aceptar que la épica privada sustituya el derecho público. Cuando el sistema se excusa con espiritualidad barata, la respuesta es política con nombres y plazos. Cuando la retórica pide milagros, la pedagogía devuelve método y la comunidad pide presupuesto. Ese es el triángulo sano: práctica, institución, ciudadanía.
En resumen punzante: decirle a un docente “todo empieza cambiando uno mismo” sin colocar sobre la mesa presupuesto, tiempos, apoyo y condiciones es como regalarle un espejo a un cirujano y pedirle que opere con reflexión. La docencia no se sostiene en espejos sino en mesas firmes, instrumentos limpios, equipos coordinados y salas encendidas. Que cada quien cambie lo que le toca, sí, y que quienes mandan dejen de mandar consignas y empiecen a mandar recursos. La motivación no reemplaza la justicia, la resiliencia no reemplaza la infraestructura, y la voluntad no reemplaza la política pública. Convertir esa claridad en hábito es el cambio que no admite excusas.
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